Al ensuciar el suelo construyen el
paisaje de las primeras semanas de enero. Empezamos el año pisando
los restos de un mundo acabado. Las hojas de abeto cubren las aceras
y su rastro delata el pasaje de más de un cadáver. Los que hace
apenas unos días fueron árboles de navidad y decoraron multitud de
hogares, se agolpan ahora en las cunetas o en las calles de cualquier
ciudad francesa. Abandonados a su suerte, que su futuro fuera
anunciado de antemano no hace que sea menos triste.
En Francia, como en muchos otros
países, es fácil hacerse con uno de esos abetos. Durante el mes de
diciembre abundan los puestos callejeros donde podemos elegir la
especie y el tamaño de nuestro temporal compañero. Frente a cada
supermercado, en las grandes superficies o en los mercadillos
navideños. Fueron plantados para jugar su particular rol,
respaldados por una larga tradición. Más tarde, en el calor de los
salones familiares, que acelera su inevitable degradación, son
decorados por adultos y niños, que encontrarán los esperados
regalos a sus pies el día de Navidad. Porque los llamativos
envoltorios son el eje en torno al que giran las fiestas de fin de
año. El verdadero origen de estas celebraciones se ha convertido en
un secundario telón de fondo, oculto tras un consumismo exacerbado.
En los abarrotados centros comerciales nos convertimos en víctimas
de la sociedad, haciendo lo que los demás quieren que hagamos,
ahogados entre objetos que esperan ocupar su lugar bajo el abeto de
turno, sin encontrar el sentido de este artificial circo. No me
opongo al hecho de regalar, de tener un detalle y pensar en una
persona para ofrecerle algo que forme parte de su vida. Pero no
soporto que otros programen nuestros deseos y decidan cuándo y cómo
consumiremos, valiéndose del black friday, de las navidades,
de las rebajas, del día del padre o de la madre y de las nuevas
tecnologías con caducidad programada para asegurarse de que nunca
saldremos de este círculo vicioso.
Siguiendo con las tradiciones de esta
época del año, en el país galo, una vez abiertos los regalos el
veinticinco de diciembre y acabadas las comidas familiares de rigor,
no hay nada que rascar. Sólo queda preparar los planes de Nochevieja
(palabra que no tiene traducción en francés, que la llamará
simplemente "noche de San Silvestre"), pues el dos de enero
toca volver a la normalidad. Si bien en España aprovechamos el día
de los Santos Inocentes para gastar las bromas de rigor, nuestros
amigos del otro lado de los Pirineos tendrán que esperar hasta el
uno de abril, cuando el llamado "poisson d'avril"
(pez de abril) sustituirá al clásico "inocente, inocente".
Así que, llegada la primera semana de enero, cuando se acumulan en
las calles los restos de un mundo consumista y vacío, no puedo
evitar pensar en las costumbres de mi país natal, donde tantos niños
esperan la llegada de los Reyes Magos. Recuerdo con nostalgia la
ilusión de esa cuenta atrás y los nervios de la especial noche del
cinco de enero. Así que compadezco a nuestros vecinos franceses, que
carecen de un día en que los niños sean los únicos protagonistas.
Ahora que soy padre también soy sensible a las voces que aconsejan
no hacer que nuestros hijos crean en una mentira. Para ser sincero,
recuerdo la amarga desilusión que sentí cuando descubrí la verdad.
Ninguna navidad volvió a ser igual y hasta me juré a mí mismo que,
llegado el momento, no le escondería nada a mi hijo para evitarle
tal decepción hacia los adultos.
Ahora él tiene casi dos años y ve el
mundo como un lugar fascinante donde todo está por descubrir. No se
sorprende fácilmente, porque no tiene prejuicios ni conoce nada con
que pueda comparar. La sociedad todavía no le ha obligado a seguir
el camino por el que andan los demás, así que no sabe lo que es el
peligro, la duda o la decepción. Vemos juntos la cabalgata de reyes
por la televisión y, mientras señala la pantalla, repite los
nombres que le susurro al oído. Melchor. Gaspar. Baltasar. Le digo
que esa noche vendrán a traerle regalos, pero él no lo entiende y
se limita a repetir los tres nombres. Le señalo el lugar donde los
encontrará la mañana siguiente, bajo el árbol de navidad, ese
abeto natural que me juré nunca comprar y que ahora perfuma todo el
salón. Si está ahí es por él. Y si le cuento una historia que en
su día aborrecí, también es por él. Para enseñarle que lo más
importante de este mundo es la ilusión. Para recordarle que ésa es
la llave que abre todas las puertas, la fuerza que nos empuja a
alcanzar nuestras metas y que, sin ella, nada vale la pena. Para
decirle que cualquier cosa es posible si cree realmente en ella.
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