sábado, 24 de septiembre de 2016

Entre dos vidas

La frontera se diluye, es invisible en ciertos tramos e imposible de trazar sin que nos tiemble el pulso. Separa dos mundos tan antagónicos como complementarios, cuyo equilibrio es esencial para sobrevivir. Algunos piensan que no la necesitan e ignoran que cuida nuestra salud mental y nos ayuda a encontrar un sentido a lo que nos rodea. Su reivindicación es un gesto lógico y forma parte de un ejercicio de coherencia. La delimitación de las vidas laboral y personal cambia en cada país, depende de la cultura local, pero, sobre todo, de cada uno de nosotros.

Los principios no deberían ser fáciles de olvidar. Tener una escala de prioridades ayuda a tomar decisiones, pues basta con respetar los escalones superiores de la jerarquía. El problema viene cuando perdemos nuestro sentido de la orientación, nos dejamos llevar por la corriente y nos convertimos en carne de cañón para quienes deciden nuestro modelo de sociedad. Nos dicen que tenemos que trabajar para ganar dinero y comprar lo que nos venden como necesario. Contribuir a la sociedad por medio de una ocupación es bueno, pero fácil de tergiversar para quienes imponen sus intereses y utilizan el trabajo como un medio de control que llega a anular la personalidad.

Olvidamos que trabajamos para vivir, para descubrir el mundo junto a las personas que queremos y encontrar un sentido a nuestra corta existencia. Lo más importante sucede cuando llegamos a casa y nos enfrentamos a la verdadera vida, en la que nos cuesta desenvolvernos porque nuestros sentidos han sido aletargados por una excesiva carga laboral. A veces nuestro trabajo coincide con nuestra pasión, la frontera que lo separa de la vida personal desaparece y los que saben que ésa es nuestra debilidad, la utilizan contra nosotros. En ese contexto es difícil recordar que la finalidad de todo empleo es obtener dinero para hacer realidad nuestros sueños, los que nacen de nosotros y no han sido impuestos por nadie.

España es uno de los países europeos donde más horas se trabajan y menos productivas son. Lo que más daño hace es el arraigado subconsciente colectivo que asocia la holgazanería a trabajar menos, cuando en realidad se pueden hacer más cosas en menos tiempo. Sólo hace falta mejorar la concentración y suprimir el aperitivo, el café o el cigarrillo de turno; dejar de ver el whatsapp, el facebook, el tuiter o la última distracción que se haya inventado con el único objetivo de alejarnos de lo que de verdad importa. Y en lugar de optimizar nuestro preciado tiempo, toleramos insólitas competiciones para ver quién se queda hasta más tarde en la oficina y se gana el favor del jefe.

A nuestros políticos se les llena la boca de promesas cuando hablan de conciliación laboral y familiar, pero ni siquiera saben lo que es. Yo tuve la oportunidad de descubrirla cuando empecé a trabajar en Francia y vi que una jornada laboral de siete horas me dejaba la tarde libre para hacer lo que quisiera. Además, los contratos que exceden las treinta y cinco horas semanales tienen que dar al asalariado un día libre cada dos semanas. Esas jornadas se llaman RTT (reducción de tiempo de trabajo) y pueden dar lugar a interesantes fines de semana de tres días. También están los contratos a media jornada o al ochenta por ciento. Estos últimos permiten disfrutar de un día libre a la semana, generalmente el miércoles, y ocuparse de los hijos (recordemos que los niños franceses no tienen clase los miércoles por la tarde). Lo más curioso es que esa preocupación por el bienestar y el tiempo personal aumenta conforme viajamos al norte. En Dinamarca, por ejemplo, está mal visto salir tarde de la oficina y el jefe se siente culpable por privar a sus empleados de una fundamental vida familiar. Así, no pocos prefieren trabajar menos horas y ganar menos dinero, si a cambio tienen más tiempo que dedicar a su familia o a sus aficiones personales.

Aunque en estos casos los sueldos son más holgados que los españoles, nuestro país tiene mucho que aprender en lo que a conciliación laboral y familiar se refiere. Desgraciadamente forma parte de esas cosas que se valoran cuando ya es demasiado tarde. Cuando, al final de nuestra vida, nos arrepentimos por no haber pasado mucho tiempo con las personas que apreciamos, por no haber viajado tanto como quisimos o por no haber hecho todo lo que deseamos hacer. Pero, en ese triste momento, nunca nos lamentaremos por no haber trabajado más de lo estrictamente necesario. 

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