Tiene
doce años y un mundo en sus ojos. Ha ofrecido a una anciana el único
asiento que quedaba libre en el tranvía y sólo se ha sentado tras
haber escuchado su rechazo. Me ha devuelto la mirada y no es tan
inocente como su pequeña estatura podría hacer pensar. Acostumbro a
mirar a los ojos a quien encuentro en mi camino, con franqueza,
porque es la única forma de conocer a quien aparece frente a
nosotros. Sin palabras ni acciones que deformen quienes realmente
son. Todos me evitan y orientan sus cabezas hacia las anodinas
pantallas de sus teléfonos móviles, que parecen robarles el alma y
convertirles en cuerpos inertes. Él es el único que me observa como
yo a él. Por un instante nuestros pensamientos se cruzan y me cuenta
que no tiene una vida fácil ni nunca la tendrá.
No
sé su nombre, pero no es la primera vez que le veo y mentiría si
dijera que no le he echado de menos, como a todas esas personas con
que me cruzo antes de subir al tranvía. Forman parte de esos rostros
que vemos casi todos los días a la misma hora, en el mismo sitio, y
que la rutina, esa invisible organizadora del mundo, pone ante
nosotros. La vida se decide a
partir de esos detalles, gracias a matices que muestran cómo cada
elemento se relaciona con el resto, aunque las invisibles conexiones
escapen a menudo a nuestros ojos. Con el tiempo he ido entrenando una
mirada curiosa que analiza su entorno, compara su evolución y,
desde la discreción de un estudiado segundo plano, va atribuyendo a
cada pieza la posición que le corresponde en un infinito
rompecabezas.
Tras
las vacaciones pensaba que podría haber alguna ausencia, una baja
impuesta por un cambio de costumbres, pero casi todos han resistido
en los puestos que la vida les ha otorgado, esperando en silencio
nuestro encuentro. Nunca nos saludamos, pero sabemos quiénes somos.
A veces juego a adivinar sus vidas, a asignar nombres y roles a
partir de su físico, sus gestos o su forma de vestir. Me alegra
encontrarles lejos de sus recorridos habituales, cuando les veo
comprando un sábado, saliendo de su casa o paseando con su familia
por el parque. No sólo les reconozco por seguir los pasos de una
repetitiva coreografía, sino por formar parte de mi vida. Entonces
recojo preciadas pistas que me ayudan a completar esas historias que
nunca sabré cuán lejos están de la realidad.
Un
día, como cualquier otro, salgo de mi casa a las ocho de la mañana,
cruzo la calle, ando unos metros y ya están ahí, con una bolsa de
rafia bajo el brazo, delante del supermercado. No les importa que
falte media hora para que abra, es su peculiar ritual y nadie puede
quitárselo. Permanecen de pie, incansables, viendo la vida pasar,
controlando las obras cercanas y comentando lo que se les pasa por la
cabeza. Visten camisetas de andar por casa o viejos chándales y uno
de ellos luce siempre una gorra. Ninguno de los dos hombres volverá
a cumplir los setenta. Aunque podrían disfrutar de un merecido
descanso, nunca faltan a su cita, ya sea invierno o verano. Y parece
que la fórmula tiene éxito, porque desde hace unos meses son tres
los que esperan, sin prisa, que las puertas automáticas se abran.
Acaban de saludar a una mujer, que se para y habla con ellos.
A
ella también la veo todos los días mientras pasea a su perro antes
de ir al trabajo. Tiene cuarenta y tantos, una mirada despierta y una
alborotada melena. Forma parte de esas personas que acaban
pareciéndose a sus mascotas, o viceversa, pues no les conozco tanto
como para afirmarlo. El perro es un gran danés de paso fuerte y
decidido, tan negro como el pelo de su dueña, al que sus colgantes
orejas recuerdan demasiado. Les suelo ver saliendo de su edificio o
conversando con el trío del súper. A veces camino tranquilo, con el
tiempo suficiente para comprobar cómo ella me reconoce y sonríe,
pero cuando llego tarde al trabajo, me cuesta esquivar al perro
mientras busca una farola.
Antes
de llegar a la parada del tranvía, paso por la floristería que
regenta una incansable mujer. Lo hace con pasión y alegría, que
transmite en cada movimiento, desde que pone sus más vistosas flores
junto a la puerta hasta que pliega la pizarra colocada en medio de la
acera, en la que siempre escribe una frase llena de optimismo. Una de
ellas, de Albert Einstein, resume perfectamente esta vuelta al
trabajo y parece dar fuerzas para continuar con la rutina, con las
cosas que nos cuesta más hacer, no porque no nos gusten, sino porque
estamos obligados a hacerlas. "La vida es como una bicicleta.
Hay que avanzar para no perder el equilibro".
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