Entornamos los ojos y analizamos el horizonte, en busca del
fondeadero que con tanto cuidado hemos elegido. Intentamos reconocer a simple
vista la geografía dibujada en la carta náutica. Sobre el papel fue mucho más
fácil encontrar el lugar ideal: poco profundo, con un fondo de arena dura, al
abrigo del viento y las olas. Una vez allí, el ancla cae por su propio peso y,
en cuestión de segundos, toca el fondo. Aprovechamos la inercia y dejamos que
la cadena siga descendiendo, hasta contar tres o cuatro veces el fondo del
lugar. Echamos marcha atrás para que el ancla agarre bien, apagamos el motor y
ya está. La vida nos ha anclado en una situación estable que nos costará
abandonar.
Antes era el objetivo que la sociedad nos había impuesto:
encontrar una pareja, un trabajo estable, comprar una casa donde crear una
familia y vivir el resto de nuestros días. Llegada una determinada edad, nos
obligaban a sentar la cabeza y echar raíces. Es ley de vida, nos decían, y nos
hacían sentir culpables si no seguíamos sus dictados. Con el paso del tiempo,
las convenciones sociales han ido desmontándose y han sido sustituidas por
otras. Pero aunque la sociedad ha evolucionado, adaptándose al contexto
económico y cultural que le ha tocado, la idea de sentar la cabeza sigue muy
arraigada en el subconsciente colectivo.
Cuando llevamos unos cuantos años viviendo en el extranjero,
varias voces, herederas de ese sentimiento generalizado, surgen a nuestro paso.
“Has echado raíces” o “ya te quedas para siempre”, son frases que oímos en boca
de familiares y amigos. Incluso nos sorprendemos a nosotros mismos pensando que
un regreso se vuelve cada vez más difícil. Nuestro instinto, que nos obliga a
sentarnos cuando estamos cansados, habla por nosotros. Ya no tenemos las mismas
fuerzas que al principio de la aventura, nuestro paso es más lento y nos cuesta
más trabajo realizar un movimiento imprevisto. No nos hemos dado cuenta, pero
hace tiempo que hemos echado el ancla y sentimos que los eslabones de una larga
cadena no nos dejarán mover fácilmente.
El problema es que nos vemos con los ojos de nuestros
padres o abuelos, quienes sí echaron raíces, siguieron todos los pasos
obligados, y ahora nos miran con recelo. No podemos evitarlo, porque hemos
crecido a su lado y han sido nuestro ejemplo más directo. Aunque vivamos de un
modo completamente distinto, algo en nuestro interior no puede evitar medirnos
con ellos. Ahora que tengo un hijo, comparo intuitivamente su infancia con la
mía. Con apenas un año y medio de vida, él ya ha cogido doce aviones, ha
visitado tres países y escucha (y entiende) tres lenguas distintas todos los
días. Lo que para mí supone algo extraordinario, para él es la normalidad,
porque lo ha vivido desde su nacimiento. Y aunque me he adaptado a este nuevo
contexto, a diferencia de él, yo arrastro el inevitable lastre de otro tiempo,
el que me lleva a pensar que ya he echado el ancla, incluso si no lo he hecho
de la forma a la que estamos acostumbrados.
Por suerte, el mundo ha cambiado más rápido que nosotros
mismos y hay potentes molinetes que permiten levar una pesada ancla sin
importar la profundidad o cuánto se ha hundido en el suelo. Una vez con el
hierro de nuevo a bordo, podemos dirigir nuestra proa a donde queramos y
repetir la operación cuantas veces deseemos. Así podemos beneficiarnos de una
de las principales características de la sociedad actual: la flexibilidad.
Hemos superado las verdades inamovibles del pasado y los incontestables dogmas.
Hemos vencido a la rigidez, que limita tanto nuestros movimientos y nos
equipara a esos coches que, en un circuito de scalextric, sólo pueden elegir la
velocidad a la que completarán un trazado ya establecido. Incluso la ciencia
nos ha enseñado que sus teorías son caducas y se renuevan con la aparición de los
últimos hallazgos.
Así que, en este maleable contexto, la idea de echar
raíces ha perdido todo su sentido y cualquier situación, por permanente que
parezca, puede cambiar de un momento a otro, por decisión propia o ajena. Sí,
el regreso sigue siendo posible para los emigrantes que vemos pasar los años
anclados en un fondeadero extranjero. Al igual que el jugador es consciente de
que su fortuna puede cambiar cuando tire de nuevo los dados.
Beijing, 28/04/2015
En el juego de la vida no sólo basta con tener buenas piezas, hay que reconocer cuándo la fortuna está de nuestro lado para saber utilizarlas.
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