domingo, 30 de abril de 2017

Ojos tristes

La noche cae en la plaza de la Victoria de Bucarest. Rodeado por medio millón de personas, el duro invierno le parece más soportable. Se llama Miluta Flueras y se pregunta si su lucha servirá para algo. Hace dos años, este fotógrafo a tiempo parcial estuvo a punto de perder la vida mientras cubría un concierto en el Club Colectiv, donde un incendio mató a 27 personas y destapó un entramado de corrupción que sufre todo el país. La primera semana del pasado mes de febrero, decenas de miles de personas inundaron las calles de Bucarest para protestar contra una ley demasiado permisiva con los casos de corrupción. El gobierno se vio obligado a derogarla en pocos días, recordando que las últimas grandes manifestaciones del pueblo rumano (conocidas como la revolución de 1989) acabaron con la ejecución de sus dirigentes. Y al ver los ojos tristes de Miluta en la pantalla de mi ordenador, me pregunto si en España todavía podemos hacer algo contra esta arraigada lacra o si seguiremos el mismo trágico camino que nuestros vecinos del Este.

Las comparaciones son odiosas, pero necesarias a veces. Mi vida entre tres países me permite mirar a uno y otro lado para acabar constatando que todos somos iguales. Compartimos los mismos problemas y la misma incapacidad para resolverlos. Las únicas diferencias son las formas en que se manifiestan, las ganas de luchar para erradicarlos y las acciones que finalmente se llevan a cabo. En Francia, por ejemplo, nos encontramos con un decepcionante panorama electoral donde los políticos, igual de incompetentes que en cualquier otro lugar, administran el dinero público con dudoso juicio o siguiendo intereses personales. Entre los últimos escándalos que han salido a la luz se encuentra el de François Fillon, candidato a la presidencia por el partido conservador "Les Républicains" (algo así como el PP francés). El que fuera primer ministro ha empleado a su mujer durante años en un puesto que, por supuesto, nunca ocupó. Y recientemente el ministro del interior del actual gobierno socialista se vio obligado a dimitir por haber empleado de la misma manera a su hija, menor de edad. Sin hablar de Marine Le Pen, que ha recurrido a su inmunidad parlamentaria como eurodiputada para escapar de similares acusaciones y seguir con su carrera hacia la presidencia, respaldada por un electorado supuestamente harto de esta desvergonzada clase política.

Pero volvamos a Bucarest, donde Miluta sigue gritando hasta quedarse sin voz, esta vez frente al parlamento. Es el segundo edificio más grande del mundo y nos da una idea del uso que el dictador Ceaucescu hizo del dinero público. Lejos de ser un problema reciente, en Rumanía la corrupción es una habitual moneda de cambio con la que toda la población convive a diario. Mi familia me permite seguir de cerca estas penosas situaciones y poner nombre y apellidos a cada práctica abusiva. Si los sobornos son corrientes en todas las instituciones públicas, desde el sistema educativo hasta el más mínimo trámite administrativo, el caso más preocupante es el de la sanidad. El tratamiento que recibamos dependerá de los "regalos" (bonito nombre para esconder tan sucio principio) que podamos dar. El interés que el médico de turno muestre hacia nosotros dependerá de ese incentivo. Lo peor tal vez sea que la mayoría de los médicos considere esta forma de trabajar como algo normal, teniendo en cuenta sus bajos sueldos. De esta manera, las diferencias entre clases sociales se vuelven insalvables y la gente muere por enfermedades que podrían ser tratadas. Es lo que sucedió con 37 supervivientes del incendio del Club Colectiv, que fallecieron días más tarde por culpa de infecciones hospitalarias que podían haber sido evitadas.


Cuando un cuerpo está tan gangrenado, no se sabe qué miembro extirpar. Me refiero a los dirigentes del pueblo rumano, que se amparan en su victoria en las urnas para favorecer una corrupción presente en todos los ámbitos. Y esto me suena de algo... En España los recientes y polémicos casos que han salido a la luz nos recuerdan que sólo vemos la punta del iceberg y nunca descubriremos el verdadero alcance de un sistema podrido. Así que me pregunto por qué los españoles no han salido a la calle como hicieron los rumanos en febrero, por qué no se han vuelto a levantar como hicieron los indignados en la Puerta del Sol. Piensan que no pueden cambiar nada, pero se equivocan. Basta con recordar la revolución que acabó con la dictadura de Ceaucescu. Basta con que Miluta Flueras les mire con sus tristes ojos o les muestre las quemaduras que cubren buena parte de su cuerpo. Basta con recordar que siempre se puede ir a peor si no se hace nada para evitarlo. 

Puerto de Singapur, 01/05/2015

Reducidos a una ínfima pieza en un gigantesco rompecabezas, debemos evitar a quienes pretenden utilizarnos como moneda de cambio para favorecer sus intereses.

domingo, 23 de abril de 2017

Billete de vuelta

Tu alma ya no sale en mis fotos, le dijo ella mientras apartaba la cámara de su rostro. Lo había advertido durante los últimos meses: sus ojos no brillaban y delataban un aire melancólico. Ella fue consciente antes de que su cámara lo reflejara inequívocamente. Había pasado suficiente tiempo a su lado como para advertir su progresivo cambio de aspecto. No sabía cómo decírselo sin que imaginara intenciones ocultas y aquella mañana encontró la actitud que tanto había buscado. Ya no quería volver a encuadrar su triste silueta.

Cuando escuchó la definitiva sentencia salir de sus labios, él no se sorprendió. Aunque la había hundido en lo más profundo de su ser, sabía que la nostalgia acabaría saliendo un día a la superficie. Durante semanas ambos habían actuado con intencionada negligencia, eludiendo lo que sabían, pero ahora que ella había expresado su preocupación, se preguntaba cuál sería el próximo paso. ¿Sería capaz de volver a hablarle como en los primeros días, llenos de ilusión y de esperanza, como si nada hubiera pasado? ¿Podía hacer algo para evitar el fin de tantos años de mutua confianza? Él sabía que la chispa de la vida se había apagado en sus ojos y ella no podía volver a encenderla. Sus caminos se separaban en aquel preciso instante y sólo les quedaba encontrar la mejor forma de despedirse.

Habían pasado veinte años desde que él llegó a aquel país ajeno. Cegado por la euforia del cambio, vivía inmerso en una novela de aventuras, donde cada día ponía a prueba sus reflejos y su instinto de supervivencia. En esos primeros momentos la conoció. Ella le ayudó a adaptarse, fue testigo de su intachable integración y le acompañó durante el resto del viaje. Con el tiempo la calma se instaló en su vida y la necesidad de regresar a su lugar de origen fue disimulándose bajo espesas capas de estabilidad. Los años pasaron y la nostalgia, que durante tanto tiempo supo mantener a raya, acabó convirtiéndose en una sensación insoportable. Cada objeto, olor, sabor o gesto le recordaba a la tierra en que nació, ésa que empezaba a olvidar y de la que creía alejarse por momentos. El más mínimo detalle rescataba de su memoria un agradable recuerdo, pero el carácter inalcanzable de esas borrosas imágenes le sumía en una profunda y permanente tristeza. Ya no le bastaba con volver regularmente durante sus vacaciones y apenas lograba calmar una añoranza que parecía comerle por dentro.

Y ella, que en tantas ocasiones le había ayudado, no podía hacer nada para consolarle. Ni siquiera era real. Era tan sólo la protagonista de su libro favorito, que había descubierto en aquel país y que tantas veces había leído. Por eso conocía cada aspecto de su personalidad y les unía una íntima relación. Gracias a reiteradas lecturas, había superado los momentos más difíciles de su estancia en el extranjero. Había aprendido qué era la vida antes de vivirla y había entendido las causas de las dificultades encontradas en su camino. Entre esas páginas se sentía seguro y volvía a ellas para recuperar el aliento que le permitía seguir adelante. Tras la cuarta lectura surgieron los diálogos imaginarios. Él preguntaba y ella contestaba, aunque a veces ella tomaba la iniciativa y le cuestionaba sobre las razones que motivaban sus actos, como en aquella ocasión.


La decisión ya estaba tomada y la reacción de ella confirmaba su carácter irrevocable. Él utilizó la tarjeta de embarque como marcapáginas antes de cerrar el libro y levantarse de su asiento. Una vez en pie, se dio cuenta de que sus piernas temblaban, así que avanzó para evitar que el desagradable reflejo fuera visible. Cuando llegó hasta la azafata, cogió su pasaporte y sacó la tarjeta del libro. Ya no sabría dónde acabó su última lectura, pero poco le importaba. Ella le seguirá acompañando, siempre fiel, respetando su decisión, dispuesta a ayudarle si él se lo pide. Asumir las consecuencias de aquel nuevo paso resultará más fácil con ella a su lado. En su mano derecha blandía el billete de vuelta a su país natal. Sabía que, veinte años después, era imposible recobrar lo que había dejado atrás. Sabía que la nostalgia nunca le abandonará, pues, una vez en su destino, añorará la vida llevada en el extranjero. Aun así, entró en aquel avión. Esperaba cicatrizar una vieja y profunda herida, incluso si ello implicaba abrir una nueva. Esperaba que no fuera demasiado tarde para recuperar el brillo de sus ojos.

domingo, 16 de abril de 2017

Hacia lo salvaje

Hay algo de locura en nuestro interior cuando tomamos la definitiva decisión de emigrar y trabajar en el extranjero. Hay algo atrevido, un instinto de supervivencia que se despierta en nosotros antes de que sea demasiado tarde para actuar. Hay algo imprudente que nos hace obviar las consecuencias de una elección sin vuelta atrás. Hay algo irracional, una sensación inexplicable que nos fulmina y nos empuja a ir hacia delante. Hay algo salvaje en nuestra forma de buscar una ideal libertad.

Es un sentimiento que la estupenda canción de Amaral describe a la perfección, como un jarro de agua fría que pone las cosas en su sitio y nos hace ver la realidad tal y como es. La letra no tiene desperdicio, me identifico con cada una de sus palabras y todo expatriado podría afirmar lo mismo. Dice a gritos lo que a veces nos cuesta reconocer, lo que removió nuestras entrañas durante una época convulsa de nuestras vidas: una sensación que cualquiera ha experimentado en un momento dado. Cuenta verdades como puños, de ésas que nos vapulean con su rotundidad, van directas al corazón y nos dejan la piel de gallina cuando acaban atravesándolo.

El tema habla de una decisión irrevocable, la de quien elige ir a lo desconocido aun sabiendo que es el camino más difícil. La protagonista de la historia es consciente de que nadie le va a regalar nada y deberá pelear cada día, pero sigue adelante porque su realidad le resulta insoportable. Asume que es un paso inevitable, necesario para demostrarse a sí misma (y a los demás) de lo que es capaz. Es un momento de reafirmación personal y de asunción de riesgos: significa reconocer que el fracaso es una posibilidad más. Cuando la canción termina, nos invade una sensación de desasosiego, porque el final de la historia no está escrito y la incertidumbre tiene un rol importante.

Esas son las reglas que todo emigrante acepta al salir de su país, cuando decide jugar a una ruleta rusa de imprevisibles consecuencias. Muchos no soportan ese riesgo, otros no podemos vivir sin él. Emigrantes o no, todos tenemos un lado salvaje. Unos lo muestran de forma voluntaria, otros sólo lo sacan cuando una situación límite les obliga a ello. Algunos no saben que lo tienen y a muchos les gustaría hacerle caso más a menudo. Que la sociedad nos haya domesticado con innumerables métodos no significa que no queramos salir de vez en cuando a tomar el aire y sentir que estamos vivos, que podemos decidir por nosotros mismos aunque sea para echarnos una soga al cuello. Optar por la huida supone el primer paso de una interminable aventura, pero no hay que olvidar que es el fruto de una elección y quedarse en el punto de partida es una posibilidad a considerar.

“Cada día era un regalo, libre de sol a sol”. La voz de Eva Amaral suena enérgica, cual grito de guerra, y transmite más que nunca antes. Tiene la fuerza de quien se mueve gracias a una convicción inquebrantable. “Cada golpe que le dieron era una cuenta atrás”. Habla alto y claro, tomando el tiempo necesario para pronunciar cada letra y asegurarse de que llega al oyente sin confusión alguna. “Ha elegido caminar…” La música pasa a un segundo plano e incluso desaparece al final del estribillo, consciente del poder del mensaje. “Hacia lo salvaje”.

Todas estas ideas vinieron a mi cabeza hace unos días, cuando un pájaro se quedó encerrado en el salón de mi casa. Con el buen tiempo aprovechamos para abrirlo todo y, el pobre, entró atraído por la luz. Me di cuenta cuando empezó a revolotear en el momento en que cerraba la puerta de la terraza. Intenté ayudarle a salir, pero no fue fácil. Estaba aturdido y cada vez que alzaba el vuelo se topaba con el vidrio de la puerta. Me recordó una situación similar que se produjo cuando vivía en Dijon y un murciélago desorientado entró de igual manera en mi piso. Pero, sobre todo, me recordó a mí mismo, o al menos a quien fui hace ocho años, cuando acabé la carrera de arquitectura y daba tumbos por la vida, tanto en el ámbito profesional como en el personal, sin saber a donde ir. Era consciente de que la salida estaba en algún sitio, pero era incapaz de dar con ella y la ayuda que recibía sólo servía para desconcertarme aún más. Al final el pájaro, como el murciélago y como yo mismo, encontró la forma de salir. Lo hizo él solo. Avanzó dando pequeños saltos, alcanzó la terraza, se posó en la barandilla y alzó el vuelo. Entendió que mi casa no era su medio. Perseguía la libertad, la posibilidad de caer, pero también de volar más alto de lo que nunca podría imaginar.

domingo, 9 de abril de 2017

El Camembert no puede volar

Parecía que nunca iba a llegar el deseado momento de romper con la rutina. Por mi parte, todavía tendré que esperar antes de disfrutar de un merecido descanso, pues en Francia la semana santa no se celebra y sólo tenemos un triste día festivo el lunes de Pascua. Así que me conformaré con recordar, por cuarta vez en este blog, esas anécdotas que me han sucedido antes, durante y después de un viaje en avión. Ésas que ahora tienen su guasa, pero en su día supusieron un mal trago.

Volar en semana santa, como en cualquier otra fecha señalada, siempre es un quebradero de cabeza y no me cansaré de insistir en ello. No sólo por el abusivo precio de los billetes, sino por las aglomeraciones que podemos encontrar (en el aeropuerto o en nuestro destino) y por la alta  probabilidad de que cualquier colectivo descontento vea la oportunidad perfecta para reivindicar sus derechos con una huelga. Los franceses, por ejemplo, están acostumbrados a organizar “movimientos sociales” cuando pueden perjudicar a un mayor número de personas. Durante estas fechas todo el mundo parece conspirar en contra del viajero.

Si al final conseguimos librarnos de retrasos o cancelaciones imprevisibles y llegamos al ansiado aeropuerto, nos enfrentaremos a las cada vez más restrictivas medidas de seguridad. Una de las situaciones más inverosímiles que he vivido bajo un arco detector de metales se produjo en el primer viaje que realicé tras mi llegada a Francia. Volvía a mi casa por Navidad y, abrumado por las novedades de mis primeros tres meses de estancia en el extranjero, compré todo tipo de regalos a mi familia y amigos, incluyendo un buen muestrario de quesos locales, entre otros comestibles. Para no superar el peso máximo admitido en el equipaje, tuve que hacer uso de la imaginación y llenar todos los bolsillos de que disponía mi abrigo. Cuando lo pasé por el escáner de rayos X, me sorprendió que el agente que analizaba la pantalla frunciera el ceño y me pidiera que le acompañara. Vamos a ver lo que tiene en su abrigo y en su equipaje de mano, señor. Y, bajo mi impotente mirada, empezó a sacar uno por uno los objetos que tanto me había costado hacer entrar en la maleta y en los bolsillos. Entre ellos había tres quesos que sopesó con ambas manos cual amenazantes bombas. Hundió sus dedos en cada uno y me dijo, con tono grave: el Camembert no puede volar, señor. Yo no sabía si reír o llorar. El hombre me explicó que la textura del Camembert (que había empezado a fundirse en el bolsillo interior de mi abrigo) se consideraba similar a la de un gel, que no se puede llevar en un avión en cantidades superiores a cien mililitros. De poco sirvió que yo insistiera diciéndole que el envoltorio estaba intacto antes de que él lo rompiera con sus sucios dedos.


Con el paso del tiempo descubrí que viajar con niños resulta más difícil que viajar con quesos. Aunque si el queso está destinado al consumo de un bebé, sí que podrá volar esta vez. Sólo tendrá que pasar un análisis más detallado en un escáner para líquidos, junto con las papillas o el agua de los biberones. Al menos la seguridad internacional comprende que volar con un bebé requiere de una organización más compleja que un atentado terrorista y cualquier precaución es poca para evitar que un niño hambriento llore desconsoladamente. Pero a pesar de todas las medidas tomadas, el temido momento acabó llegando y mi hijo irrumpió a llorar en el aeropuerto. Tenía apenas tres meses, el vuelo salía con retraso y llevábamos diez minutos esperando a que abrieran la puerta de embarque, cuando aquel desgarrado llanto perforó los tímpanos del pasaje. Todas las miradas se volvieron hacia nosotros: las comprensivas de quienes han pasado por la misma situación, las entrañables de quienes recuerdan con cariño un momento demasiado lejano en el tiempo y las irritadas de quienes se preguntan por qué la gente sigue empeñándose en traer nuevas vidas a este duro mundo. Cogí a mi hijo en brazos y lo paseé por la sala de espera, pero no había nada que hacer: tenía hambre y había perdido la paciencia. La única forma de parar aquel desastre era sentarlo en el carrito y darle de comer. Mientras yo le ajustaba el arnés, su madre abrió un plato de comida preparada, con tan mala suerte que el contenido salió proyectado en todas direcciones, cual botella de champán previamente agitada. La papilla de zanahoria manchó todo lo que encontró a su alcance, incluyendo a un desconocido que, al menos, se lo tomó con sentido del humor. Después de todo, la solución a todos estos imprevistos es bien sencilla: respirar hondo, cargarnos con una buena dosis de paciencia y convencernos de que lo mejor del viaje siempre está por llegar.

domingo, 2 de abril de 2017

Contacto humano

De buenas a primeras no nos caen bien, reconozcámoslo. Solemos tener una deformada imagen de nuestros vecinos franceses y ellos nos ven con los mismos maliciosos ojos. Además, los encuentros deportivos (como el amistoso de fútbol de esta semana) sacan siempre a relucir viejas rencillas: es la excusa perfecta para airear rivalidades que habitualmente escondemos de forma diplomática. Contra todo pronóstico, en los más de siete años que llevo viviendo en las Galias, he hecho buenas migas con muchos franceses. Son las excepciones que confirman la regla. Aunque si hay tantas, tal vez signifique que la regla no exista y los prejuicios sólo sean una imagen impuesta.

Mi primer contacto con ellos no pudo ser mejor. Tuve la suerte de ser acogido en una familia que me recibió con los brazos abiertos. La confianza fue mutua y no necesité mucho tiempo para desmontar los trillados tópicos que muestran a nuestros vecinos como fríos, cerrados, estirados o antipáticos. Inevitablemente aparecieron esos lugares comunes que todos conocemos y que ellos utilizaron para lanzarme pequeñas púas y divertirse con mi reacción. Era su manera de salpimentar la convivencia y prevenir una aburrida rutina. Aquellas confrontaciones eran lógicas: yo estaba conociendo una nueva cultura y el reflejo inicial fue compararla con la mía, con las referencias que, desde la más temprana edad, forman parte de mí. En el trabajo también pude contar con simpáticos compañeros que me permitieron enterrar los pocos prejuicios que aún me quedaban, aunque también les gustara jugar con ellos e incitar el enfrentamiento irónico.

En ese contexto aprendí una costumbre francesa que cambia la fría imagen que tenemos de nuestros vecinos: se dan dos besos o un apretón de manos cuando se saludan. Todos los días. Lo que más me costó asimilar de este hábito es que se repite cada día en el trabajo, aunque veamos regularmente a nuestros compañeros. De todas maneras, quienes peor llevan la adaptación a esta rutina son ellas. A los hombres nos basta con un apretón de manos entre nosotros, pero ellas tienen que besar a todos (y a todas). Al menos cuando falta confianza (en un primer encuentro, entre puestos de distinto rango o trabajadores de diferentes empresas) se recurre al apretón de manos. Una amiga española me contó lo extraño que le resultaba ver a su jefe acercándole la mejilla cada vez que la veía por primera vez en un día. Al principio no supo qué hacer, hasta que vio cómo se besaban sus compañeros y no le quedó más remedio que arrimar su cara. En mi caso, llegué a pensar que se trataba de una práctica puntual en pequeñas empresas donde los empleados forman una especie de familia. No deja de ser una actitud inesperada en el trabajo, donde las relaciones suelen ser más frías (y más tensas) que en el ámbito personal, como cada vez que el dinero se mete de por medio y los intereses económicos reemplazan a los humanos.

Este corriente gesto se llama la "bise" en francés y se traduce en dos besos (mua, mua), aunque en ciertas regiones se dan tres o cuatro cada vez. Así llegamos a situaciones un tanto incómodas, pues no sólo nos preguntamos cuántos besos hay que dar, sino por qué lado empezar (cuestión vital si queremos evitar indeseados encuentros de labios), si damos un verdadero beso o nos contentamos con un simple beso en el aire. Todo dependerá de la confianza que tengamos con la otra persona y hasta de la jerarquía social, como sucede en el trabajo. De hecho la "bise" también se utiliza para definir distintos grados de proximidad dentro de un grupo de amistades. Me refiero a los besos entre hombres, ya que ellas no tienen manera de hacer esa distinción. En España se dan entre hombres de una misma familia, pero en Francia los besos también atañen a amigos muy cercanos. Que me haya acostumbrado a este hábito no significa que no me sienta extraño al ver cómo algunos se besan y otros se dan la mano dentro de un grupo de amigos, materializando una innecesaria exclusión.


Al final yo también tengo amigos gabachos a los que les hago la "bise". Aunque me he adaptado a esta costumbre tan francesa, yo me quedo con el español abrazo de toda la vida. Si es un gesto difícil de ver entre galos (demasiado contacto físico para ellos), no le hacen ascos a una buena palmada en la espalda, de esas que nos devuelven la confianza en nosotros mismos cuando andamos bajos de moral. Nada mejor que sentir a alguien entre nuestros brazos para recordarnos que en esta vida lo más importante es el contacto humano.