Si no luchamos por
nuestros intereses, nadie lo hará por nosotros. De poco servirá que
nos quejemos si no acompañamos ese descontento con una acción, con
una aportación para cambiar las cosas, por pequeña que sea, pues
las palabras se pierden si están solas. Este sentimiento de protesta
y reivindicación constante está muy arraigado en la cultura
francesa desde que estallara en forma de una revolución de la que se
sienten muy orgullosos.
Admito que fue una de las
cosas que más me costó aceptar desde mi llegada a Francia. Raro es
el mes que pasa sin que alguna huelga haga acto de presencia por
cualquier motivo. Cuando llegamos tarde al trabajo porque hay huelga
de transporte público, cuando no podemos hacer una escapada de fin
de semana porque hay huelga de trenes, cuando nuestro vuelo ha sido
indefinidamente aplazado porque hay huelga de controladores aéreos
es difícil no ver a sus responsables con malos ojos. Son algunos de
los casos que me ha tocado vivir, aunque siempre puede ser peor. En
los colegios, las huelgas de comedores son frecuentes y obligan a los
padres a coger el día libre en el trabajo para recoger a los críos
y llevarlos a casa a comer, por poner otro ejemplo, cuando no hay
huelga de profesores o guarderías. Otras pasan desapercibidas, pero
siempre hay una huelga en el tintero.
Al principio me
sorprendió ver cómo la mayoría de los franceses se toman estas
protestas con mucha resignación y comprensión. Entienden que cada
uno tenga razones por las que luchar o derechos que defender. También
hay movimientos con los que es difícil simpatizar, como ocurre -a
menudo, además- con los trabajadores de la SNCF (el equivalente
francés de RENFE), que conservan privilegios laborales de cuando las
locomotoras eran de vapor y aún así siguen quejándose. Con el paso
del tiempo asimilé las huelgas como una acción más de la vida
cotidiana, como el hecho de coger un paraguas cuando llueve. Una vez,
tras la aprobación de una ley muy impopular por el gobierno de
Sarkozy, los franceses se lanzaron en masa a la calle, día tras día,
hasta que los políticos no tuvieron más remedio que revocar la ley.
Así que acabé dándole la razón a los franceses. Por muy molestas
que nos puedan parecer, las protestas son un mecanismo que mantiene
alerta a los que ostentan el poder, proceda de donde proceda.
Desgraciadamente en
España ese sentimiento no sólo está adormecido, sino que a veces
incluso está mal visto. El conformismo ha calmado tanto a la
población que cualquier acto de rebeldía es mirado con malos ojos.
Tal vez se trate de simple pereza, ausencia de fuerzas para luchar o,
sobre todo, falta de ganas de cambiar las cosas. Venga usted mañana,
virgencita que me quede como estoy... Nuestro refranero es rico y
muestra que el conformismo es tan ibérico como francesa es la
protesta.
Las primeras huelgas que
recuerdo se remontan a cuando iba al instituto y nos complacía
perder clase sin conocer tan siquiera el motivo. Ahora me doy cuenta que el sistema educativo español es un despropósito tan grande que
justificaría una paralización indefinida de todo el país. La
incompetencia de nuestros políticos, una vez más, dilapida nuestro
futuro y nos quita nuestras armas, lo que les da toda la impunidad
que necesitan para dar rienda suelta a una corrupción tan española
como el conformismo. Además, los medios muestran a ciertos
condenados por corrupción como si la pena hubiera sido injusta.
Programas que pretenden "salvarnos", inconcebibles en otros
países, parecen haber invertido nuestros valores y, lo que es peor,
cuentan con el respaldo de la audiencia. Si cavamos nuestra propia
tumba de esta manera, de poco nos podemos quejar después.
El movimiento de protesta
más importante que hemos tenido ha sido la indignación del 15-M,
pero cuando surgió ya era demasiado tarde para todo, el daño ya
estaba hecho y el futuro, perdido. Ahora los rostros de nuestros
políticos han cambiado y esperamos que detrás de ellos no se
esconda la incompetencia que ya conocemos. Aún no han sido capaces
de formar gobierno (un mes y medio después de las elecciones
generales) y han demostrado que la política española está lejos de
dar signos de esperanza. Por mucho que protestemos, no creo que
veamos cambiar la situación a corto plazo. Viviremos peor que
nuestros padres, pero aún así no nos queda otra opción que seguir
luchando si queremos que nuestros hijos vivan algún día mejor que
nosotros.
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