Hay
cosas de las que nos cuesta hablar, porque cuando nos incomodan,
miramos a otro lado y cambiamos de tema. Pero que no las
reconozcamos, no significa que dejen de existir. Son tristes
realidades que merecen ser cambiadas y que el cómplice silencio
condena al olvido. Por eso quiero hablar sin tapujos de la actual
situación de la arquitectura, que además de ser una apasionante
disciplina, es el principal motivo que me empujó a emigrar hace más
de ocho años.
Parece
que sea tabú hablar de condiciones laborales o decir que la
arquitectura adolece de una precariedad laboral inimaginable en un
oficio que siempre ha gozado de una buena imagen social. En España
es difícil, por no decir casi imposible, encontrar a alguien que
trabaje con contrato en un estudio de arquitectura. Los empleados son
obligados a darse de alta como autónomos para percibir una irrisoria
mensualidad. Eso significa que son ellos quienes pagan su seguridad
social (y su jubilación, si algún día quieren tener una) y se ven
privados de todas las ventajas de un asalariado, como serían las
vacaciones pagadas, el cobro del paro o el derecho a una
indemnización tras un despido. Y deben facturar todos los meses a
una única empresa, lo que los convierte en "falsos autónomos".
Una práctica que, por desgracia, no es exclusiva de la arquitectura.
El origen de este deshonesto hábito se encuentra en el fundamento
mismo de la profesión, pues el trabajo del arquitecto se ha
devaluado hasta llegar a cotas insospechadas. Los honorarios
contrastan con la cualificación y las responsabilidades exigidas. La
arquitectura es un oficio complejo (creativo y técnico) que requiere
mucha dedicación. Hablando claro: demasiadas horas dibujando delante
del ordenador o de una hoja de papel, en busca de la solución
perfecta (buena, bonita y barata) que encaje todas las piezas del
rompecabezas. Algo que no siempre queda reflejado en un plano.
Tras
haber crecido en este triste contexto, cuando crucé los Pirineos me
llevé una grata sorpresa. A pesar de haber empezado como becario, mi
remuneración era similar a la de los falsos autónomos españoles.
Además, no tardé en tener un contrato con garantías (jornada
laboral de treinta y cinco horas por semana, dos días y medio de
vacaciones por mes trabajado...) que me facilitaron mucho la vida. En
otras palabras: valoraron mi trabajo, que, en el fondo, es la
moraleja de esta historia. Cuando nos obligan a reclamar justicia
(sueldo correcto, horarios razonables, vacaciones suficientes...),
sentimos que desprecian nuestro esfuerzo. Pero no todo es de color de
rosa en el país de la baguette. Aunque mi contrato me
garantizaba unas condiciones razonables, mi estatus era el de un
dibujante. En Francia, la profesión de arquitecto está protegida
por una convención que decide una remuneración mínima en relación
con la experiencia adquirida. Tratar arquitectos como dibujantes es
una práctica muy común que genera otro tipo de precariedad. Y el
recurso a los falsos autónomos también existe en el país galo, así
que el problema de fondo es el mismo que en España: la arquitectura
se ha convertido en una profesión decadente, cada vez menos
valorada.
Hace
un año que he pasado al otro lado de la barrera y ahora soy yo,
junto con mi socio, quien busca becarios y jóvenes arquitectos para
sacar adelante un estudio de arquitectura. Y desde esta otra posición
sigo constatando la carencia de una remuneración justa y la
dificultad de cuadrar las cuentas entre los resultados y el coste de
los mismos. Aún así, prefiero echar más horas por las noches o los
fines de semana antes que tener un becario sin sueldo o contratar a
un arquitecto como si fuera un dibujante. Es una cuestión de
principios: la necesidad de que todos se sientan a gusto realizando
un trabajo reconocido, a cambio del cual reciban lo que merecen.
Durante
las pasadas navidades, me encontré con un sorprendente puesto en el
mercadillo de artesanía de Murcia. Había maquetas, dibujos y un
letrero: "escuela de arquitectura de Cartagena". Cuando
hace más de quince años empecé a estudiar esta carrera, la escuela
más cercana era la de Alicante. Actualmente existen otras dos en los
alrededores (la UCAM de Murcia y la de Cartagena), algo que contrasta
con la dura crisis de la que la arquitectura todavía no ha salido.
Muchos se han refugiado en la docencia para poder sobrevivir y nos
plantean un dilema ético: si no hay suficiente trabajo para todos,
¿por qué formar a nuevos arquitectos? Ellos se ven obligados a
dejar su país o ahogados en un mercado cada vez más saturado, que
merma sus condiciones laborales. Y en vez de reclamar justicia, hay
quien busca nuevos alumnos tras el mostrador de un puesto navideño.