sábado, 29 de febrero de 2020

Igualdad vetada

A estas alturas de la película, tras constatar lo logrado en tantos ámbitos, resulta extraño que no haya unanimidad a la hora de defender ciertos valores básicos. Como si, por unas razones u otras, interesase que sigan siendo considerados como antaño. La igualdad de género forma parte de esos principios que han sufrido demasiado. La gota que colmó el vaso ya hizo que desbordara hace tiempo y ahora toca ver cómo podemos lograr un equilibro que, por desgracia, nunca existió. 

La tarea no es fácil y todos somos conscientes de ello. Hace unos años que se abrió la caja de Pandora y ya no hay vuelta atrás: tenemos que crear unas nuevas reglas del juego en las que nos reconozcamos todos. Y sin dejar de lado el sentido común, porque si la balanza se ha inclinado hasta ahora del lado masculino, corremos el riesgo de olvidar el necesario equilibrio e inclinarla del lado femenino, volviendo a repetir las mismas injusticias, abandonados a una venganza orquestada durante milenios. Si bien acabó la era de las mujeres lastradas por las ocupaciones del hogar, antes de que la intransigencia cambie de bando de forma descontrolada, los hombres debemos asumir nuestra parte del trabajo doméstico, no como una ayuda, sino como un reparto equitativo de tareas que debió hacerse mucho antes. Lejos de ser así, la igualdad, que debería ser universal, recibe distinta atención dependiendo del lugar en donde nos encontremos, como he podido comprobar de primera mano. 

Tengo la costumbre de ver el telediario de Televisión Española por las noches, siempre que tengo tiempo y ganas, hasta que ciertas noticias me obligan a cambiar de cadena y no querer saber nada de mi país. Es una de las ventajas de vivir en el extranjero: cuando el panorama da demasiada vergüenza ajena, siempre podemos cortar los lazos durante un tiempo, hasta que la melancolía y la curiosidad nos hacen volver la mirada al lugar de donde venimos. Recuerdo cuando los casos de violencia de género se convirtieron en habituales, hasta casi monopolizar la sección de sucesos. El problema siempre estuvo ahí, pero la visibilidad y el reconocimiento otorgados no fueron los mismos que ahora. Cuando cambiaba de canal, los telediarios franceses, más escuetos y superficiales, nunca hablaban de este tipo de violencia. Así que me preguntaba si el fenómeno realmente sucedía en Francia. Incluso llegué a pensar que los gabachos eran más civilizados que nosotros (aunque no me guste generalizar, hay que reconocer que en cuestión de modales van un paso por delante), dejándome llevar por un genético complejo de inferioridad. Hasta que, hace un tiempo, mi imagen cambió por completo. Aprovechando la reacción en cadena provocada por el movimiento “me too”, el fenómeno empezó a ganar visibilidad en los medios galos, que hablaron de España como un ejemplo a seguir, con una política definida y una forma de actuar que ya estaba salvando vidas (incluso si es insuficiente y el contador de víctimas no deja de aumentar cada día). Criticaron, además, al gobierno francés, que fue incapaz de anticipar nada y no siguió al país vecino. Después llegaron las manifestaciones masivas, a las que tan asiduos son los franceses, las pintadas reivindicativas en las calles y la necesidad de reclamar una igualdad que, abanderando la pertenencia a la civilización más avanzada que hemos tenido, se conseguirá algún día.

Pero el arma más efectiva para luchar y lograr ese objetivo es la educación. Por eso me sorprende tanto la aparición del pin parental en España. Por eso me hubiera gustado recibir educación sexual en el colegio, aprender cómo ser un buen padre o cómo aceptar las cosas que no puedo cambiar. No tuve esa suerte y debo improvisar cada día, por mi cuenta, afrontando como puedo los retos que la vida pone ante mí. Por eso, en vez de vetos restrictivos, propondría nuevos contenidos que enriquezcan aún más a nuestros hijos, para que la sociedad del futuro no vuelva a cometer los errores del pasado. Y del presente.  

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