Pensamos que los horarios
que nos rodean se adaptan a nuestro ritmo de vida, pero en realidad
somos nosotros quienes debemos organizarnos según programas ya
establecidos sobre los que poca elección es posible. Nuestra
libertad queda así limitada, aunque sólo dependa de nosotros la
importancia que demos a esas rutinarias coacciones. Últimamente
tengo mucho trabajo y es raro el día que acabo antes de las siete de
la tarde. A esa hora las calles están casi desiertas, el tranvía
pasa con menos frecuencia y los escasos transeúntes parecen querer
esconderse de un cataclismo inminente. No, ninguna guerra nuclear ha
empezado, sólo estoy en Francia.
Aquí todos los comercios
echan el cierre a las siete, salvo las contadas excepciones de
quienes abren hasta la temeraria hora de las siete y media. Aún así
los supermercados bajan la persiana sobre las ocho y media y dan un
respiro a los que nos cuesta amoldarnos a ritmos impuestos. A partir
de esa hora sólo hallaremos consuelo en las "épiceries",
abiertas todo el día y regentadas frecuentemente por árabes, que
sustituyen a los clásicos chinos que en España están dispuestos a
vendernos cualquier cosa a cualquier hora del día. En una gran
ciudad como Lyon el cambio de las siete es menos importante y en el
centro siempre podemos encontrar animación a cualquier hora, pero
cuando vivía en Dijon, la capital de la mostaza se transformaba en
una triste ciudad fantasma.
Para encontrar la
explicación a estos extraños horarios basta recordar que el resto
de Europa se mueve con dos horas de adelanto respecto a la península
ibérica. Si pensamos que las siete de la tarde en Francia equivalen
a nuestras nueve de la noche, todo tendrá más sentido. Aquí la
pausa para comer es entre las doce y las dos del mediodía, se sale
de trabajar a las seis de la tarde, en la televisión el telediario
empieza a las ocho, la película o serie de turno llega a las nueve
menos cuarto y a las once es raro el francés que no está en la
cama. Podríamos pensar que la jornada laboral empieza antes que en
España, pero en la mayoría de los casos comprobaremos que no es
así. A estas alturas de la película no creo sorprender a nadie si
digo que en España se trabaja mucho más que en cualquier otro país
europeo, aunque de forma menos eficiente.
Así, sin quererlo, desde
nuestra llegada al país de la guillotina nuestro ritmo vital cambia
sin poder evitarlo. Al principio intentaremos conservar nuestros
castizos hábitos, pero la sociedad no tardará en desmontarlos: nos
será difícil encontrar un restaurante abierto después de las dos
(así nos veremos obligados a comer a las doce aunque no tengamos
hambre) y tendremos que seguir ayunando si no hacemos la compra antes
de las ocho de la tarde o no queremos comprar en las caras "épiceries",
que hinchan sus precios para compensar un servicio a deshoras.
Nuestro estómago, ese segundo cerebro tan importante, no tardará en
regularse y tal vez sea el primero en adaptarse mientras nuestra
cabeza siga añorando sus viejas costumbres, que formarán parte del
pasado. Se
trata simplemente de aceptar las reglas del juego si queremos empezar
una nueva partida. Al final nos daremos cuenta de que estos horarios
no están tan mal (en otros países de Europa la diferencia es
bastante más acusada) y que, una vez superados los inconvenientes,
al acabar la jornada nos quedará más tiempo libre.
Cuando
vayamos de vacaciones a España nos costará adaptarnos a nuestro
antiguo ritmo y, de vuelta a Francia, la
nostalgia vendrá a nosotros para recordarnos esa forma de ser, ese
carácter abierto que el buen clima, la sociedad o la historia
imprimieron en nuestros genes. Empezaremos a echar de menos la
costumbre de pasear sin más, por el simple hecho de sentir el aire
fresco en nuestra cara, recorrer nuestras luminosas calles, encontrar
a amigos, charlar con ellos o simplemente ver el mundo pasar,
cargándonos con esa alegría invisible que transmite la muchedumbre.
Nos acordaremos de cuán lejos queda todo ello cuando veamos por la
calle a los franceses andando apresuradamente de un sitio a otro,
cuando las calles desiertas nos inspiren cierta desazón o cuando
comprobemos que las semanas pasan demasiado rápido sin poder hacer
alguna compra después del trabajo o pasear esperando encontrar a
alguien. El tiempo, cuya percepción es tan diferente en uno u otro
país, se nos escapará de las manos y observaremos, con la misma
tristeza que las calles vacías a las siete de la tarde, que forma
parte de las cosas que, una vez perdidas, nunca vuelven.
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