Hay enfermedades que, sin
avisar, nos apagan poco a poco. Cuando las reconocemos su fuerza ya
es imparable y sólo nos queda la posibilidad de minimizar sus
estragos o evitar que su acción no sea dolorosa, en espera de una
curación o, cuando ésta no existe, un final. Una de esas dolencias
incurables es la globalización. Son las ocho y cuarto de la mañana
y el tranvía acaba de llegar a la parada "Thiers-Lafayette",
en Lyon. Se parece demasiado al de París, al de Dijon o al de
Murcia. Cierro los ojos y el sonido es idéntico. Autobuses, metro,
tranvía... el imprescindible transporte público uniformiza nuestras
urbes y diluye su personalidad en la del inmenso mundo construido.
Aún así hay detalles demasiados discretos que reclaman la
importancia de los rasgos locales en esta tierra global, signos de un
mundo agonizante cuya muerte ya ha sido anunciada.
Las puertas se abren y
entro en el tranvía, donde me espera un desolador paisaje. Si no
mirara por las ventanas, me creería en cualquier otra ciudad. La
posición de los asientos, de las barras metálicas e incluso la
actitud de las personas es la misma, aunque su raza cambie. Es inútil
buscar un rostro conocido porque todos dirigen sus miradas a sus
teléfonos móviles. La tecnología nos hace bajar la cabeza más que
cualquier otra religión. Poco importa a quién tengan a su lado,
pues sus pantallas les trasladan a un mundo paralelo que ha devaluado
la realidad en que vivimos. Entre ellos yo parezco un bicho raro con
mi libro entre las manos. No soy el único y ello me hace pensar que
tal vez no esté todo perdido. A mi lado un hombre teclea a una
velocidad cercana a la de la luz mientras habla con alguien en una
conversación cuyas emociones se expresan a través de caras
sonrientes. Analizo indiscretamente su cara, no hallo ninguna sonrisa
y me pregunto si no nos estamos volviendo demasiado fríos,
hipócritas y egoístas. Nos enviamos selfies sonriendo y si
la persona al otro lado de la pantalla se transforma en un emoticono
triste, nosotros pondremos otro para empatizar con ella (o al menos
aparentarlo) y levantarle el ánimo. Que espere sentada un abrazo, un
beso o una palabra de consuelo.
Aunque esté en Francia,
podría hallarme en cualquier otro país, pues se trata de ese
terreno baldío en que todas las naciones parecen coincidir. Uso el
tranvía todos los días para ir al trabajo. Podría ir andando, pero
tardaría tres veces más y perdería la oportunidad de hojear un
buen libro. Debo confesar que esta comodidad, como la globalización
y todo en esta vida, tiene un precio. Hace unas semanas me
diagnosticaron una varicela. Todavía recuerdo la mirada incrédula
del médico mientras me preguntaba si había estado relacionado con
niños últimamente. Ante mi respuesta negativa, sólo quedó una
posibilidad de contagio y vino a mi mente la imagen del tranvía en
la hora punta, con los cuerpos de todos los ocupantes estrechándose
unos contra otros más de lo deseado. Un hombre agarra la barra
metálica a la que estoy aferrado tras haberse tapado la boca con su
mano al toser y una mujer estornuda a escasos centímetros de mí. La
vida en la gran ciudad, en todo su esplendor.
De nuevo en el tranvía,
devuelvo la mirada a mi libro. Ahora tengo entre mis manos "El
Padrino", de Mario Puzo, en sus páginas hay sangre y muerte,
pero, sobre todo, gente auténtica que defiende sus orígenes. Se
ganan la vida de una forma poco ortodoxa, pero me inspiran más
simpatía que muchos otros. Ellos, al menos, tienen unos valores bien
claros, son siempre fieles a ellos y están dispuestos a aceptar las
consecuencias de sus actos. Reconocen el peligro y lo asumen. Me
gustaría saber qué habría hecho Vito Corleone si hubiera vivido en
esta época, qué hubiera pensado de la globalización o cómo
hubiera reaccionado al descubrir emigrantes italianos que prefieran
hamburguesas a bocadillos de mortadela. Mi compañero de asiento me
da un buen codazo -sin pedir perdón, por supuesto- para cambiar de
aplicación y abrir facebook. Le miro y me imagino que acaba
de escribir un mensaje al Padrino para pedirle un favor, pues el frío
y práctico móvil le evitaría ser visto desplazándose hasta la
casa de un capo de la mafia. Veo a Don Corleone leer indignado el
mensaje en su móvil, mascullar algún insulto en siciliano y ordenar
a su fiel consigliere que
transcriba su respuesta. "Me rechazas como amigo en facebook
porque no quieres que te relacionen conmigo y me mandas un whatsapp
el día de la boda de mi hija para pedirme un favor. ¿Puedes decirme
qué te he hecho para que me trates con esta absoluta falta de
respeto?". Entonces mi compañero de asiento sabría que no le
quedan muchos días de vida.
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