domingo, 28 de febrero de 2016

Recuerdos talados

Cuando llegamos por primera vez a un lugar desconocido, buscamos, incluso sin darnos cuenta, guías que permitan orientarnos. Cuando nos hallamos en un terreno hostil, nos aferramos a cualquier detalle que entre en resonancia con alguna parte de nosotros mismos. La mayoría de las veces se trata de recuerdos de nuestra infancia, nuestra juventud o cualquier cosa que algún día significó algo para nosotros. Su presencia nos tranquiliza, la similitud con algo familiar nos da seguridad y, de pronto, nos sentimos con fuerzas renovadas para seguir caminando. Sin embargo, cuando una de esas referencias desaparece drásticamente, nos sentimos abandonados a nuestra suerte en un mundo difícil que no nos ayudará en nada.

Uno de esos amables recuerdos me acompaña desde mi adolescencia. Cada día, después de una jornada de instituto, regresaba a casa acompañado por un grupo de buenos amigos. El penúltimo tramo de ese recorrido atravesaba la avenida Alfonso X el Sabio, que los murcianos llamamos con cariño "Tontódromo" (donde nuestros abuelos paseaban para "tontear" y buscar pareja). A ambos lados del bulevar central, los imponentes árboles (preciosos plátanos de sombra) nos empequeñecían, nos protegían del calor en verano y nos cubrían con sus marrones hojas en otoño. Eran casi las tres de la tarde, en las mesas del Café Bar sólo quedaban los restos de su inconfundible ensaladilla rusa y a Sirvent llegaban los primeros en tomar el café de la tarde. La avenida estaba casi vacía, nada que ver con la marea humana que la invadirá cuando el mercadillo de navidad se instale bajo los árboles o cuando todos los bares saquen sus barras afuera el día del "Entierro de la Sardina". Si un bulevar está anclado en la memoria de los murcianos, es sin duda éste.

Cuando llegué a Lyon y empecé la ardua tarea de buscar piso, me llamó la atención la avenida Cours Lafayette, flanqueada por los mismos plátanos de sombra del Tontódromo murciano. En este caso la vía es más estrecha, no hay bulevar central y entre los árboles sólo pasan coches, pero el simple hecho de mirar sus hojas y pasear bajo su sombra me identificó con ellos y sacó de mi memoria un mundo feliz. Fue como cuando encontramos a un desconocido y tenemos la impresión de haberlo visto antes. Todavía no lo sabía, pero el piso que acabaría eligiendo se encontraría en aquella avenida y tendría la suerte de recorrerla varias veces al día. Una ciudad ajena para mí como entonces era Lyon, se convirtió fácilmente en un sitio familiar. Podría vivir allí y observar los plátanos de sombra desde las ventanas del salón o de mi habitación, olvidar por un momento que estaba en Francia, que podría volver a salir del instituto y regresar a la casa donde mis padres me esperaban con la mesa puesta.

Hace unas semanas hablé de globalización, transporte público, protestas necesarias y causas imparables. Pues bien, el otro día abrí una ventana de mi casa y me encontré con todo ello saltándome a la cara en forma de una casualidad que no era tal. Dos hombres, protegidos con cascos y armados con sendas sierras mecánicas se disponían a cortar las ramas superiores del árbol que se hallaba a escasos metros de mí. Pensé que se trataba de una poda rutinaria, pero el estupor no tardó en aparecer cuando vi que acabaron cortando el grueso tronco en varios tramos, ayudados por una grúa móvil. Indignado, salí a la calle y comprobé, aún más sorprendido, que todos los árboles de la avenida estaban marcados y esperaban a que les llegara su hora. Se trataba de la mejora de una importante línea de autobús. Como la vía no es muy ancha y los coches aparcados en doble fila entorpecen demasiado, habían decidido talar los árboles y crear dos carriles de bus, separados del resto de la calzada. Para tranquilizar a vecinos como yo, decían que compensarían la tala de cada plátano de sombra con la plantación de otros árboles que, por supuesto, serán mucho más pequeños, no llegarán a la ventana de mi cuarto piso y no estarán relacionados con ningún lugar de mi memoria. De pronto me sentí más vacío y desorientado. Cómo le explico ahora a mi hijo que ya no podrá oír los pájaros cantar desde casa, que al otro lado de la ventana de su habitación ningún filtro verde le separará del tráfico de la calle, que el sol del atardecer ya no se recortará entre los árboles (como en la fotografía que un día tomé y que encabeza este blog), que ya no verá pasar las estaciones a través de sus hojas y que no podrá jugar a buscar nidos entre las ramas. Eso sí, le diré que podrá coger un autobús que le dejará cinco minutos antes en el centro. A ver qué le parece.     

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