Parecía que nunca iba a llegar el deseado momento de
romper con la rutina. Por mi parte, todavía tendré que esperar antes de
disfrutar de un merecido descanso, pues en Francia la semana santa no se
celebra y sólo tenemos un triste día festivo el lunes de Pascua. Así que me
conformaré con recordar, por cuarta vez en este blog, esas anécdotas que me han
sucedido antes, durante y después de un viaje en avión. Ésas que ahora tienen
su guasa, pero en su día supusieron un mal trago.
Volar en semana santa, como en cualquier otra fecha
señalada, siempre es un quebradero de cabeza y no me cansaré de insistir en
ello. No sólo por el abusivo precio de los billetes, sino por las
aglomeraciones que podemos encontrar (en el aeropuerto o en nuestro destino) y
por la alta probabilidad de que
cualquier colectivo descontento vea la oportunidad perfecta para reivindicar
sus derechos con una huelga. Los franceses, por ejemplo, están acostumbrados a
organizar “movimientos sociales” cuando pueden perjudicar a un mayor número de
personas. Durante estas fechas todo el mundo parece conspirar en contra del
viajero.
Si al final conseguimos librarnos de retrasos o
cancelaciones imprevisibles y llegamos al ansiado aeropuerto, nos enfrentaremos
a las cada vez más restrictivas medidas de seguridad. Una de las situaciones
más inverosímiles que he vivido bajo un arco detector de metales se produjo en
el primer viaje que realicé tras mi llegada a Francia. Volvía a mi casa por
Navidad y, abrumado por las novedades de mis primeros tres meses de estancia en
el extranjero, compré todo tipo de regalos a mi familia y amigos, incluyendo un
buen muestrario de quesos locales, entre otros comestibles. Para no superar el
peso máximo admitido en el equipaje, tuve que hacer uso de la imaginación y
llenar todos los bolsillos de que disponía mi abrigo. Cuando lo pasé por el
escáner de rayos X, me sorprendió que el agente que analizaba la pantalla frunciera
el ceño y me pidiera que le acompañara. Vamos a ver lo que tiene en su abrigo y
en su equipaje de mano, señor. Y, bajo mi impotente mirada, empezó a sacar uno
por uno los objetos que tanto me había costado hacer entrar en la maleta y en los
bolsillos. Entre ellos había tres quesos que sopesó con ambas manos cual
amenazantes bombas. Hundió sus dedos en cada uno y me dijo, con tono grave: el Camembert no puede volar, señor. Yo no
sabía si reír o llorar. El hombre me explicó que la textura del Camembert (que había empezado a fundirse
en el bolsillo interior de mi abrigo) se consideraba similar a la de un gel, que
no se puede llevar en un avión en cantidades superiores a cien mililitros. De
poco sirvió que yo insistiera diciéndole que el envoltorio estaba intacto antes
de que él lo rompiera con sus sucios dedos.
Con el paso del tiempo descubrí que viajar con niños
resulta más difícil que viajar con quesos. Aunque si el queso está destinado al
consumo de un bebé, sí que podrá volar esta vez. Sólo tendrá que pasar un
análisis más detallado en un escáner para líquidos, junto con las papillas o el
agua de los biberones. Al menos la seguridad internacional comprende que volar
con un bebé requiere de una organización más compleja que un atentado
terrorista y cualquier precaución es poca para evitar que un niño hambriento
llore desconsoladamente. Pero a pesar de todas las medidas tomadas, el temido
momento acabó llegando y mi hijo irrumpió a llorar en el aeropuerto. Tenía
apenas tres meses, el vuelo salía con retraso y llevábamos diez minutos
esperando a que abrieran la puerta de embarque, cuando aquel desgarrado llanto
perforó los tímpanos del pasaje. Todas las miradas se volvieron hacia nosotros:
las comprensivas de quienes han pasado por la misma situación, las entrañables
de quienes recuerdan con cariño un momento demasiado lejano en el tiempo y las
irritadas de quienes se preguntan por qué la gente sigue empeñándose en traer
nuevas vidas a este duro mundo. Cogí a mi hijo en brazos y lo paseé por la sala
de espera, pero no había nada que hacer: tenía hambre y había perdido la
paciencia. La única forma de parar aquel desastre era sentarlo en el carrito y
darle de comer. Mientras yo le ajustaba el arnés, su madre abrió un plato de
comida preparada, con tan mala suerte que el contenido salió proyectado en
todas direcciones, cual botella de champán previamente agitada. La papilla de
zanahoria manchó todo lo que encontró a su alcance, incluyendo a un desconocido
que, al menos, se lo tomó con sentido del humor. Después de todo, la solución a
todos estos imprevistos es bien sencilla: respirar hondo, cargarnos con una
buena dosis de paciencia y convencernos de que lo mejor del viaje siempre está
por llegar.
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