domingo, 14 de febrero de 2016

La cólera del Padrino

Hay enfermedades que, sin avisar, nos apagan poco a poco. Cuando las reconocemos su fuerza ya es imparable y sólo nos queda la posibilidad de minimizar sus estragos o evitar que su acción no sea dolorosa, en espera de una curación o, cuando ésta no existe, un final. Una de esas dolencias incurables es la globalización. Son las ocho y cuarto de la mañana y el tranvía acaba de llegar a la parada "Thiers-Lafayette", en Lyon. Se parece demasiado al de París, al de Dijon o al de Murcia. Cierro los ojos y el sonido es idéntico. Autobuses, metro, tranvía... el imprescindible transporte público uniformiza nuestras urbes y diluye su personalidad en la del inmenso mundo construido. Aún así hay detalles demasiados discretos que reclaman la importancia de los rasgos locales en esta tierra global, signos de un mundo agonizante cuya muerte ya ha sido anunciada.

Las puertas se abren y entro en el tranvía, donde me espera un desolador paisaje. Si no mirara por las ventanas, me creería en cualquier otra ciudad. La posición de los asientos, de las barras metálicas e incluso la actitud de las personas es la misma, aunque su raza cambie. Es inútil buscar un rostro conocido porque todos dirigen sus miradas a sus teléfonos móviles. La tecnología nos hace bajar la cabeza más que cualquier otra religión. Poco importa a quién tengan a su lado, pues sus pantallas les trasladan a un mundo paralelo que ha devaluado la realidad en que vivimos. Entre ellos yo parezco un bicho raro con mi libro entre las manos. No soy el único y ello me hace pensar que tal vez no esté todo perdido. A mi lado un hombre teclea a una velocidad cercana a la de la luz mientras habla con alguien en una conversación cuyas emociones se expresan a través de caras sonrientes. Analizo indiscretamente su cara, no hallo ninguna sonrisa y me pregunto si no nos estamos volviendo demasiado fríos, hipócritas y egoístas. Nos enviamos selfies sonriendo y si la persona al otro lado de la pantalla se transforma en un emoticono triste, nosotros pondremos otro para empatizar con ella (o al menos aparentarlo) y levantarle el ánimo. Que espere sentada un abrazo, un beso o una palabra de consuelo.

Aunque esté en Francia, podría hallarme en cualquier otro país, pues se trata de ese terreno baldío en que todas las naciones parecen coincidir. Uso el tranvía todos los días para ir al trabajo. Podría ir andando, pero tardaría tres veces más y perdería la oportunidad de hojear un buen libro. Debo confesar que esta comodidad, como la globalización y todo en esta vida, tiene un precio. Hace unas semanas me diagnosticaron una varicela. Todavía recuerdo la mirada incrédula del médico mientras me preguntaba si había estado relacionado con niños últimamente. Ante mi respuesta negativa, sólo quedó una posibilidad de contagio y vino a mi mente la imagen del tranvía en la hora punta, con los cuerpos de todos los ocupantes estrechándose unos contra otros más de lo deseado. Un hombre agarra la barra metálica a la que estoy aferrado tras haberse tapado la boca con su mano al toser y una mujer estornuda a escasos centímetros de mí. La vida en la gran ciudad, en todo su esplendor.

De nuevo en el tranvía, devuelvo la mirada a mi libro. Ahora tengo entre mis manos "El Padrino", de Mario Puzo, en sus páginas hay sangre y muerte, pero, sobre todo, gente auténtica que defiende sus orígenes. Se ganan la vida de una forma poco ortodoxa, pero me inspiran más simpatía que muchos otros. Ellos, al menos, tienen unos valores bien claros, son siempre fieles a ellos y están dispuestos a aceptar las consecuencias de sus actos. Reconocen el peligro y lo asumen. Me gustaría saber qué habría hecho Vito Corleone si hubiera vivido en esta época, qué hubiera pensado de la globalización o cómo hubiera reaccionado al descubrir emigrantes italianos que prefieran hamburguesas a bocadillos de mortadela. Mi compañero de asiento me da un buen codazo -sin pedir perdón, por supuesto- para cambiar de aplicación y abrir facebook. Le miro y me imagino que acaba de escribir un mensaje al Padrino para pedirle un favor, pues el frío y práctico móvil le evitaría ser visto desplazándose hasta la casa de un capo de la mafia. Veo a Don Corleone leer indignado el mensaje en su móvil, mascullar algún insulto en siciliano y ordenar a su fiel consigliere que transcriba su respuesta. "Me rechazas como amigo en facebook porque no quieres que te relacionen conmigo y me mandas un whatsapp el día de la boda de mi hija para pedirme un favor. ¿Puedes decirme qué te he hecho para que me trates con esta absoluta falta de respeto?". Entonces mi compañero de asiento sabría que no le quedan muchos días de vida.

Beijing, CCTV, 28/04/2015

El futuro se construye ante nosotros, sin esperar a nadie, por encima de derechos o libertades, y cuando aspiramos a controlarlo, nos damos cuenta de que sólo podemos adaptarnos a lo imparable.

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