domingo, 6 de marzo de 2016

Abierto hasta el atardecer

Pensamos que los horarios que nos rodean se adaptan a nuestro ritmo de vida, pero en realidad somos nosotros quienes debemos organizarnos según programas ya establecidos sobre los que poca elección es posible. Nuestra libertad queda así limitada, aunque sólo dependa de nosotros la importancia que demos a esas rutinarias coacciones. Últimamente tengo mucho trabajo y es raro el día que acabo antes de las siete de la tarde. A esa hora las calles están casi desiertas, el tranvía pasa con menos frecuencia y los escasos transeúntes parecen querer esconderse de un cataclismo inminente. No, ninguna guerra nuclear ha empezado, sólo estoy en Francia.

Aquí todos los comercios echan el cierre a las siete, salvo las contadas excepciones de quienes abren hasta la temeraria hora de las siete y media. Aún así los supermercados bajan la persiana sobre las ocho y media y dan un respiro a los que nos cuesta amoldarnos a ritmos impuestos. A partir de esa hora sólo hallaremos consuelo en las "épiceries", abiertas todo el día y regentadas frecuentemente por árabes, que sustituyen a los clásicos chinos que en España están dispuestos a vendernos cualquier cosa a cualquier hora del día. En una gran ciudad como Lyon el cambio de las siete es menos importante y en el centro siempre podemos encontrar animación a cualquier hora, pero cuando vivía en Dijon, la capital de la mostaza se transformaba en una triste ciudad fantasma.

Para encontrar la explicación a estos extraños horarios basta recordar que el resto de Europa se mueve con dos horas de adelanto respecto a la península ibérica. Si pensamos que las siete de la tarde en Francia equivalen a nuestras nueve de la noche, todo tendrá más sentido. Aquí la pausa para comer es entre las doce y las dos del mediodía, se sale de trabajar a las seis de la tarde, en la televisión el telediario empieza a las ocho, la película o serie de turno llega a las nueve menos cuarto y a las once es raro el francés que no está en la cama. Podríamos pensar que la jornada laboral empieza antes que en España, pero en la mayoría de los casos comprobaremos que no es así. A estas alturas de la película no creo sorprender a nadie si digo que en España se trabaja mucho más que en cualquier otro país europeo, aunque de forma menos eficiente.

Así, sin quererlo, desde nuestra llegada al país de la guillotina nuestro ritmo vital cambia sin poder evitarlo. Al principio intentaremos conservar nuestros castizos hábitos, pero la sociedad no tardará en desmontarlos: nos será difícil encontrar un restaurante abierto después de las dos (así nos veremos obligados a comer a las doce aunque no tengamos hambre) y tendremos que seguir ayunando si no hacemos la compra antes de las ocho de la tarde o no queremos comprar en las caras "épiceries", que hinchan sus precios para compensar un servicio a deshoras. Nuestro estómago, ese segundo cerebro tan importante, no tardará en regularse y tal vez sea el primero en adaptarse mientras nuestra cabeza siga añorando sus viejas costumbres, que formarán parte del pasado. Se trata simplemente de aceptar las reglas del juego si queremos empezar una nueva partida. Al final nos daremos cuenta de que estos horarios no están tan mal (en otros países de Europa la diferencia es bastante más acusada) y que, una vez superados los inconvenientes, al acabar la jornada nos quedará más tiempo libre.

Cuando vayamos de vacaciones a España nos costará adaptarnos a nuestro antiguo ritmo y, de vuelta a Francia, la nostalgia vendrá a nosotros para recordarnos esa forma de ser, ese carácter abierto que el buen clima, la sociedad o la historia imprimieron en nuestros genes. Empezaremos a echar de menos la costumbre de pasear sin más, por el simple hecho de sentir el aire fresco en nuestra cara, recorrer nuestras luminosas calles, encontrar a amigos, charlar con ellos o simplemente ver el mundo pasar, cargándonos con esa alegría invisible que transmite la muchedumbre. Nos acordaremos de cuán lejos queda todo ello cuando veamos por la calle a los franceses andando apresuradamente de un sitio a otro, cuando las calles desiertas nos inspiren cierta desazón o cuando comprobemos que las semanas pasan demasiado rápido sin poder hacer alguna compra después del trabajo o pasear esperando encontrar a alguien. El tiempo, cuya percepción es tan diferente en uno u otro país, se nos escapará de las manos y observaremos, con la misma tristeza que las calles vacías a las siete de la tarde, que forma parte de las cosas que, una vez perdidas, nunca vuelven.    

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