jueves, 31 de diciembre de 2020

Cuando no se vuelve a casa por Navidad

 Muchas veces nada sucede como habíamos planeado y queremos forzar la situación para satisfacer ese deseo que, en nuestro interior, reclama un protagonismo perdido. Entonces nos preguntamos si realmente tiene sentido ese esfuerzo, si esa imposición es justificada o si procede de un niño al que le cuesta frenar la inercia de sus propios caprichos y aceptar la realidad.

 

Dadas las circunstancias, este año no he podido saciar el común anhelo de volver a casa por Navidad, como tampoco han hecho miles de expatriados que viven lejos de sus familias de origen. No es la primera vez que no vuelvo, pues quienes tenemos la oportunidad de crear una familia añadimos otras casas a las que volver. Sin embargo, sí es la primera vez que no vuelvo a ninguna casa y me quedo donde estoy, en ese hogar que he creado tras once años de vida en el extranjero.

 

Desde que resido lejos de mi país, mi vida ha seguido el ritmo dictado por esos regresos a la casilla de salida. Al principio la frecuencia se fijó de forma natural en tres meses, siguiendo esa inercia que se imprime en nosotros desde niños, cuando las vacaciones condicionan nuestra forma de percibir el tiempo. Y aunque esas limitaciones ya no existían, me seguí sirviendo de ellas, pues Navidad y Semana Santa, a pesar de haber perdido el sentido religioso que tuvieron para mí en un principio, seguían siendo las épocas perfectas para reencontrar a familia y amigos, para revivir esas celebraciones tan presentes en mi recuerdo.

 

Eso me permitió descomponer el tiempo en fragmentos soportables, capaces de mantener la nostalgia a raya. Siempre había una meta, un objetivo que movía todo lo demás: revivir esas sensaciones que nos llenan de energía, esa fuerza de voluntad que nos impulsa a seguir adelante y a levantarnos de la cama cada mañana. Las ganas de que llegara el viaje me hacían contar las semanas que lo precedían y programar cuanto haría en cada momento de esas esperadas vacaciones. Como si del final de una etapa se tratara, me afanaba en atar cabos, en acabar lo que había empezado o en acelerar lo que duraba demasiado. Tras haber estado en mi tierra y apaciguado el viento interno, la agitación dejaba paso a un tiempo de calma que aprovechaba para programar el próximo viaje y comprar los nuevos billetes de avión. Y entre ambos periodos, la vida pasaba más rápida que nunca.

 

Pero no tardé en descubrir que no tenía tantas vacaciones como deseaba y los periodos de tres meses se alargaron a seis, e incluso más, hasta llegar a un viaje de regreso al año cuando las obligaciones (tanto profesionales como económicas) no dejaban otra salida. Digamos que dejé de hacer pie para nadar durante cada vez más tiempo por mis propios medios.

 

Y en este hogar que hemos creado lejos de nuestras respectivas familias, sentimos que el tiempo pasa de otra manera, que los meses se convierten en semanas, como si todo se acelerara o cada instante adquiriera más densidad que el anterior. Eso no quiere decir que no siga fantaseando con esos momentos de regreso, que al ser más escasos son más esperados. Con esas llegadas al aeropuerto cargadas de una emoción sincera, con sus abrazos interminables, con sus besos incontables y con sus lágrimas incontenibles.

 

Así que este artículo va dedicado a un colectivo del que ya apenas se habla en los medios. A todos esos migrantes que viven lejos de sus familias y a quienes estos tiempos de incertidumbre les han dejado fuera de juego. A quienes, acostumbrados a reservar con antelación cada billete de vuelta (porque cada euro ahorrado ahora supone viajar más mañana) no han podido lidiar con las cambiantes restricciones que la pandemia impone. A quienes no pueden fijar en el calendario la próxima vez que verán a sus seres queridos. A todos ellos, a todos nosotros, feliz año nuevo. Que el 2021 nos traiga más viajes y la seguridad de que, tarde o temprano, volveremos a reencontrarnos.

domingo, 29 de noviembre de 2020

La paella deslocalizada

 Algo no encaja, sabemos qué es, pero no queremos reconocerlo. Hacemos la vista gorda porque, por algún motivo, nos conviene: hay algo que nos gusta y no estamos dispuestos a renunciar a ello. Si ese pequeño engaño toma la forma de una buena paella, nos dan igual los argumentos a rebatir, porque cualquier excusa es buena para reencontrar esas sensaciones que nunca deben ser olvidadas.

 

Cuando, una vez en Francia, pasó el tiempo suficiente como para añorar mi tierra y sus sabores, me lancé a cocinar mi primer arroz. Reconozco que empecé cocinando cosas más sencillas, como la clásica tortilla de patatas, que perfeccioné en mi época de estudiante y tanto apreciaron mis amigos franceses, o el tradicional zarangollo murciano. Podía haber aprovechado para hacer mis pinitos en la cocina francesa, que cada día conocía más, pero mi primer reflejo, el más natural, fue recuperar esos sabores que ya echaba de menos. No soy de los que no pueden vivir sin jamón serrano, pero sí de los que asocian un sabor a un determinado recuerdo del pasado y no quieren que se pierda en el olvido.

 

Digamos que eché mano del recetario de mi vida, sirviéndome de internet, pero también de unas pequeñas hojas en donde apuntaba sugerencias de familiares y amigos, que me fueron tan útiles en mis tiempos de estudiante. Entre esos papeles encontré los pasos para preparar un buen arroz, dictados por mi madre, que siempre hacía todo “a ojo”. Difícil tarea tenía por delante si quería reencontrar esos sabores que, una vez por semana, educaron el paladar de mi infancia y hacer perdurar ese saber local, transmitido de forma oral, que tiende a desaparecer.

 

Además, no pude evitar que las primeras dificultades fueran técnicas: el arroz cocinado con una básica placa eléctrica no era comparable al obtenido con un buen quemador de gas. Huelga decir que el resultado no estaba a la altura de lo esperado, con demasiados granos duros y sin sabor alguno. Me hicieron falta unos cuantos intentos antes de poder hacer una paella comestible y que, en todo caso, no tenía nada que ver con la que hacía mi madre. Cometí muchos errores, de ésos que solo se pueden evitar repitiendo el proceso una y otra vez. Incluso si a mis amigos les gustaba el resultado, o al menos eso decían, yo sabía que no se podía comparar con un buen arroz a banda alicantino ni con un sabroso caldero del Mar Menor. A veces me preguntaba por qué me complicaba tanto la vida, pues mi nivel de frustración aumentaba con cada intento fallido. Había algo superior a mí que me empujaba, una extraña sensación que solo podía calmar de una manera. Quienes vivimos en el extranjero nos sentimos muchas veces como pez fuera del agua y yo buscaba una rápida vía de escape, algo que me devolviera el equilibrio necesario para afrontar la lucha diaria, sin tener que coger un avión y recorrer cientos de kilómetros.

 

También estaban los problemas con los ingredientes, más éticos que otra cosa, sobre todo cuando vi que las gambas que encontraba en Francia procedían del Pacifico, de Madagascar o de Ecuador… Algo inconcebible para mí, acostumbrado a los frescos pescados de las costas murcianas y alicantinas. Acabé asumiendo que ahora vivo lejos del mar y el Mediterráneo francés no exporta gambas tan buenas como las de Santa Pola. Además, los pimientos, los limones y las especias venían de mi querida huerta murciana y no me quedó más remedio que aceptar que los ingredientes de mi deslocalizada paella recorrieran más kilómetros de los deseados. Así que, cada semana, cuando los encuentro en el mercado, hago la vista gorda y recuerdo que siempre hay un precio que pagar, nos guste o no, si queremos alcanzar nuestros objetivos. Ahora incluso hay plataformas, como Gastronomic Spain, especializadas en acercar a quienes vivimos lejos de nuestra tierra productos que no podríamos encontrar de otra manera.

 

Al final, gracias a un quemador de gas que instalé en la terraza de mi piso, a una equilibrada mezcla de ingredientes y a la experiencia que dan diez años de intentos, he llegado a cocinar algo que merece ser llamado arroz. Que sigue sin parecerse al que comía en mi infancia, pero que me sirve para reconciliarme con el mundo cuando pierdo la esperanza.

domingo, 18 de octubre de 2020

No lo dudes, hazlo

 Decir que el tiempo pasa rápido es una obviedad, un contrasentido o las dos cosas a la vez. La noción de tiempo es una construcción artificial, cuya percepción cambia en función de la manera en que la midamos y nos lleva a preguntarnos si realmente existe. Si el tiempo fuera como un río que poder remontar navegando a contracorriente, me gustaría retroceder once años y entregarme una carta a mí mismo, o más bien, a quien todavía duda en coger un avión que le llevará a Dijon y cambiará el resto de su vida.

 

No lo dudes, hazlo. Porque no tardarás en acostumbrarte a la sensación de vértigo que ahora te revuelve el estómago, mientras piensas que no estás preparado para un cambio tan radical. Ten en cuenta que al primer paso siempre le seguirá el siguiente, que las puertas se te abrirán una tras otra y que vas a provocar una larga cadena de acontecimientos con maravillosas consecuencias. Lo más importante es que sepas adaptarte a cada momento. Para conseguirlo, solo necesitas confiar en que lo mejor siempre está por llegar.

 

No te entristezcas por lo que dejas atrás. Piensa que, como todo en esta vida, forma parte de un ciclo de aprendizaje. Que lo ya vivido, si sabes atesorarlo bien, te acompañará durante el resto de tu existencia. Si no valoras esa experiencia como debes y no dejas el espacio suficiente para que lo inesperado se pueda instalar, no podrás evolucionar. Tal vez la mayor inteligencia a la que podamos aspirar sea saber adaptarnos al cambio, pues éste es la única constante en nuestras vidas. Y el viaje sin billete de vuelta que estás a punto de iniciar es la mejor prueba de ello.

 

No lo dudes, hazlo. Porque gozas de un estado físico y mental que no volverás a tener. Tu energía es desbordante, aunque no te lo parezca: sírvete de ella para llegar más lejos que nunca antes. Acabas de terminar una carrera universitaria, el telón de la vida se abre ante ti y todo es posible, aunque no lo sepas o no quieras convencerte. Sé consciente de ello. No te preocupes si te digo que esa energía irá disminuyendo progresivamente, sin que te des cuenta, así que aprovéchala mientras circule con fuerza por tus venas. Y no te subestimes.

 

No lo dudes, hazlo. Porque tu familia y amigos seguirán estando ahí, a pesar de la distancia, y te recibirán con los brazos abiertos cada vez que vuelvas por vacaciones. No tengas miedo de perderles. No te voy a mentir diciéndote que las relaciones no se enfriarán, pero te puedo confirmar que la euforia es mayor cuando los encuentros escasean y se esperan con impaciencia. Que sentirás que el tiempo se detiene cada vez que les vuelvas a abrazar. Que la tecnología hará la distancia más llevadera, pues multiplicará las formas de comunicación y nos hará sentir más conectados que nunca.

 

No te hundas cuando llegues y te encuentres solo, en un lugar desconocido, pensando en quienes ya no están a tu lado. Esos momentos de soledad pasarán tan rápido, que no tardarás en olvidarlos. Déjate sorprender por la amabilidad de quienes encontrarás en tu camino y te cogerán de la mano para ayudarte, mostrándote lo que aún ignoras.

 

No lo dudes, hazlo. Porque es lo más importante, y estimulante, que te puede suceder en estos momentos. El punto de inflexión al que ahora te enfrentas, tenía que llegar, tarde o temprano. Así que debes conservar una mente abierta y estar preparado para todo. Sé que tienes miedo a que todas tus certezas desaparezcan, pero solo serán sustituidas por otras que, a su vez, se verán renovadas cuando llegue su hora. Porque todo acaba cambiando y cuanto antes lo asumas, mejor te adaptarás.

 

No lo dudes, hazlo. Porque todo es posible y, aunque suene a trillada frase de ánimo, solo necesitas un poco de confianza en ti y en el futuro para conseguir todo lo que te propongas. Te lo digo porque no son simples palabras vacías, porque sé por lo que vas a pasar y te aseguro que es lo mejor que te puede suceder en la vida.

domingo, 27 de septiembre de 2020

Con mascarillas y a lo loco

 Muchos necesitamos leer, escribir y viajar tanto como beber, comer y respirar. Son reflejos que no podemos controlar: simplemente están ahí y dependemos de ellos para sobrevivir. Por eso, por muchos obstáculos que aparezcan, seguiré cogiendo un avión (o lo que se tercie) cada vez que pueda. Y por eso dedico mi octava página de anécdotas viajeras a las dificultades que debemos afrontar si queremos movernos en estos tiempos de pandemia.

 

Acababan de reabrir las fronteras cuando, a principios de julio, cogí a mi hijo de la mano para que no olvidara de dónde viene su padre y, de rebote, él mismo. Confieso que algo de recelo experimenté al llegar al aeropuerto de Lyon: el recuerdo del confinamiento seguía presente y no sabía muy bien cómo volveríamos a viajar en esta rara época. Para mi sorpresa, exceptuando el uso de la mascarilla, el respeto de las normas sanitarias brillaba por su ausencia. En el fondo tampoco me sorprendía tanto, pues ya sabía cómo había sido la «desescalada» en Francia, mucho más brutal que en España, pues desde la reapertura de los restaurantes, todo volvió a ser más o menos como antes. En ninguna fila de espera se veía la famosa «distancia social». Y si nosotros la respetábamos, no tardábamos en sentir la presencia de la siguiente persona en la espalda... Igual daba que estuviéramos en el mostrador de facturación, en el control de seguridad o en la puerta de embarque. Por eso me sorprendió que, en este último lugar, alguien del aeropuerto gritara «antes de entrar en el avión, hay que respetar la distancia de seguridad». A mí me dio la risa floja, pues no entendía de qué podía servir entonces, justo antes de encerrarnos como sardinas en lata.

 

Ya en el avión, una vez pasado el control de temperatura y obviado la distancia, el embarque fue más fácil que de costumbre, al no llevar equipaje de mano, cuya facturación fue obligatoria (y gratuita). Lo difícil vino al aterrizar, cuando las azafatas recogieron los formularios de rigor (a los que ya dediqué mi anterior artículo) para devolverlos unos minutos más tarde, entre la confusión generalizada, porque cada pasajero debía presentar el suyo en el control sanitario del aeropuerto. Por aquel entonces el papelito ya había pasado por demasiadas manos, no había gel hidroalcohólico que lo desinfectara y el avión parecía el camarote de los hermanos Marx. No sé si el acento que tenía la azafata cuando hablaba francés influyó en algo, pero nadie entendió que el desembarco sería progresivo y los pasajeros debían permanecer sentados hasta que se les llamara, fila por fila, como si fuera la vuelta al cole. En cuanto el avión se paró, todos se levantaron a la vez: las prisas por salir ganaron a la aprensión por el virus. Y luego nos preguntamos por qué en esta segunda oleada los contagios suben como la espuma...

 

Tal vez influya que la «distancia de seguridad» cambie en cada país: un metro, uno y medio o dos. Si bien el virus es el mismo, la forma de enfrentarse a él cambia dependiendo de dónde nos encontremos. Además, las reglas varían de una semana a otra, lo cual aporta una sensación de descontrol que resta credibilidad. Y como este verano tuve la oportunidad, además, de ir a Grecia, también pude ver cómo se las gastan por allí. Para empezar, antes de viajar hay que rellenar un formulario por internet, a cambio del cual recibimos un código QR que mostrar a la policía en el aeropuerto, lo que me parece más apropiado que el papelito que va de mano en mano. Y no hay que tomárselo a guasa, pues la presencia policial hace que cualquier olvido cueste caro, como comprobamos cuando vimos que una pareja fue obligada a volver a Lyon porque no disponía del dichoso código. Después, en función de los países en donde hayamos estado antes, hacen el test de rigor, que nos exime de toda cuarentena si el resultado es negativo, tras recibirlo veinticuatro horas después.

 

Tras la animada llegada, pasamos las vacaciones sin contratiempos, hasta que, un día antes de volver, toco la frente de mi hijo... ¡Treinta y nueve grados! Todas las alarmas coronavíricas se dispararon en mi cabeza, seguro de perder el vuelo y permanecer atrapados en un país extranjero. Menos mal que, tras una noche difícil, la fiebre desapareció y todo quedó en un susto, en una simple insolación. Demasiadas visitas de ruinas bajo el sol... Así que al final pudimos volver a casa con las ganas de viajar intactas, con las pilas cargadas para seguir afrontando todo lo que estos extraños tiempos nos sigan deparando.

domingo, 30 de agosto de 2020

Una cuestión de honor

Todo en esta vida se puede reducir a un trozo de papel firmado. Es un acto de síntesis tan potente, que parece irreal. Tan fácil de usar, que nos lleva a abusar de esa capacidad de transformar la complejidad del mundo en insolentes cuartillas garabateadas.

Cuando somos pequeños nos inculcan la importancia de escribir la carta a los Reyes Magos, o de estudiar durante años para obtener un diploma. Después conseguimos un trabajo regulado por un contrato firmado. Ingresamos el dinero ganado en un banco, donde nos sepultan bajo montañas de formularios, sobre todo si queremos, y podemos, comprar una casa. Cuando no queda más remedio que alquilar, el casero nos ofrece otro tipo de contrato. Si nos casamos, pasamos por el ayuntamiento a rellenar otro papel y nos precipitamos a inscribir a nuestros hijos en el libro de familia y en el registro civil. Si el amor se acaba, los papeles del divorcio nos permiten pasar página. Y cuando llega el final, gracias al seguro de vida afrontamos los gastos del funeral y garantizamos que el último papel, el certificado de defunción, quedará sellado como debe.

Siempre me ha dado risa firmar esos documentos, pues los veo como simples trozos de papel, que en nada se pueden comparar con una situación real. Porque cuando todo va bien y creemos que la vida puede ser maravillosa, nuestra propia fuerza de voluntad nos basta para superar cualquier obstáculo. Pero cuando las cosas se tuercen, tal vez ese trozo de papel es lo único que nos queda, un fiable testigo que sobrevive al olvido y nos recuerda, para bien o para mal, lo que un día dijimos, lo que un día aceptamos o lo que un día nos prometieron. Un antídoto contra la mala memoria del que, a veces, nos gustaría prescindir. Asociamos, en definitiva, cada etapa de la vida con un papel determinado, cuya firma nos obliga a cumplir las condiciones necesarias para cruzar un umbral predefinido. Si el escenario vital cambia, el papeleo evoluciona con él.

Y ahora que el coronavirus ha venido para quedarse, la nueva normalidad nos ha traído todo tipo de nuevos certificados. Así que este verano, en el habitual viaje de vuelta a casa por vacaciones, me tuve que enfrentar al previsible formulario de rigor. Había que indicar el asiento ocupado en el avión, el motivo del viaje, los países visitados en los últimos catorce días, si tenemos algún síntoma o si hemos estado en contacto con algún contagiado de COVID-19. Una pequeña firma para declarar que todas las informaciones son ciertas y listo.

Al final todo se reduce a eso, me dije, a una simple declaración de honor, como si fuera garantía de algo. Porque siempre hay personas más “honorables” que otras. Y si alguien descubre que ciertos honores están por los suelos, aparecen las malas memorias (no sé por qué me viene a la cabeza el “no lo recuerdo” de Iñaki Urdangarín). De todos modos, reconozcamos que nadie en su sano juicio, una vez subido en un avión, declararía que tiene síntomas compatibles con coronavirus, aunque tuviera que beber un botellín de agua cada cinco minutos para disimular la tos y lo más honorable hubiera sido no ir a ningún sitio. Pues el generalizado miedo al virus nos hace sentir culpables cada vez que estornudamos de forma involuntaria y provocamos una onda expansiva de miradas acusadoras, que nos tratan cual criminal recién escapado de la cárcel. 

Pero volvamos al avión, a ese momento en que la azafata distribuye los formularios y mi compañero de asiento, de unos cincuenta años de edad, le dice que no sabe escribir. La azafata se acercó, hizo como quien no había escuchado bien, le dijo lo que tenía que escribir y siguió su camino. Como era de esperar, me tocó rellenar su papel. El hombre me acercó su DNI para completar sus datos personales y entonces lo comprendí todo, pues al ser de origen marroquí sabía escribir en árabe, pero no en español. Cuando llegué al final de la hoja, me disponía a indicar de forma automática que no tenía ningún síntoma, pero preferí preguntarle antes. Al fin y al cabo, era su honor el que estaba en juego. “No, claro que no”, me dijo. Y le devolví la hoja para que, al menos, garabateara una firma, confiando ciegamente en el honor de aquel desconocido y esperando que, por el bien de mi familia, ese simple trozo de papel, como tantos otros, no tuviera que servir nunca para nada.  

domingo, 28 de junio de 2020

La historia de Carlos, con C de Chile

Los encuentros fortuitos nos recuerdan que todo sucede por una razón. Que los caprichos del destino no son tales y que toda persona que se cruza en nuestro camino tiene algo que aportarnos. Y mi encuentro con Carlos no hizo sino reafirmar una teoría que hace tiempo convertí en uno de mis más arraigados principios.

Él es un cerrajero de mi barrio, aunque hace un poco de todo. Acudí a él para inscribir la palabra “pulpo” en la placa de mi buzón, por raro que pueda parecer (tal vez algún día cuente por qué, pero esa es otra historia). Si bien empezamos a hablar en francés, cuando leyó “pulpo” cambiamos de idioma. Esto es español, me dijo. Y entonces, como si un telón se hubiera levantado, lo vi todo claro (una bandera de Chile pegada a la pared, un mapa del país y unos dibujos de indios que completaban el decorado), reconocí su acento y empezamos una larga conversación. Desde que vivo en Francia busco historias de emigrantes, cuyos protagonistas, al igual que yo, reemplazaron certezas por incertidumbres y comparten una corazonada: lo mejor siempre está por llegar. Simpatizo con esas personas que me encuentro por la calle, en el súper, en el colegio de mi hijo o en el parque, y me identifico con ellas, porque todos pasamos por ese punto de inflexión que lo hizo cambiar todo. Y porque cuando llegan esos momentos en que la lucha diaria nos pilla con menos armas que de costumbre, reconforta encontrar una mano amiga. 

Cuando me encontré con Carlos, había empezado en Chile el llamado “estallido social”, que acabó llevando la cumbre del clima a Madrid. Él me habló del origen de todo aquello, de las protestas que, cuatro décadas antes, se alzaron contra el gobierno de Pinochet. A él le tocó vivir esa difícil época en que la dictadura impuso un duro servicio militar, al que se vio abocado su hermano mayor, que nunca había pegado a nadie. Pero aquella mili era una trampa: un largo periodo en que la dictadura se servía de la población civil como estimaba oportuno. Su familia nunca volvió a verle y se convirtió en uno de esos desaparecidos que no aparecen nunca. 

Carlos no quiso esperar a jugar la misma ruleta rusa, así que decidió desaparecer por su cuenta y riesgo. Llegó a Brasil con los bolsillos vacíos y una mochila al hombro. Consiguió un trabajo humilde y empezó a ganarse la vida, hasta que descubrió que aquella nueva vida no era lo que esperaba. No omite detalle alguno cuando describe esas terribles mañanas en que un autobús le llevaba al trabajo y, en medio del largo trayecto, un grupo de hombres subía para elegir a alguien al azar y, a punta de pistola, pedirle todo el dinero que tuviera. Y si no tenía nada, le obligaban a bajar del autobús. Recuerda perfectamente el ruido del disparo, el reguero de sangre y la indiferencia de sus compañeros de asiento. Por poco que ganara con aquel trabajo, siempre procuraba llevar algo de dinero encima, sin saber si sería suficiente para salvar su vida. Cada día se repetía la misma rutina, la misma incertidumbre de no saber si sería el último, el mismo miedo por estar en el lugar y en el momento equivocados. La inseguridad de Brasil y la certeza de que su vida no tenía valor allí, le recordaron que no había abandonado su país para jugar cada día a una nueva ruleta rusa.

Un amigo suyo conocía a alguien en Francia y le propuso cruzar el Atlántico con él. Carlos no se lo pensó dos veces y aceptó. Al otro lado del charco recordó lo que significaba ser respetado. Aunque empezó con un humilde trabajo en el campo, se sentía seguro. Fue cambiando de ciudad y de ocupación, hasta acabar inmerso en una confortable rutina. Ya no volvió a Chile. Algunas cosas han cambiado, pero, en el fondo, todo sigue igual, me dice. Y ahora que se acerca su jubilación, quiere pasarla en España. Como no le gusta el calor del sur, quiere comprar una casa en Galicia, algo que pueda dejarle a su hijo cuando él ya no esté. 

Le pregunto si quiere regresar a Chile y sacude la cabeza. La única vez que volvió fue para ver a su padre en el lecho de muerte. Aunque quisiera volver, no podría permitírselo: todo está tan caro allí, que la pensión no le bastaría. Y ése fue precisamente el origen de las grandes desigualdades del país y de las protestas que acabaron con la promesa de una nueva y más justa constitución. Tal vez las cosas cambien algún día y Carlos se entere en la mesa de un bar, tomando un buen pulpo a la gallega, levantando una copa de Albariño y brindando por quienes ya no tengan que elegir entre exiliarse o quedarse para protestar y reivindicar un futuro mejor.  

domingo, 26 de abril de 2020

Largo domingo de confinamiento

Acabamos aceptando las contradicciones como única forma de explicar la realidad. Admitiendo que la lógica es incapaz de dar coherencia al mundo. Rindiéndonos ante la paradoja como única certeza para justificar lo que escapa a la razón. Para explicar que nunca hayamos estado tan aislados y, a la vez, tan conectados. Esta crisis nos ha enseñado a normalizar lo que, hasta hace muy poco, habría sido impensable.

Nuestra situación es una gran metáfora de la sociedad contemporánea, cuyos dispositivos electrónicos y formas de comunicación convierten al contacto físico en algo prescindible. Como si el mundo le hubiera dado la razón, de un día para otro nos hemos visto encerrados en ese entorno individualizado. Y cuando el aislamiento nos fue impuesto, la tecnología se convirtió, para la mayoría, en la única forma de soportarlo. Nos separamos tanto, que la distancia parece ahora insalvable. Me pregunto si volveremos a ser como antes. Si, tras haber comprobado que casi todas nuestras necesidades pueden ser saciadas a distancia, volveremos a tolerar el contacto físico. Si el hecho de pisar la calle tendrá el mismo valor que antes o si, a pesar de poder reencontramos, seguiremos tan aislados como ahora, que rehuimos a quien se nos acerca. Imaginemos que esta pandemia nos hubiera pillado hace treinta años: sin teléfonos móviles, ordenadores, internet, ni la posibilidad de trabajar desde casa; con un teléfono fijo que se habría colapsado y cinco canales en la televisión. 

Así que no tenemos tantas razones para quejarnos como creemos. Al fin y al cabo, quedarse en casa no es tan terrible como parece. Aun cuando lo más duro vendrá después, una vez que el tsunami económico nos ahogue, estoy harto del discurso pesimista difundido en los medios y quiero romper una lanza a favor del optimismo, de las oportunidades que ahora se nos abren. Personalmente, tengo la suerte de poder trabajar a distancia. Aunque con mi hijo al lado resulta difícil y debo controlar que haga lo que le mandan desde el colegio, también puedo disfrutar más de él. Para evitar la monotonía, cada semana me impongo un desafío que superar: tanto profesional como personal. El fin de semana hago balance, renuevo retos o propongo otras metas. Y el domingo, tras superar la inercia de la semana, dejo que surja lo inesperado. 

Antes había más posibilidades, pero ahora pesa el lado malo de vivir en el extranjero. Las vídeo-llamadas no son nuevas para nosotros. Lo que cambia es la posibilidad de coger un avión para aparecer tras unas horas en el lugar que nos vio nacer. En lo que a mí respecta, esta crisis me ha impedido vivir las fiestas de mi querida Murcia y pisar una tierra que no veo desde hace seis meses. Si bien la experiencia me ha enseñado a no depender de estos efímeros viajes de retorno y a no contar los días que los preceden, siempre duele cuando los planes se cancelan. No conviene perder el tiempo pensando en lo que pudo ser y no fue, pero me entristece no saber cuándo será. Porque, con el proteccionismo que se avecina y el regreso de las fronteras, parece difícil volver a movernos libremente. Porque el domingo es cuando más cuesta ocupar el tiempo, cuando más pensamos en los encuentros con familia y amigos, en los aviones perdidos, en las vacaciones que no llegan y en los abrazos que no damos. Porque ya no somos dueños de nuestras vidas, sino esclavos de la salud, que podemos perder en cualquier momento, y del dinero, que perderemos con la crisis.

Por eso, para animarme, me quedo con el confinamiento de Caleb, Margaux y Léon, una familia que, en el puerto de Paimpol, en Bretaña, vive en un pequeño velero. Sueñan con la visión del horizonte, con el sonido del casco deslizándose sobre el agua, con las sacudidas de las olas, con el viento hinchando las velas y silbando en la jarcia, con atardeceres mágicos y con noches estrelladas. Extienden el brazo y hunden su mano en esa misma agua que no tardará en sacarles de su encierro. Sueñan que son libres y yo sueño con ellos.

domingo, 29 de marzo de 2020

Ya estamos muertos

A veces la realidad supera a la ficción. Y cuando lo hace, el resultado es tan abrumador que nos sentimos desbordados por algo que se nos antojaba inimaginable. Nosotros, que nos creíamos tan inteligentes, fuimos incapaces de adelantar un improbable desenlace y nos encontramos perdidos, sin poder organizar el contraataque necesario para acabar con el enemigo, vencidos por un invisible virus.

Todo ha sucedido tan rápido, que cuando empezamos a reflexionar ya era demasiado tarde. No se dio al fenómeno la importancia que necesitaba, ni se hizo nada para evitar la situación actual, a pesar de haber constatado el primer brote en China hace más de tres meses, a pesar de haber visto las medidas aplicadas allí y a pesar de haber comprobado cómo el dantesco contexto se reproducía de igual manera en Italia. Si resulta difícil entender por qué no se ha actuado antes, debemos acudir al significado de la palabra “confinamiento”, tan alejada de nuestra forma de ser, que nunca antes habíamos utilizado tanto y cuya pronunciación daba miedo. Nos parecía inconcebible ver a aquellas personas aisladas en Wuhan, gritándose palabras de ánimo desde las terrazas, intentando hacer más llevadero un encierro propio de la más claustrofóbica película. La enfermedad nos recordó cuán frágiles somos y no quisimos admitirlo. Creamos objetos cada vez más perfectos, capaces de suplir nuestras limitaciones, pero un simple y minúsculo virus puede acabar con nosotros.

Desde Francia he seguido religiosamente las noticias de cuanto sucedía en España, comparando la evolución del fenómeno, las reacciones y formas de enfrentarse al desastre. Si bien el brote empezó casi al mismo tiempo, la progresión en nuestro país fue fulgurante y el número de contagios no tardó en doblar el de Francia. Y si las contundentes medidas llegaron tarde a España, por increíble que parezca, las autoridades se despertaron aún más tarde en Francia. Mientras los españoles estaban confinados en sus casas, los franceses iban, forzados, a votar en las elecciones municipales. Pero esa tensa situación de fingida normalidad cayó por su propio peso apenas un día después, cuando se ordenó el confinamiento y la “guerra” contra el virus dejó de ser un secreto a voces para convertirse en una triste realidad. Ahora ya ni siquiera enciendo la televisión. El coronavirus ha acaparado tanto los telediarios, que la angustia transmitida por una información sensacionalista empeora aún más la situación. Ya ni siquiera hay titulares y solo queda una sucesión de noticias alarmantes. Como si no sucediera nada más en el mundo, que parece haber dejado de girar. Ahora, más que nunca, necesitamos otras noticias que nos saquen de esta triste espiral que nos atrapa y de la que cada vez nos cuesta más salir. 

Tal vez una de las cosas más difíciles de soportar sea la violenta irrupción de la incertidumbre. Pasamos nuestra existencia ignorando que todo cambia, aferrándonos a cuanto nos proporciona una falsa sensación de estabilidad (un trabajo, una pareja, una familia, unas distracciones que nos vacíen de inquietudes), hasta que la realidad acaba imponiéndose. Por eso cuesta tanto aceptarla y la incapacidad de controlar la situación nos produce ansiedad y tristeza. No queda más remedio que redefinir nuestra rutina y aprender a adaptarnos a cada día, como debimos hacer antes de que todo cambiara. Vivimos en un periodo de reflexión que nos muestra lo que podíamos haber sido si nuestra vida no hubiera seguido los dictados de esta frenética sociedad. 

Salgo a una calle vacía y las sirenas de las ambulancias resuenan con más fuerza que nunca sobre un silencio sepulcral. Paseo por el paisaje post-apocalíptico donde nos ha tocado vivir y pienso que ya estamos muertos. El virus ya nos ha matado. O al menos lo que éramos antes de que todo cambiara. Ya nada volverá a ser como antes. Se acerca el momento de renacer y empezar una nueva vida. Cada día que pasa es un día menos para demostrar que estamos preparados para el verdadero cambio.

sábado, 29 de febrero de 2020

Igualdad vetada

A estas alturas de la película, tras constatar lo logrado en tantos ámbitos, resulta extraño que no haya unanimidad a la hora de defender ciertos valores básicos. Como si, por unas razones u otras, interesase que sigan siendo considerados como antaño. La igualdad de género forma parte de esos principios que han sufrido demasiado. La gota que colmó el vaso ya hizo que desbordara hace tiempo y ahora toca ver cómo podemos lograr un equilibro que, por desgracia, nunca existió. 

La tarea no es fácil y todos somos conscientes de ello. Hace unos años que se abrió la caja de Pandora y ya no hay vuelta atrás: tenemos que crear unas nuevas reglas del juego en las que nos reconozcamos todos. Y sin dejar de lado el sentido común, porque si la balanza se ha inclinado hasta ahora del lado masculino, corremos el riesgo de olvidar el necesario equilibrio e inclinarla del lado femenino, volviendo a repetir las mismas injusticias, abandonados a una venganza orquestada durante milenios. Si bien acabó la era de las mujeres lastradas por las ocupaciones del hogar, antes de que la intransigencia cambie de bando de forma descontrolada, los hombres debemos asumir nuestra parte del trabajo doméstico, no como una ayuda, sino como un reparto equitativo de tareas que debió hacerse mucho antes. Lejos de ser así, la igualdad, que debería ser universal, recibe distinta atención dependiendo del lugar en donde nos encontremos, como he podido comprobar de primera mano. 

Tengo la costumbre de ver el telediario de Televisión Española por las noches, siempre que tengo tiempo y ganas, hasta que ciertas noticias me obligan a cambiar de cadena y no querer saber nada de mi país. Es una de las ventajas de vivir en el extranjero: cuando el panorama da demasiada vergüenza ajena, siempre podemos cortar los lazos durante un tiempo, hasta que la melancolía y la curiosidad nos hacen volver la mirada al lugar de donde venimos. Recuerdo cuando los casos de violencia de género se convirtieron en habituales, hasta casi monopolizar la sección de sucesos. El problema siempre estuvo ahí, pero la visibilidad y el reconocimiento otorgados no fueron los mismos que ahora. Cuando cambiaba de canal, los telediarios franceses, más escuetos y superficiales, nunca hablaban de este tipo de violencia. Así que me preguntaba si el fenómeno realmente sucedía en Francia. Incluso llegué a pensar que los gabachos eran más civilizados que nosotros (aunque no me guste generalizar, hay que reconocer que en cuestión de modales van un paso por delante), dejándome llevar por un genético complejo de inferioridad. Hasta que, hace un tiempo, mi imagen cambió por completo. Aprovechando la reacción en cadena provocada por el movimiento “me too”, el fenómeno empezó a ganar visibilidad en los medios galos, que hablaron de España como un ejemplo a seguir, con una política definida y una forma de actuar que ya estaba salvando vidas (incluso si es insuficiente y el contador de víctimas no deja de aumentar cada día). Criticaron, además, al gobierno francés, que fue incapaz de anticipar nada y no siguió al país vecino. Después llegaron las manifestaciones masivas, a las que tan asiduos son los franceses, las pintadas reivindicativas en las calles y la necesidad de reclamar una igualdad que, abanderando la pertenencia a la civilización más avanzada que hemos tenido, se conseguirá algún día.

Pero el arma más efectiva para luchar y lograr ese objetivo es la educación. Por eso me sorprende tanto la aparición del pin parental en España. Por eso me hubiera gustado recibir educación sexual en el colegio, aprender cómo ser un buen padre o cómo aceptar las cosas que no puedo cambiar. No tuve esa suerte y debo improvisar cada día, por mi cuenta, afrontando como puedo los retos que la vida pone ante mí. Por eso, en vez de vetos restrictivos, propondría nuevos contenidos que enriquezcan aún más a nuestros hijos, para que la sociedad del futuro no vuelva a cometer los errores del pasado. Y del presente.