domingo, 2 de octubre de 2016

Una vida de alquiler

Cuando somos niños nos preguntan qué queremos ser y después nos dicen qué debemos ser. Nos hablan de conseguir un trabajo estable, de comprar una casa, de casarnos y tener hijos, como ellos ya hicieron. Pero nadie menciona que la incertidumbre también entra en juego, que puede aparecer tras cualquier esquina y acabar con los planes más sólidos. Nadie nos cuenta cómo dominar una fuerza tan impredecible o cómo evitar que la desilusión estropee el resto del viaje. Y nadie nos dice que el camino que al final elegimos, ése que es tan difícil y tan distinto al que ellos siguieron, esconde agradables sorpresas que justifican una existencia llena de riesgos y falta de certezas.

Elegir la emigración supone aceptar una vida nómada. Al principio la asumimos como una etapa transitoria, un sueño del que tarde o temprano despertaremos, que nos permitirá volver a nuestra tierra de origen para, esta vez sí, empezar una vida seria. Pero el tiempo, que siempre acaba poniendo cada cosa en su sitio, convierte una situación efímera en permanente y hace que dudemos de los más arraigados principios. Descubrimos que, al menos en nuestro país, un trabajo estable es una quimera, una casa en propiedad es un sueño inalcanzable y formar una familia es inviable sin los medios necesarios. Al final nos damos cuenta de que no tiene sentido desear lo imposible y nos contentamos con llegar a fin de mes y hacer planes con sólo tres meses de antelación.

Alquilar es una buena opción, tal vez la única en los tiempos que corren, que implica cierto cansancio con el paso de los años. Primero llegamos a un país nuevo, a una ciudad nueva, no encontramos el piso de nuestros sueños, pero es lo que nos podemos permitir y lo aceptamos como algo temporal. La vida pasa más rápido de lo que deseamos, cambiamos de trabajo y de casa. Como tenemos más experiencia y ganamos un poco más, conseguimos un piso un poco más grande y un poco más cerca de la oficina. Después el azar nos lleva a una ciudad y a una casa distintas. Aunque esta vez tengamos un trabajo indefinido, las ideas en nuestra cabeza no son tan estables y no podemos evitar comparar nuestra existencia con la que llevaron nuestros padres. Nos preguntamos en qué momento el tren del cambio se parará y nos dejará disfrutar de cierta tranquilidad.

Entretanto nos hemos convertido en clientes habituales de IKEA y de todas esas cosas de usar y tirar que, como nuestra situación vital, tienen fecha de caducidad. Nos gastamos en ellas lo mínimo posible y encontramos en nuestras pasajeras circunstancias la justificación que necesitamos para seguir consumiendo sin preocuparnos excesivamente por la calidad. Entonces nos damos cuenta de que nuestra actitud delata una excesiva confianza en el futuro, donde nos espera una añorada situación estable que un día nos hicieron creer que existía. Esa inevitable forma de pensar a largo plazo, que desde un principio achacamos al regreso a nuestra patria o a la obtención de unas condiciones más favorables, nos ha hecho descuidar el presente. Hemos olvidado que lo más importante sucede ahora y aquí, en el país en donde estamos, con el trabajo que tenemos y en la casa en que vivimos. Que un instante alquilado vale lo mismo que uno en propiedad, porque lo que realmente cuenta es lo que hagamos con él, sin pensar en un futuro que nunca llega.

Pensábamos que las inseguridades de la convulsa adolescencia habían quedado atrás, imaginábamos que algún día sentaríamos la cabeza y crearíamos un verdadero hogar, un lugar entre cuyas paredes nos sentiríamos seguros, donde podríamos ver crecer a nuestros hijos y planear una tranquila jubilación. O al menos eso habíamos aprendido de las generaciones que nos precedieron, de las películas, de los libros y de un bien arraigado subconsciente colectivo.

En un armario de mi casa hay una caja de cartón bien embalada, todavía sin abrir. Está ahí desde la última mudanza, hace ya más de dos años. Éste es el tercer piso en el que vivo desde mi llegada a Francia y tengo la certeza de que no será el último. Ni siquiera el siguiente será el definitivo. Porque lo definitivo, tal y como nuestros mayores lo concibieron, ya no existe. No sé qué hay dentro de esa caja. Reconozco que su contenido no será muy importante si no lo he echado en falta durante los últimos años. Si todavía no la he abierto es porque me recuerda tanto a mi pasado como a mi futuro, porque así ya no tendré que volver a cerrarla y llevarla conmigo a mi futura y efímera etapa.

Metz, 28/05/2011

Las situaciones transitorias se transforman en momentos lúcidos, instantes donde la impunidad de lo temporal nos muestra opciones que rechazaríamos de otro modo.


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