De
buenas a primeras no nos caen bien, reconozcámoslo. Solemos tener
una deformada imagen de nuestros vecinos franceses y ellos nos ven
con los mismos maliciosos ojos. Además, los encuentros deportivos
(como el amistoso de fútbol de esta semana) sacan siempre a relucir
viejas rencillas: es la excusa perfecta para airear rivalidades que
habitualmente escondemos de forma diplomática. Contra todo
pronóstico, en los más de siete años que llevo viviendo en las
Galias, he hecho buenas migas con muchos franceses. Son las
excepciones que confirman la regla. Aunque si hay tantas, tal vez
signifique que la regla no exista y los prejuicios sólo sean una
imagen impuesta.
Mi
primer contacto con ellos no pudo ser mejor. Tuve la suerte de ser
acogido en una familia que me recibió con los brazos abiertos. La
confianza fue mutua y no necesité mucho tiempo para desmontar los
trillados tópicos que muestran a nuestros vecinos como fríos,
cerrados, estirados o antipáticos. Inevitablemente aparecieron esos
lugares comunes que todos conocemos y que ellos utilizaron para
lanzarme pequeñas púas y divertirse con mi reacción. Era su manera
de salpimentar la convivencia y prevenir una aburrida rutina.
Aquellas confrontaciones eran lógicas: yo estaba conociendo una
nueva cultura y el reflejo inicial fue compararla con la mía, con
las referencias que, desde la más temprana edad, forman parte de mí.
En el trabajo también pude contar con simpáticos compañeros que me
permitieron enterrar los pocos prejuicios que aún me quedaban,
aunque también les gustara jugar con ellos e incitar el
enfrentamiento irónico.
En
ese contexto aprendí una costumbre francesa que cambia la fría
imagen que tenemos de nuestros vecinos: se dan dos besos o un apretón
de manos cuando se saludan. Todos los días. Lo que más me costó
asimilar de este hábito es que se repite cada día en el trabajo,
aunque veamos regularmente a nuestros compañeros. De todas maneras,
quienes peor llevan la adaptación a esta rutina son ellas. A los
hombres nos basta con un apretón de manos entre nosotros, pero ellas
tienen que besar a todos (y a todas). Al menos cuando falta confianza
(en un primer encuentro, entre puestos de distinto rango o
trabajadores de diferentes empresas) se recurre al apretón de manos.
Una amiga española me contó lo extraño que le resultaba ver a su
jefe acercándole la mejilla cada vez que la veía por primera vez en
un día. Al principio no supo qué hacer, hasta que vio cómo se
besaban sus compañeros y no le quedó más remedio que arrimar su
cara. En mi caso, llegué a pensar que se trataba de una práctica
puntual en pequeñas empresas donde los empleados forman una especie
de familia. No deja de ser una actitud inesperada en el trabajo,
donde las relaciones suelen ser más frías (y más tensas) que en el
ámbito personal, como cada vez que el dinero se mete de por medio y
los intereses económicos reemplazan a los humanos.
Este
corriente gesto se llama la "bise" en francés y se
traduce en dos besos (mua, mua), aunque en ciertas regiones se dan
tres o cuatro cada vez. Así llegamos a situaciones un tanto
incómodas, pues no sólo nos preguntamos cuántos besos hay que dar,
sino por qué lado empezar (cuestión vital si queremos evitar
indeseados encuentros de labios), si damos un verdadero beso o nos
contentamos con un simple beso en el aire. Todo dependerá de la
confianza que tengamos con la otra persona y hasta de la jerarquía
social, como sucede en el trabajo. De hecho la "bise"
también se utiliza para definir distintos grados de proximidad
dentro de un grupo de amistades. Me refiero a los besos entre
hombres, ya que ellas no tienen manera de hacer esa distinción. En
España se dan entre hombres de una misma familia, pero en Francia
los besos también atañen a amigos muy cercanos. Que me haya
acostumbrado a este hábito no significa que no me sienta extraño al
ver cómo algunos se besan y otros se dan la mano dentro de un grupo
de amigos, materializando una innecesaria exclusión.
Al
final yo también tengo amigos gabachos a los que les hago la "bise".
Aunque me he adaptado a esta costumbre tan francesa, yo me quedo con
el español abrazo de toda la vida. Si es un gesto difícil de ver
entre galos (demasiado contacto físico para ellos), no le hacen
ascos a una buena palmada en la espalda, de esas que nos devuelven la
confianza en nosotros mismos cuando andamos bajos de moral. Nada
mejor que sentir a alguien entre nuestros brazos para recordarnos que
en esta vida lo más importante es el contacto humano.
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