domingo, 4 de septiembre de 2016

Encuentros rutinarios

Tiene doce años y un mundo en sus ojos. Ha ofrecido a una anciana el único asiento que quedaba libre en el tranvía y sólo se ha sentado tras haber escuchado su rechazo. Me ha devuelto la mirada y no es tan inocente como su pequeña estatura podría hacer pensar. Acostumbro a mirar a los ojos a quien encuentro en mi camino, con franqueza, porque es la única forma de conocer a quien aparece frente a nosotros. Sin palabras ni acciones que deformen quienes realmente son. Todos me evitan y orientan sus cabezas hacia las anodinas pantallas de sus teléfonos móviles, que parecen robarles el alma y convertirles en cuerpos inertes. Él es el único que me observa como yo a él. Por un instante nuestros pensamientos se cruzan y me cuenta que no tiene una vida fácil ni nunca la tendrá.

No sé su nombre, pero no es la primera vez que le veo y mentiría si dijera que no le he echado de menos, como a todas esas personas con que me cruzo antes de subir al tranvía. Forman parte de esos rostros que vemos casi todos los días a la misma hora, en el mismo sitio, y que la rutina, esa invisible organizadora del mundo, pone ante nosotros. La vida se decide a partir de esos detalles, gracias a matices que muestran cómo cada elemento se relaciona con el resto, aunque las invisibles conexiones escapen a menudo a nuestros ojos. Con el tiempo he ido entrenando una mirada curiosa que analiza su entorno, compara su evolución y, desde la discreción de un estudiado segundo plano, va atribuyendo a cada pieza la posición que le corresponde en un infinito rompecabezas.

Tras las vacaciones pensaba que podría haber alguna ausencia, una baja impuesta por un cambio de costumbres, pero casi todos han resistido en los puestos que la vida les ha otorgado, esperando en silencio nuestro encuentro. Nunca nos saludamos, pero sabemos quiénes somos. A veces juego a adivinar sus vidas, a asignar nombres y roles a partir de su físico, sus gestos o su forma de vestir. Me alegra encontrarles lejos de sus recorridos habituales, cuando les veo comprando un sábado, saliendo de su casa o paseando con su familia por el parque. No sólo les reconozco por seguir los pasos de una repetitiva coreografía, sino por formar parte de mi vida. Entonces recojo preciadas pistas que me ayudan a completar esas historias que nunca sabré cuán lejos están de la realidad.

Un día, como cualquier otro, salgo de mi casa a las ocho de la mañana, cruzo la calle, ando unos metros y ya están ahí, con una bolsa de rafia bajo el brazo, delante del supermercado. No les importa que falte media hora para que abra, es su peculiar ritual y nadie puede quitárselo. Permanecen de pie, incansables, viendo la vida pasar, controlando las obras cercanas y comentando lo que se les pasa por la cabeza. Visten camisetas de andar por casa o viejos chándales y uno de ellos luce siempre una gorra. Ninguno de los dos hombres volverá a cumplir los setenta. Aunque podrían disfrutar de un merecido descanso, nunca faltan a su cita, ya sea invierno o verano. Y parece que la fórmula tiene éxito, porque desde hace unos meses son tres los que esperan, sin prisa, que las puertas automáticas se abran. Acaban de saludar a una mujer, que se para y habla con ellos.

A ella también la veo todos los días mientras pasea a su perro antes de ir al trabajo. Tiene cuarenta y tantos, una mirada despierta y una alborotada melena. Forma parte de esas personas que acaban pareciéndose a sus mascotas, o viceversa, pues no les conozco tanto como para afirmarlo. El perro es un gran danés de paso fuerte y decidido, tan negro como el pelo de su dueña, al que sus colgantes orejas recuerdan demasiado. Les suelo ver saliendo de su edificio o conversando con el trío del súper. A veces camino tranquilo, con el tiempo suficiente para comprobar cómo ella me reconoce y sonríe, pero cuando llego tarde al trabajo, me cuesta esquivar al perro mientras busca una farola.

Antes de llegar a la parada del tranvía, paso por la floristería que regenta una incansable mujer. Lo hace con pasión y alegría, que transmite en cada movimiento, desde que pone sus más vistosas flores junto a la puerta hasta que pliega la pizarra colocada en medio de la acera, en la que siempre escribe una frase llena de optimismo. Una de ellas, de Albert Einstein, resume perfectamente esta vuelta al trabajo y parece dar fuerzas para continuar con la rutina, con las cosas que nos cuesta más hacer, no porque no nos gusten, sino porque estamos obligados a hacerlas. "La vida es como una bicicleta. Hay que avanzar para no perder el equilibro".

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