domingo, 7 de enero de 2018

Lo imprevisto

No estamos preparados para todo. Necesitamos idear una estrategia que nos permita enfrentarnos a lo imprevisto. Así es como empieza cada viaje: dedicando los días previos a organizar una maleta que debe contener todo aquello que podría ser útil. Anticipando situaciones, intentando controlar la indomable incertidumbre. Mi sexta entrega de anécdotas viajeras va dedicada a esos momentos que preceden y condicionan lo que sucederá en nuestro trayecto.

Quedaban apenas dos semanas para las vacaciones de verano, en las que suelo ir en coche a mi tierra natal. Su larga duración permite encajar mejor el cansado día en que recorro los mil cuatrocientos kilómetros de rigor. En uno de esos días previos arranqué el coche y vi que un nuevo icono, una extraña gota de agua, se encendía en el salpicadero. Tuve que echar mano del manual del coche (un volvo 850 con veinte años a sus espaldas) para confirmar que no quedaba refrigerante del motor. Llené el depósito correspondiente de agua, el icono se apagó y respiré aliviado.

Unos días más tarde, la inquietante gota volvió a aparecer en el salpicadero. Mala cosa cuando estamos en agosto, con treinta grados a la sombra y un largo viaje en perspectiva. Houston, tenemos un problema. Así que fui a un taller volvo en busca de ayuda experta y me encontré con un paisano: un hombre cuyos padres eran de Cartagena y que viajaba allí con sus dos hijos cada verano. Doctor, ¿la cosa es grave? Su severo rostro me hizo presagiar lo peor. El depósito tenía una fuga y había que cambiarlo. Me hizo un presupuesto de seiscientos euros y me advirtió de que, al intervenir, podían romperse otras piezas. El problema era que el arreglo costaba más que el propio coche y el hombre me insinuó que no valía la pena invertir más dinero en él. Le pedí consejo y me mostró tres opciones: hacer la reparación y vender el coche (sabiendo que no recuperaría el dinero gastado), no hacer más arreglos y usarlo para trayectos cortos hasta que no diera más de sí o venderlo a los gitanos, que lo usarían como chatarra. Decepcionado por aquel aciago escenario, le planteé otra posibilidad: viajar a Murcia como tenía previsto, con unas cuantas botellas de agua en el maletero, y ver qué opciones tenía allí. Al fin y al cabo su matrícula seguía siendo española. El hombre (algo corto de miras, todo hay que decirlo) se echó las manos a la cabeza y me dijo que era demasiado arriesgado. Por la autovía, el depósito se vaciaría con mayor rapidez y tendría que parar cada dos horas para llenarlo. Y no me garantizaba que llegara a mi destino, pues, según él, tenía un setenta por ciento de probabilidades de que el motor se parara a mitad de camino. Me aseguró que él no se atrevía a llevar a sus hijos a Cartagena en su coche, de diez años de antigüedad. Todo aquello me pareció exagerado y me despedí antes de que la conversación siguiera por surrealistas derroteros.

Decidí comprar un billete de avión para asegurar la vuelta, pero estaba dispuesto a arriesgar en la ida. Mi coche, que antes fue de mi padre, con el que tantas experiencias habíamos vivido, se merecía un último viaje y morir en donde pasó la mayor parte de su existencia. Así que lo cargué con seis botellas de agua para anticipar cualquier problema, decidí parar cada dos horas para comprobar el nivel del depósito y hacer noche en Barcelona, dividiendo en dos días el trayecto, sin forzar la máquina. A todo esto, mi mujer estaba embarazada de cuatro meses y yo pensaba que, sin que mi hijo hubiera nacido, ya me había convertido en el peor padre del mundo, planeando un viaje que, casi con total certeza, acabaría mal.


Recuerdo que me temblaban las manos cuando cogí el volante aquella mañana de agosto, consciente del riesgo al que me enfrentaba, sin saber qué forma tomaría ante mí lo imprevisto. Aunque había preparado aquel trayecto lo mejor que había podido, no sabía si llegaríamos a buen puerto. A las dos horas hicimos la primera parada, pero, para mi sorpresa, no tuve que echar mucha agua. En la segunda eché aún menos, comprobando que el vehículo perdía líquido con menor velocidad cuando iba por autovía, al contrario de lo que afirmó el tipo del taller. Al final no tuvimos ningún contratiempo y utilicé menos de una botella de agua. Una vez en Murcia, a pesar de su excelente comportamiento, mi coche no pudo librarse de su oscuro futuro. Ya había hecho su último viaje. Tras más de quinientos mil kilómetros, el desguace de Monteagudo fue su definitiva parada. Se acabaron las aventuras a su lado. Ya sólo quedaba el recuerdo de una vida larga e intensa.
Mi coche, en su último viaje
20 años, un cambio de motor y 526.701 km de aventuras

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