domingo, 28 de enero de 2018

Reclamando justicia

Hay cosas de las que nos cuesta hablar, porque cuando nos incomodan, miramos a otro lado y cambiamos de tema. Pero que no las reconozcamos, no significa que dejen de existir. Son tristes realidades que merecen ser cambiadas y que el cómplice silencio condena al olvido. Por eso quiero hablar sin tapujos de la actual situación de la arquitectura, que además de ser una apasionante disciplina, es el principal motivo que me empujó a emigrar hace más de ocho años.

Parece que sea tabú hablar de condiciones laborales o decir que la arquitectura adolece de una precariedad laboral inimaginable en un oficio que siempre ha gozado de una buena imagen social. En España es difícil, por no decir casi imposible, encontrar a alguien que trabaje con contrato en un estudio de arquitectura. Los empleados son obligados a darse de alta como autónomos para percibir una irrisoria mensualidad. Eso significa que son ellos quienes pagan su seguridad social (y su jubilación, si algún día quieren tener una) y se ven privados de todas las ventajas de un asalariado, como serían las vacaciones pagadas, el cobro del paro o el derecho a una indemnización tras un despido. Y deben facturar todos los meses a una única empresa, lo que los convierte en "falsos autónomos". Una práctica que, por desgracia, no es exclusiva de la arquitectura. El origen de este deshonesto hábito se encuentra en el fundamento mismo de la profesión, pues el trabajo del arquitecto se ha devaluado hasta llegar a cotas insospechadas. Los honorarios contrastan con la cualificación y las responsabilidades exigidas. La arquitectura es un oficio complejo (creativo y técnico) que requiere mucha dedicación. Hablando claro: demasiadas horas dibujando delante del ordenador o de una hoja de papel, en busca de la solución perfecta (buena, bonita y barata) que encaje todas las piezas del rompecabezas. Algo que no siempre queda reflejado en un plano.

Tras haber crecido en este triste contexto, cuando crucé los Pirineos me llevé una grata sorpresa. A pesar de haber empezado como becario, mi remuneración era similar a la de los falsos autónomos españoles. Además, no tardé en tener un contrato con garantías (jornada laboral de treinta y cinco horas por semana, dos días y medio de vacaciones por mes trabajado...) que me facilitaron mucho la vida. En otras palabras: valoraron mi trabajo, que, en el fondo, es la moraleja de esta historia. Cuando nos obligan a reclamar justicia (sueldo correcto, horarios razonables, vacaciones suficientes...), sentimos que desprecian nuestro esfuerzo. Pero no todo es de color de rosa en el país de la baguette. Aunque mi contrato me garantizaba unas condiciones razonables, mi estatus era el de un dibujante. En Francia, la profesión de arquitecto está protegida por una convención que decide una remuneración mínima en relación con la experiencia adquirida. Tratar arquitectos como dibujantes es una práctica muy común que genera otro tipo de precariedad. Y el recurso a los falsos autónomos también existe en el país galo, así que el problema de fondo es el mismo que en España: la arquitectura se ha convertido en una profesión decadente, cada vez menos valorada.
Hace un año que he pasado al otro lado de la barrera y ahora soy yo, junto con mi socio, quien busca becarios y jóvenes arquitectos para sacar adelante un estudio de arquitectura. Y desde esta otra posición sigo constatando la carencia de una remuneración justa y la dificultad de cuadrar las cuentas entre los resultados y el coste de los mismos. Aún así, prefiero echar más horas por las noches o los fines de semana antes que tener un becario sin sueldo o contratar a un arquitecto como si fuera un dibujante. Es una cuestión de principios: la necesidad de que todos se sientan a gusto realizando un trabajo reconocido, a cambio del cual reciban lo que merecen.


Durante las pasadas navidades, me encontré con un sorprendente puesto en el mercadillo de artesanía de Murcia. Había maquetas, dibujos y un letrero: "escuela de arquitectura de Cartagena". Cuando hace más de quince años empecé a estudiar esta carrera, la escuela más cercana era la de Alicante. Actualmente existen otras dos en los alrededores (la UCAM de Murcia y la de Cartagena), algo que contrasta con la dura crisis de la que la arquitectura todavía no ha salido. Muchos se han refugiado en la docencia para poder sobrevivir y nos plantean un dilema ético: si no hay suficiente trabajo para todos, ¿por qué formar a nuevos arquitectos? Ellos se ven obligados a dejar su país o ahogados en un mercado cada vez más saturado, que merma sus condiciones laborales. Y en vez de reclamar justicia, hay quien busca nuevos alumnos tras el mostrador de un puesto navideño.   

domingo, 21 de enero de 2018

Nostalgia

Aunque se había acostumbrado a los días de lluvia, la ausencia de sol se volvía insoportable en el mes de enero. Era cuando más extrañaba los paseos sobre la arena de la playa, los momentos en familia o entre amigos, las animadas sobremesas y las interminables siestas. Los años pasados en aquel país extranjero le habían enseñado a valorar lo que le había sido anodino en su lugar de origen. No quería reconocerlo, pero la vida le había cambiado más de lo que hubiera deseado.

Abrió la ventana para que los empapados cristales dejaran de ser la pantalla que deformaba el mundo real. El sonido de la lluvia al caer le recordaba el cadente rumor de las olas. Sólo bastaba cerrar los ojos y dejar que entrara por su nariz la humedad que desde hacía semanas envolvía la ciudad. Olor a tierra mojada y agua estancada en charcos. Ruido de coches haciéndose paso en la húmeda calzada. No. Aquello no se parecía a la brisa marina. La inmensidad del mar, telón de fondo de su infancia y juventud, le calmaba cuando perdía la mirada en su vibrante superficie, que transformaba la luz del sol en incontables destellos. Resultaba difícil evocar aquel lejano mundo en medio de la bulliciosa urbe. ¿Por qué no era posible rebobinar y empezar de nuevo?

Se apoyó en el alféizar y sacó la cabeza afuera, reconociendo por última vez la calle en donde residía desde hacía quince años, memorizando cada detalle como si aquella información pudiera servirle un día de algo. La lluvia refrescó sus pensamientos y limpió la melancolía que consumía su cuerpo. La sensación de estar malgastando su tiempo le corroía por dentro. No sabía si ése era realmente su sitio o una etapa más antes del destino final. Tras un largo exilio, al día siguiente volvería a su país de origen. La nostalgia había ganado la batalla. Quería recuperar las añoradas sensaciones de su juventud: volver a ver lo que había perdido su original color, tocar lo que había acumulado demasiado polvo y oler lo que había perdido su aroma.

Tres lustros pasaron tras aquel deseado regreso. Durante ese tiempo, las cosas no habían ido tal y como había previsto. Los primeros meses le permitieron sacudirse la melancolía acumulada en su anterior etapa. Se sintió pletórico y disfrutó del más mínimo detalle, porque sólo entonces supo valorar la vida como se merecía. Su familia y amigos seguían estando ahí, como si los últimos años se hubieran esfumado. Recuperó el contacto con ellos, pero vio que el tiempo no había pasado de la misma manera para todos. Mientras que muchos se alegraron de su regreso y quisieron verle asiduamente, otros le ignoraron. Le reprocharon que durante su ausencia no se hubiera interesado por ellos. Antiguas relaciones se enfriaron tanto que nada pudo devolverlas a su anterior estado. Cuando sus caminos se separaron, siguieron direcciones tan opuestas, que resultaba imposible tomar un desvío y volver atrás. Ahora tenían sus propias vidas (familias, hijos…), en las que él ya no encajaba. Sus prioridades y gustos también habían cambiado. Aunque algunos se esforzaron en cruzar el abismo que les había separado, podía contar sus amigos con los dedos de una mano. Y así, lo que en un principio fue un eufórico encuentro con su anterior vida, acabó convirtiéndose en una vuelta a la peor de las rutinas: la que ya conocía.


Cada vez que la lluvia mojaba las ventanas de su casa, se acordaba de lo que había dejado atrás, en aquel país extranjero del que un día se cansó. Se acordaba de esas grises semanas en que no veía la luz del sol. Y pensaba en ella. La perdió por culpa de la nostalgia que sentía hacia la vida en su tierra natal. Ella fue la primera que le alertó por su cambio de carácter: cada vez estaba más triste, reía menos y suspiraba más. Dejó de ser la persona de la que un día se enamoró, fue incapaz de reencontrarse a sí mismo y la perdió. Ahora añoraba el tiempo pasado en aquel lejano lugar, cuando la vida le dio una segunda oportunidad que no supo aprovechar. Malgastó los últimos quince años queriendo recuperar lo que ya no existía. Por eso decidió volver, pero esta vez al país extranjero que fue su segunda casa. Como si el fin de aquellos tres lustros hubiera cerrado un ciclo y la simetría de la vida le obligara a cambiar de lado. Quería pasar allí el resto de sus días. A pesar de que ella se había casado y tenía una familia. A pesar de que allí no había mar y las nubes cubrían casi siempre el cielo. Quería volver a sentirse vivo. Quería saber si sería capaz de dejar la nostalgia atrás, ésa que le había robado el alma y le había perseguido hasta encontrarle en su país natal.

domingo, 14 de enero de 2018

Restos de un mundo acabado

Al ensuciar el suelo construyen el paisaje de las primeras semanas de enero. Empezamos el año pisando los restos de un mundo acabado. Las hojas de abeto cubren las aceras y su rastro delata el pasaje de más de un cadáver. Los que hace apenas unos días fueron árboles de navidad y decoraron multitud de hogares, se agolpan ahora en las cunetas o en las calles de cualquier ciudad francesa. Abandonados a su suerte, que su futuro fuera anunciado de antemano no hace que sea menos triste.

En Francia, como en muchos otros países, es fácil hacerse con uno de esos abetos. Durante el mes de diciembre abundan los puestos callejeros donde podemos elegir la especie y el tamaño de nuestro temporal compañero. Frente a cada supermercado, en las grandes superficies o en los mercadillos navideños. Fueron plantados para jugar su particular rol, respaldados por una larga tradición. Más tarde, en el calor de los salones familiares, que acelera su inevitable degradación, son decorados por adultos y niños, que encontrarán los esperados regalos a sus pies el día de Navidad. Porque los llamativos envoltorios son el eje en torno al que giran las fiestas de fin de año. El verdadero origen de estas celebraciones se ha convertido en un secundario telón de fondo, oculto tras un consumismo exacerbado. En los abarrotados centros comerciales nos convertimos en víctimas de la sociedad, haciendo lo que los demás quieren que hagamos, ahogados entre objetos que esperan ocupar su lugar bajo el abeto de turno, sin encontrar el sentido de este artificial circo. No me opongo al hecho de regalar, de tener un detalle y pensar en una persona para ofrecerle algo que forme parte de su vida. Pero no soporto que otros programen nuestros deseos y decidan cuándo y cómo consumiremos, valiéndose del black friday, de las navidades, de las rebajas, del día del padre o de la madre y de las nuevas tecnologías con caducidad programada para asegurarse de que nunca saldremos de este círculo vicioso.

Siguiendo con las tradiciones de esta época del año, en el país galo, una vez abiertos los regalos el veinticinco de diciembre y acabadas las comidas familiares de rigor, no hay nada que rascar. Sólo queda preparar los planes de Nochevieja (palabra que no tiene traducción en francés, que la llamará simplemente "noche de San Silvestre"), pues el dos de enero toca volver a la normalidad. Si bien en España aprovechamos el día de los Santos Inocentes para gastar las bromas de rigor, nuestros amigos del otro lado de los Pirineos tendrán que esperar hasta el uno de abril, cuando el llamado "poisson d'avril" (pez de abril) sustituirá al clásico "inocente, inocente". Así que, llegada la primera semana de enero, cuando se acumulan en las calles los restos de un mundo consumista y vacío, no puedo evitar pensar en las costumbres de mi país natal, donde tantos niños esperan la llegada de los Reyes Magos. Recuerdo con nostalgia la ilusión de esa cuenta atrás y los nervios de la especial noche del cinco de enero. Así que compadezco a nuestros vecinos franceses, que carecen de un día en que los niños sean los únicos protagonistas. Ahora que soy padre también soy sensible a las voces que aconsejan no hacer que nuestros hijos crean en una mentira. Para ser sincero, recuerdo la amarga desilusión que sentí cuando descubrí la verdad. Ninguna navidad volvió a ser igual y hasta me juré a mí mismo que, llegado el momento, no le escondería nada a mi hijo para evitarle tal decepción hacia los adultos.


Ahora él tiene casi dos años y ve el mundo como un lugar fascinante donde todo está por descubrir. No se sorprende fácilmente, porque no tiene prejuicios ni conoce nada con que pueda comparar. La sociedad todavía no le ha obligado a seguir el camino por el que andan los demás, así que no sabe lo que es el peligro, la duda o la decepción. Vemos juntos la cabalgata de reyes por la televisión y, mientras señala la pantalla, repite los nombres que le susurro al oído. Melchor. Gaspar. Baltasar. Le digo que esa noche vendrán a traerle regalos, pero él no lo entiende y se limita a repetir los tres nombres. Le señalo el lugar donde los encontrará la mañana siguiente, bajo el árbol de navidad, ese abeto natural que me juré nunca comprar y que ahora perfuma todo el salón. Si está ahí es por él. Y si le cuento una historia que en su día aborrecí, también es por él. Para enseñarle que lo más importante de este mundo es la ilusión. Para recordarle que ésa es la llave que abre todas las puertas, la fuerza que nos empuja a alcanzar nuestras metas y que, sin ella, nada vale la pena. Para decirle que cualquier cosa es posible si cree realmente en ella.      


domingo, 7 de enero de 2018

Lo imprevisto

No estamos preparados para todo. Necesitamos idear una estrategia que nos permita enfrentarnos a lo imprevisto. Así es como empieza cada viaje: dedicando los días previos a organizar una maleta que debe contener todo aquello que podría ser útil. Anticipando situaciones, intentando controlar la indomable incertidumbre. Mi sexta entrega de anécdotas viajeras va dedicada a esos momentos que preceden y condicionan lo que sucederá en nuestro trayecto.

Quedaban apenas dos semanas para las vacaciones de verano, en las que suelo ir en coche a mi tierra natal. Su larga duración permite encajar mejor el cansado día en que recorro los mil cuatrocientos kilómetros de rigor. En uno de esos días previos arranqué el coche y vi que un nuevo icono, una extraña gota de agua, se encendía en el salpicadero. Tuve que echar mano del manual del coche (un volvo 850 con veinte años a sus espaldas) para confirmar que no quedaba refrigerante del motor. Llené el depósito correspondiente de agua, el icono se apagó y respiré aliviado.

Unos días más tarde, la inquietante gota volvió a aparecer en el salpicadero. Mala cosa cuando estamos en agosto, con treinta grados a la sombra y un largo viaje en perspectiva. Houston, tenemos un problema. Así que fui a un taller volvo en busca de ayuda experta y me encontré con un paisano: un hombre cuyos padres eran de Cartagena y que viajaba allí con sus dos hijos cada verano. Doctor, ¿la cosa es grave? Su severo rostro me hizo presagiar lo peor. El depósito tenía una fuga y había que cambiarlo. Me hizo un presupuesto de seiscientos euros y me advirtió de que, al intervenir, podían romperse otras piezas. El problema era que el arreglo costaba más que el propio coche y el hombre me insinuó que no valía la pena invertir más dinero en él. Le pedí consejo y me mostró tres opciones: hacer la reparación y vender el coche (sabiendo que no recuperaría el dinero gastado), no hacer más arreglos y usarlo para trayectos cortos hasta que no diera más de sí o venderlo a los gitanos, que lo usarían como chatarra. Decepcionado por aquel aciago escenario, le planteé otra posibilidad: viajar a Murcia como tenía previsto, con unas cuantas botellas de agua en el maletero, y ver qué opciones tenía allí. Al fin y al cabo su matrícula seguía siendo española. El hombre (algo corto de miras, todo hay que decirlo) se echó las manos a la cabeza y me dijo que era demasiado arriesgado. Por la autovía, el depósito se vaciaría con mayor rapidez y tendría que parar cada dos horas para llenarlo. Y no me garantizaba que llegara a mi destino, pues, según él, tenía un setenta por ciento de probabilidades de que el motor se parara a mitad de camino. Me aseguró que él no se atrevía a llevar a sus hijos a Cartagena en su coche, de diez años de antigüedad. Todo aquello me pareció exagerado y me despedí antes de que la conversación siguiera por surrealistas derroteros.

Decidí comprar un billete de avión para asegurar la vuelta, pero estaba dispuesto a arriesgar en la ida. Mi coche, que antes fue de mi padre, con el que tantas experiencias habíamos vivido, se merecía un último viaje y morir en donde pasó la mayor parte de su existencia. Así que lo cargué con seis botellas de agua para anticipar cualquier problema, decidí parar cada dos horas para comprobar el nivel del depósito y hacer noche en Barcelona, dividiendo en dos días el trayecto, sin forzar la máquina. A todo esto, mi mujer estaba embarazada de cuatro meses y yo pensaba que, sin que mi hijo hubiera nacido, ya me había convertido en el peor padre del mundo, planeando un viaje que, casi con total certeza, acabaría mal.


Recuerdo que me temblaban las manos cuando cogí el volante aquella mañana de agosto, consciente del riesgo al que me enfrentaba, sin saber qué forma tomaría ante mí lo imprevisto. Aunque había preparado aquel trayecto lo mejor que había podido, no sabía si llegaríamos a buen puerto. A las dos horas hicimos la primera parada, pero, para mi sorpresa, no tuve que echar mucha agua. En la segunda eché aún menos, comprobando que el vehículo perdía líquido con menor velocidad cuando iba por autovía, al contrario de lo que afirmó el tipo del taller. Al final no tuvimos ningún contratiempo y utilicé menos de una botella de agua. Una vez en Murcia, a pesar de su excelente comportamiento, mi coche no pudo librarse de su oscuro futuro. Ya había hecho su último viaje. Tras más de quinientos mil kilómetros, el desguace de Monteagudo fue su definitiva parada. Se acabaron las aventuras a su lado. Ya sólo quedaba el recuerdo de una vida larga e intensa.
Mi coche, en su último viaje
20 años, un cambio de motor y 526.701 km de aventuras