Los mejores momentos de
la vida son los que pasamos con los nuestros, en buena compañía. Se
nos ilumina la cara cada vez que echamos la vista atrás para no
olvidar una de esas ocasiones. Nos acordamos de quienes estaban con
nosotros, sus gestos y comentarios, las anécdotas que se produjeron
o dieron lugar a aquel encuentro. Como las personas y las acciones
son lo más importante, solemos obviar los lugares en que suceden.
Muchos de esos momentos inolvidables tienen lugar en terrenos
neutrales donde dejamos atrás los problemas y aprovechamos cualquier
excusa para disfrutar con los nuestros: se trata de los bares,
cafeterías o restaurantes que pueblan nuestra memoria colectiva y
que son tan difíciles de encontrar en un país ajeno.
Sobre un muro decorado
con azulejos blancos y azules descansa la barra de acero inoxidable,
estaño, mármol o madera. Las raciones de tortilla, ensaladilla
rusa, boquerones en vinagre, migas o pulpo siempre están visibles al
lado del surtidor de cerveza. Junto a la gran máquina de café, un
jamón escondido tras un trapo espera ser cortado mientras otros
tantos cuelgan del techo. En los lugares más selectos encontraremos
la bufanda del equipo local colgada en la pared del fondo, junto a
fotos firmadas por la alineación al completo, o el cartel de una
memorable corrida de toros. Nunca esperé encontrar algo parecido en
Francia, pero menos aún la pregunta de un amigo francés mientras
buscábamos un bar para tomar algo: ¿uno para comer o para beber?
Habían pasado las siete
de la tarde y, tras una intensa jornada de trabajo, no podía
concebir un bar donde no sirvieran unas simples patatas fritas,
cacahuetes o aceitunas acompañando una cerveza. Esto no es España,
me decía mi risueño amigo, que había estado en Madrid y sabía lo
que se pasaba por mi cabeza mientras mi estómago rugía ante la
perspectiva de no comer nada hasta la cena. Era la hora del "apéro",
una ineludible institución en Francia que consiste en beber algo a
las siete de la tarde, después del trabajo y justo antes de cenar.
La idea es buena y no tardé en asimilarla como una costumbre más.
Al fin y al cabo en España hacemos lo mismo aunque no le pongamos un
nombre y un horario tan específico. Pero a diferencia de nuestro
país, en los auténticos "bares" franceses no
encontraremos nada de comer salvo alguna bolsa de patatas fritas si
se nos ocurre pedirla. Muchos se llaman "bar à vin" y su
claro nombre evita que nos hagamos falsas esperanzas. Tendremos que
buscar más concienzudamente una brasserie o un restaurant
("resto" para los amigos) en los que se pueda cenar
y, cómo no, tomar el apéro con algo consistente. Entonces
nos pondrán una plancha de madera con un surtido de embutidos,
quesos y pan que desaparecerá antes que nuestra copa de vino, pues
aquí es la bebida nacional y cualquier francés nos dejará en
ridículo si no tenemos mucha idea de los caldos locales.
Como España no queda tan
lejos, son muchos los franceses que conocen bien nuestros bares, les
gusta nuestro estilo de vida y no han dudado en aplicarlo a su
tradicional apéro. Así que no es difícil encontrar en
cualquier ciudad francesa un "bar à tapas" donde
acompañar nuestra copa con una selección de pseudo-tapas. Las llamo
así porque pretenden imitar nuestras clásicas raciones y se quedan
en interpretaciones más o menos conseguidas. Aunque suelo desconfiar
de estos sitios, pues muchos se aprovechan de la fama de nuestras
tapas y sirven cualquier cosa, siempre da gusto acompañar una copa
con un picoteo. Al final acabamos en un bar de estos y mi amigo me
pasó la carta diciendo "elige tú, que eres español".
Reconozco haberme ilusionado esperando encontrar alguno de esos
sabores que tanto echo de menos, pero tras un vistazo rápido,
devolví una mirada escéptica a mi amigo. Salvo el plato de jamón
ibérico, resultaba difícil atribuir otra tapa a un bar español y
las raciones valían dos o tres veces más que en nuestro país.
Entonces sufrí un repentino ataque de nostalgia al recordar esos
bares españoles de toda la vida donde te dan una tapa con cada caña,
donde si tienes más hambre pides unos montaditos, una marinera o una
ración de zarangollo, donde la sobremesa se alarga en buena
compañía, donde sabes cuándo entras, pero nunca cuando sales. No
tuve más remedio que alejar la morriña pensando que lo más
importante no es eso, sino las personas que están a nuestro lado en
cada momento, con las que brindamos, compartimos mesa, anécdotas y
risas. Porque una vez acabada la tortilla o la pseudo-tapa de turno,
la cara que tengamos en frente será la que se convierta en el
verdadero recuerdo que siempre retendremos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario