Entraron
en nuestra vida hace tanto tiempo que nos cuesta recordar. Lo
hicieron de forma discreta o fortuita y se quedaron para siempre. Nos
conocen mejor que nadie y un simple gesto les basta para saber cómo
nos sentimos. Aun cuando hace tiempo que no los vemos, tenemos la
certeza de que siempre están ahí, dispuestos a ayudarnos en
cualquier momento, y nunca nos equivocaremos si vamos a ellos en
busca de consejo. Hablo de los amigos de verdad, ésos que nos cuesta
tanto dejar atrás por miedo a no encontrar otros allá a donde
vayamos.
Al
llegar a un país extranjero no nos será difícil hacer nuevos
amigos, sobre todo si venimos gracias a un programa de estudios.
Seguramente serán de varias nacionalidades, se hallarán en la misma
situación que nosotros y al cabo de pocas semanas tendremos la
impresión de conocerlos desde siempre. En un país ajeno las
experiencias son más intensas, vivimos más cosas en menos tiempo y
nos resulta muy fácil abrirnos y empatizar con alguien. Esos nuevos
lazos hacen más difícil la despedida, que tarde o temprano acaba
llegando, y forman parte del efecto erasmus,
ese estado transitorio que asumimos cuando llegamos y del que tanto
nos costará desprendernos.
Casi
sin darnos cuenta nos encontraremos con un trabajo, pero no todos
podrán o querrán hacer lo mismo y las fiestas de despedida se
convertirán en una agridulce rutina. Una vez echada el ancla, desde
nuestra estable atalaya será más fácil ver la gente pasar. Aunque
el dolor de las amistades a distancia será mitigado por las redes
sociales, no podremos evitar salir al encuentro de nuevos "erasmus"
que sigan guardando la frescura y el estado de ánimo que tanto
necesitamos. Haremos nuevos amigos y compartiremos nuevos momentos
que acabarán pasando. Tras unos meses ellos también se irán, el
espejismo desaparecerá y nosotros repetiremos el ciclo de las nuevas
amistades pasajeras, de las relaciones más o menos íntimas con
fecha de caducidad. Tendremos un amigo en cada país, pero nadie a
nuestro lado que nos abrace sinceramente. Acabaremos preguntándonos
si volveremos a hacer nuevos amigos para siempre, como esos que nos
siguen esperando fielmente en nuestro país y que nos reciben con los
brazos abiertos cada vez que les visitamos.
Un
día me cansé y decidí no volver a hacer amigos erasmus.
Seguiría de una vez el consejo de mi padre, que siempre intentaba
convencerme para que fuera con franceses y me integrara del todo.
Hice buenos amigos que todavía hoy conservo, pero no fue nada fácil,
pues algunos franceses ponen frente a ellos un muro imposible de
franquear sin ayuda. Acababa de cumplir un año en Dijon y pensaba
que nunca volvería a tener amigos como los que había dejado en
España cuando mi compañero de piso encontró a un granadino que se
volvería a su ciudad en cuatro meses y que no conocía a mucha
gente, pues sus amigos, como los nuestros, también se habían ido. A
pesar de mi reticencia por conocer a alguien que estuviera de paso,
acabamos quedando con él. Tal vez fuera gracias al abierto carácter
del sur que ambos compartíamos, pero en poco tiempo congeniamos y
nos convertimos en buenos amigos, algo que nunca habría sucedido con
un francés. Su despedida fue triste a pesar de haber sido anunciada,
él se convirtió en un nombre que alarga mi lista de amigos de
facebook
y yo volví a mi eterna búsqueda de otra amistad que valiera la pena
guardar.
Unos
meses después me anunció que un amigo suyo de Granada venía a
Dijon y me pidió que le ayudara en lo que pudiera. Él también se
iría, pero como nunca se puede negar un favor a un amigo, acepté el
reto. En poco tiempo la historia volvió a repetirse y nos hicimos
grandes amigos. Estuvo un año en Dijon y compartimos momentos que
condicionarían el resto de mi vida y harían aún más difícil su
despedida. Uno de esos instantes fue una cena que dio en su casa,
donde las nacionalidades volvieron a mezclarse de la forma más
natural posible: un italiano, un austríaco, una alemana, dos
franceses, una yanqui, una rumana y dos españoles. Nunca olvidaré
cuando empecé a hablar con aquella misteriosa chica rumana que no
sólo conocía mi ciudad natal, sino que ya había estado en ella. En
ese momento desaparecieron todas las dudas e inseguridades y ambos
nos dimos cuenta del tiempo que habíamos estado esperando aquel
encuentro. Cuando la miré a los ojos supe que estaba ante la
compañera de viaje que tanto había buscado, con la que me casaría
tres años después y tendría un hijo. Desde entonces nunca rechazo
a quien el azar pone en mi camino.