domingo, 17 de septiembre de 2017

Echar el ancla

Entornamos los ojos y analizamos el horizonte, en busca del fondeadero que con tanto cuidado hemos elegido. Intentamos reconocer a simple vista la geografía dibujada en la carta náutica. Sobre el papel fue mucho más fácil encontrar el lugar ideal: poco profundo, con un fondo de arena dura, al abrigo del viento y las olas. Una vez allí, el ancla cae por su propio peso y, en cuestión de segundos, toca el fondo. Aprovechamos la inercia y dejamos que la cadena siga descendiendo, hasta contar tres o cuatro veces el fondo del lugar. Echamos marcha atrás para que el ancla agarre bien, apagamos el motor y ya está. La vida nos ha anclado en una situación estable que nos costará abandonar.

Antes era el objetivo que la sociedad nos había impuesto: encontrar una pareja, un trabajo estable, comprar una casa donde crear una familia y vivir el resto de nuestros días. Llegada una determinada edad, nos obligaban a sentar la cabeza y echar raíces. Es ley de vida, nos decían, y nos hacían sentir culpables si no seguíamos sus dictados. Con el paso del tiempo, las convenciones sociales han ido desmontándose y han sido sustituidas por otras. Pero aunque la sociedad ha evolucionado, adaptándose al contexto económico y cultural que le ha tocado, la idea de sentar la cabeza sigue muy arraigada en el subconsciente colectivo.

Cuando llevamos unos cuantos años viviendo en el extranjero, varias voces, herederas de ese sentimiento generalizado, surgen a nuestro paso. “Has echado raíces” o “ya te quedas para siempre”, son frases que oímos en boca de familiares y amigos. Incluso nos sorprendemos a nosotros mismos pensando que un regreso se vuelve cada vez más difícil. Nuestro instinto, que nos obliga a sentarnos cuando estamos cansados, habla por nosotros. Ya no tenemos las mismas fuerzas que al principio de la aventura, nuestro paso es más lento y nos cuesta más trabajo realizar un movimiento imprevisto. No nos hemos dado cuenta, pero hace tiempo que hemos echado el ancla y sentimos que los eslabones de una larga cadena no nos dejarán mover fácilmente.

El problema es que nos vemos con los ojos de nuestros padres o abuelos, quienes sí echaron raíces, siguieron todos los pasos obligados, y ahora nos miran con recelo. No podemos evitarlo, porque hemos crecido a su lado y han sido nuestro ejemplo más directo. Aunque vivamos de un modo completamente distinto, algo en nuestro interior no puede evitar medirnos con ellos. Ahora que tengo un hijo, comparo intuitivamente su infancia con la mía. Con apenas un año y medio de vida, él ya ha cogido doce aviones, ha visitado tres países y escucha (y entiende) tres lenguas distintas todos los días. Lo que para mí supone algo extraordinario, para él es la normalidad, porque lo ha vivido desde su nacimiento. Y aunque me he adaptado a este nuevo contexto, a diferencia de él, yo arrastro el inevitable lastre de otro tiempo, el que me lleva a pensar que ya he echado el ancla, incluso si no lo he hecho de la forma a la que estamos acostumbrados.  

Por suerte, el mundo ha cambiado más rápido que nosotros mismos y hay potentes molinetes que permiten levar una pesada ancla sin importar la profundidad o cuánto se ha hundido en el suelo. Una vez con el hierro de nuevo a bordo, podemos dirigir nuestra proa a donde queramos y repetir la operación cuantas veces deseemos. Así podemos beneficiarnos de una de las principales características de la sociedad actual: la flexibilidad. Hemos superado las verdades inamovibles del pasado y los incontestables dogmas. Hemos vencido a la rigidez, que limita tanto nuestros movimientos y nos equipara a esos coches que, en un circuito de scalextric, sólo pueden elegir la velocidad a la que completarán un trazado ya establecido. Incluso la ciencia nos ha enseñado que sus teorías son caducas y se renuevan con la aparición de los últimos hallazgos.


Así que, en este maleable contexto, la idea de echar raíces ha perdido todo su sentido y cualquier situación, por permanente que parezca, puede cambiar de un momento a otro, por decisión propia o ajena. Sí, el regreso sigue siendo posible para los emigrantes que vemos pasar los años anclados en un fondeadero extranjero. Al igual que el jugador es consciente de que su fortuna puede cambiar cuando tire de nuevo los dados.  

Beijing, 28/04/2015

En el juego de la vida no sólo basta con tener buenas piezas, hay que reconocer cuándo la fortuna está de nuestro lado para saber utilizarlas.

domingo, 10 de septiembre de 2017

De vuelta

Si septiembre tuviera sinónimos, serían regreso, vuelta o nostalgia (por todo lo que acaba y no sabemos si recuperaremos). Más allá de las diferencias que separan naciones, todos coincidimos en las ganas de dejar todo a un lado durante un tiempo: partir en agosto y volver en septiembre. Es el mes melancólico, que supone el fin de muchas cosas, pero también el comienzo de otras. Y aquí estamos un año más, agradecidos por poder seguir luchando mientras nos acordamos de quienes se quedaron por el camino y no pueden decir lo mismo. De vuelta. De septiembre.

En Francia se trata del mes de la "rentrée", una de esas palabras que pierden toda su riqueza cuando la traducimos al castellano. Si bien equivale a nuestra "vuelta al cole", su significado es mucho más complejo y no se aplica únicamente a los niños. Igual de importantes son la rentrée politique (la reanudación de la vida política), la rentrée littéraire (fecha clave para editores y lectores, cuando una avalancha de nuevas publicaciones invade las librerías que, por suerte, todavía quedan) o la rentrée théâtrale (el comienzo de la nueva temporada en los escenarios). En Francia la rentrée es, en definitiva, uno de los momentos más importantes del año. Es la vuelta a la vida, cuando retomamos actividades, pero, sobre todo, empezamos nuevas y podemos reinventarnos a nosotros mismos. El calendario señala siempre el uno de enero como el comienzo de todo, cuando se formulan los nuevos propósitos, y nos hace olvidar que, en realidad, todo empieza en septiembre, como un eterno eje en torno al que gira, una y otra vez, el ciclo de la vida.

En mi particular regreso a la rutina, camino del trabajo, me he encontrado con todos esos actores que siguen jugando su mismo papel, perfectamente coordinados, saliendo a mi encuentro a la misma hora y en el mismo lugar (siempre que yo también conserve mis hábitos horarios). Si un día me retraso o adelanto, los rostros que tanto conozco ya no son los mismos. No ha faltado ninguno y me pregunto si, en mi ausencia, han seguido escenificando la misma coreografía.

Son las siete y cuarto de la mañana y la ciudad se despierta sin prisas. En una plaza la grúa se afana en llevarse los únicos coches que impiden que el mercado del barrio se instale como lo hace habitualmente, tres días a la semana. Unos tenderos esperan mientras otros abren sus camiones y exponen su fresca mercancía. Entre todos destaca siempre el carnicero, con su potente voz y su imperturbable sonrisa, bromeando con sus parroquianos. Sigo caminando y, algo más lejos, una señora anda absorta en sus pensamientos. Unas veces va mirando el suelo, otras mantiene la mirada en el horizonte, perdida, y se cruza fugazmente con la mía. Tiene el pelo gris, a la altura de los hombros, gafas y una bolsa que cuelga de su mano, donde seguramente lleve la comida para el descanso del mediodía. Se dirige a la boca del metro, donde un joven repartidor de periódicos gratuitos la espera con un ejemplar en las manos. Más allá, los bares árabes sirven los primeros tés del día. Sobre la pared del fondo hay un televisor, donde el telediario de la mañana anuncia los resultados deportivos del fin de semana. Sentados en una mesa, sus ropas manchadas delatan a unos pintores que intentan reunir fuerzas antes de empezar una nueva jornada. Caras de sueño, bostezos y pocas ganas de levantarse de la silla.


Y unas calles antes de llegar a mi trabajo se encuentra el único de estos personajes que no ha faltado un día a su cita, sentado junto al mismo portal, con su eterna gorra, su barba y sus gafas. Frente a él hay una pequeña cesta y un cartel que pide, por favor, una moneda. No implora ni dice nada, sólo observa la vida pasar como el perro fiel que espera le sea devuelta una mínima parte de la lealtad que ya ha ofrecido. Cuando, pasadas las siete de la tarde, emprendo el camino de vuelta a casa, lo vuelvo a ver en el mismo lugar, con la misma postura. Hay algo de admirable en su manera de actuar, de crear una rutina inalterable. Para él no hay rentrée que valga. Todos los días son el mismo. Le miro y me pregunto si los cambios que inventamos, nuestras idas y venidas, son una mera ilusión, un pasatiempo con que ocuparnos mientras la vida se repite siguiendo su habitual ritmo. A veces me dan ganas de dejarlo todo, sentarme a su lado, escuchar la historia que le ha llevado hasta allí y mirar, al fin, el mundo a los ojos. Sin que las comodidades y las distracciones escondan lo que de verdad importa.

domingo, 3 de septiembre de 2017

K.O. técnico tras cinco asaltos

Quien dijo que las vacaciones son para descansar, sería porque no tenía familia y no había viajado mucho. Desde hace un tiempo tengo asumido que no se trata de ese idílico período en que la vida se para y nos deja apreciar lo que en otro momento no podríamos, como muestra el postureo que reflejan las redes sociales. En realidad es un nuevo terreno de combate donde medimos nuestras fuerzas contra adversarios a los que no estamos acostumbrados. Que cambiemos de contexto no significa que la lucha haya acabado. Tras una merecida pausa estival, aprovecho la vuelta a la rutina para recordar, por quinta vez en este blog, los detalles de ese territorio hostil con el que, de forma inevitable, soñamos durante todo el año.

Primer asalto. Cierro la puerta de mi casa y procuro guardar las llaves en un bolsillo de la maleta que pueda recordar con facilidad cuando, dentro de tres semanas, vuelva al mismo lugar. A mi lado, mi mujer, mi hijo, dos maletas de casi veinte kilos y un parque plegable. Frente a nosotros, cuatro pisos de escaleras que no hay más remedio que bajar. Después de veinte minutos y tres viajes logramos salir del edificio. Me cuesta recuperar el aliento y el hecho de tener que movilizar todo el equipaje hasta el tranvía que lleva al aeropuerto no me sirve de consuelo.     

Segundo asalto. Una vez en el mostrador de facturación, el parque plegable se delata a sí mismo: las dimensiones no son las reglamentarias y podría esconder un kalashnikov (o más) dentro. La compañía de un bebé me ayuda a no pasar por un terrorista, pero no me libra de una visita al escáner para equipaje voluminoso, donde espero con paciencia entre asustados perros y grandes bicicletas. La duración de este obligado trámite dependerá del aeropuerto en que estemos. Si en Lyon resulta bastante sencillo, en Bucarest ese gran escáner se encuentra en una escondida sala a la que sólo se puede acceder en compañía de un operario del aeropuerto, a quien le importa poco que vayamos con retraso y estemos a punto de perder nuestro vuelo.

Tercer asalto. Tras una larga carrera, jaleados por la megafonía, que repetía nuestros nombres sin descanso, last calling (último aviso), al fin llegamos al avión. Los pasajeros, sentados desde hace un buen rato, nos reciben con caras largas y miradas acusadoras. Ven, impotentes, cómo intentamos sentarnos y colocar, en el reducido espacio de que disponemos, las tres mochilas que nos acompañan (pertenencias del peque en su mayor parte). Una vez ordenada toda la parafernalia, la azafata nos anuncia, secamente, que los asientos asignados no son los que nos corresponden. Su colega de facturación había olvidado que los bebés sólo se pueden sentar donde haya dos máscaras de oxígeno, ya que van en el regazo de su madre (o padre). Así que tocó buscar el asiento adaptado más cercano y cambiar al pasajero en cuestión, que no disimuló su molestia.

Cuarto asalto. Por muy tranquilo que sea el vuelo, con un bebé siempre hay algún momento de tensión o de difícil control, como cuando rompe a llorar. Si los juguetes no sirven de nada, habrá que pasearlo en brazos por el estrecho pasillo del avión, compartiendo con nuestros compañeros de vuelo las alegrías de la paternidad. Si, en cambio, sólo tiene hambre, bastará con preparar el biberón de turno, siempre que contemos con la ayuda de una amable azafata para calentar el agua a la temperatura adecuada.   


Quinto asalto. Ya en nuestro destino, cuando el agotamiento empieza a desfigurar nuestras caras, vemos cómo el carrito y la maleta del niño aparecen sobre la cinta transportadora, antes de que se pare definitivamente. ¿Y el resto del equipaje? ¿Y el parque plegable? Tal vez acabaron descubriendo el kalashnikov que en realidad llevaba dentro para aniquilar a los empleados del aeropuerto en situaciones como aquélla. Miramos a nuestro alrededor para comprobar que no somos los únicos que se han quedado con cara de tontos. Ahora toca reclamar, indicar las características de las maletas y rezar para que lleguen sanas y salvas al lugar donde pasamos nuestras vacaciones. Si tras cinco asaltos ya estamos noqueados y a punto de perder la consciencia, conviene recordar que el combate está lejos de acabar y no nos queda otra opción que descansar en una esquina del cuadrilátero antes de volver al centro del ring.