No estamos preparados para todo.
Necesitamos idear una estrategia que nos permita enfrentarnos a lo
imprevisto. Así es como empieza cada viaje: dedicando los
días previos a organizar una maleta que debe contener todo aquello
que podría ser útil. Anticipando situaciones, intentando controlar
la indomable incertidumbre. Mi sexta entrega de anécdotas viajeras
va dedicada a esos momentos que preceden y condicionan lo que
sucederá en nuestro trayecto.
Quedaban apenas dos semanas para las
vacaciones de verano, en las que suelo ir en coche a mi tierra natal.
Su larga duración permite encajar mejor el cansado día en que
recorro los mil cuatrocientos kilómetros de rigor. En uno de esos
días previos arranqué el coche y vi que un nuevo icono, una extraña
gota de agua, se encendía en el salpicadero. Tuve que echar mano del
manual del coche (un volvo 850 con veinte años a sus
espaldas) para confirmar que no quedaba refrigerante del motor. Llené
el depósito correspondiente de agua, el icono se apagó y respiré
aliviado.
Unos días más tarde, la inquietante
gota volvió a aparecer en el salpicadero. Mala cosa cuando estamos
en agosto, con treinta grados a la sombra y un largo viaje en
perspectiva. Houston, tenemos un problema. Así que fui a un taller
volvo en busca de ayuda experta y me encontré con un paisano:
un hombre cuyos padres eran de Cartagena y que viajaba allí con sus
dos hijos cada verano. Doctor, ¿la cosa es grave? Su severo rostro
me hizo presagiar lo peor. El depósito tenía una fuga y había que
cambiarlo. Me hizo un presupuesto de seiscientos euros y me advirtió
de que, al intervenir, podían romperse otras piezas. El problema era
que el arreglo costaba más que el propio coche y el hombre me
insinuó que no valía la pena invertir más dinero en él. Le pedí
consejo y me mostró tres opciones: hacer la reparación y vender el
coche (sabiendo que no recuperaría el dinero gastado), no hacer más
arreglos y usarlo para trayectos cortos hasta que no diera más de sí
o venderlo a los gitanos, que lo usarían como chatarra. Decepcionado
por aquel aciago escenario, le planteé otra posibilidad: viajar a
Murcia como tenía previsto, con unas cuantas botellas de agua en el
maletero, y ver qué opciones tenía allí. Al fin y al cabo su
matrícula seguía siendo española. El hombre (algo corto de miras,
todo hay que decirlo) se echó las manos a la cabeza y me dijo que
era demasiado arriesgado. Por la autovía, el depósito se vaciaría
con mayor rapidez y tendría que parar cada dos horas para llenarlo.
Y no me garantizaba que llegara a mi destino, pues, según él, tenía
un setenta por ciento de probabilidades de que el motor se parara a
mitad de camino. Me aseguró que él no se atrevía a llevar a sus
hijos a Cartagena en su coche, de diez años de antigüedad. Todo
aquello me pareció exagerado y me despedí antes de que la
conversación siguiera por surrealistas derroteros.
Decidí comprar un billete de avión
para asegurar la vuelta, pero estaba dispuesto a arriesgar en la ida.
Mi coche, que antes fue de mi padre, con el que tantas experiencias
habíamos vivido, se merecía un último viaje y morir en donde pasó
la mayor parte de su existencia. Así que lo cargué con seis
botellas de agua para anticipar cualquier problema, decidí parar
cada dos horas para comprobar el nivel del depósito y hacer noche en
Barcelona, dividiendo en dos días el trayecto, sin forzar la
máquina. A todo esto, mi mujer estaba embarazada de cuatro meses y
yo pensaba que, sin que mi hijo hubiera nacido, ya me había
convertido en el peor padre del mundo, planeando un viaje que, casi
con total certeza, acabaría mal.
Recuerdo que me temblaban las manos
cuando cogí el volante aquella mañana de agosto, consciente del
riesgo al que me enfrentaba, sin saber qué forma tomaría ante mí
lo imprevisto. Aunque había preparado aquel trayecto lo mejor que
había podido, no sabía si llegaríamos a buen puerto. A las dos
horas hicimos la primera parada, pero, para mi sorpresa, no tuve que
echar mucha agua. En la segunda eché aún menos, comprobando que el
vehículo perdía líquido con menor velocidad cuando iba por
autovía, al contrario de lo que afirmó el tipo del taller. Al final
no tuvimos ningún contratiempo y utilicé menos de una botella de
agua. Una vez en Murcia, a pesar de su excelente comportamiento, mi
coche no pudo librarse de su oscuro futuro. Ya había hecho su último
viaje. Tras más de quinientos mil kilómetros, el desguace de
Monteagudo fue su definitiva parada. Se acabaron las aventuras a su
lado. Ya sólo quedaba el recuerdo de una vida larga e intensa.
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Mi coche, en su último viaje |
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20 años, un cambio de motor y 526.701 km de aventuras |
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