domingo, 10 de septiembre de 2017

De vuelta

Si septiembre tuviera sinónimos, serían regreso, vuelta o nostalgia (por todo lo que acaba y no sabemos si recuperaremos). Más allá de las diferencias que separan naciones, todos coincidimos en las ganas de dejar todo a un lado durante un tiempo: partir en agosto y volver en septiembre. Es el mes melancólico, que supone el fin de muchas cosas, pero también el comienzo de otras. Y aquí estamos un año más, agradecidos por poder seguir luchando mientras nos acordamos de quienes se quedaron por el camino y no pueden decir lo mismo. De vuelta. De septiembre.

En Francia se trata del mes de la "rentrée", una de esas palabras que pierden toda su riqueza cuando la traducimos al castellano. Si bien equivale a nuestra "vuelta al cole", su significado es mucho más complejo y no se aplica únicamente a los niños. Igual de importantes son la rentrée politique (la reanudación de la vida política), la rentrée littéraire (fecha clave para editores y lectores, cuando una avalancha de nuevas publicaciones invade las librerías que, por suerte, todavía quedan) o la rentrée théâtrale (el comienzo de la nueva temporada en los escenarios). En Francia la rentrée es, en definitiva, uno de los momentos más importantes del año. Es la vuelta a la vida, cuando retomamos actividades, pero, sobre todo, empezamos nuevas y podemos reinventarnos a nosotros mismos. El calendario señala siempre el uno de enero como el comienzo de todo, cuando se formulan los nuevos propósitos, y nos hace olvidar que, en realidad, todo empieza en septiembre, como un eterno eje en torno al que gira, una y otra vez, el ciclo de la vida.

En mi particular regreso a la rutina, camino del trabajo, me he encontrado con todos esos actores que siguen jugando su mismo papel, perfectamente coordinados, saliendo a mi encuentro a la misma hora y en el mismo lugar (siempre que yo también conserve mis hábitos horarios). Si un día me retraso o adelanto, los rostros que tanto conozco ya no son los mismos. No ha faltado ninguno y me pregunto si, en mi ausencia, han seguido escenificando la misma coreografía.

Son las siete y cuarto de la mañana y la ciudad se despierta sin prisas. En una plaza la grúa se afana en llevarse los únicos coches que impiden que el mercado del barrio se instale como lo hace habitualmente, tres días a la semana. Unos tenderos esperan mientras otros abren sus camiones y exponen su fresca mercancía. Entre todos destaca siempre el carnicero, con su potente voz y su imperturbable sonrisa, bromeando con sus parroquianos. Sigo caminando y, algo más lejos, una señora anda absorta en sus pensamientos. Unas veces va mirando el suelo, otras mantiene la mirada en el horizonte, perdida, y se cruza fugazmente con la mía. Tiene el pelo gris, a la altura de los hombros, gafas y una bolsa que cuelga de su mano, donde seguramente lleve la comida para el descanso del mediodía. Se dirige a la boca del metro, donde un joven repartidor de periódicos gratuitos la espera con un ejemplar en las manos. Más allá, los bares árabes sirven los primeros tés del día. Sobre la pared del fondo hay un televisor, donde el telediario de la mañana anuncia los resultados deportivos del fin de semana. Sentados en una mesa, sus ropas manchadas delatan a unos pintores que intentan reunir fuerzas antes de empezar una nueva jornada. Caras de sueño, bostezos y pocas ganas de levantarse de la silla.


Y unas calles antes de llegar a mi trabajo se encuentra el único de estos personajes que no ha faltado un día a su cita, sentado junto al mismo portal, con su eterna gorra, su barba y sus gafas. Frente a él hay una pequeña cesta y un cartel que pide, por favor, una moneda. No implora ni dice nada, sólo observa la vida pasar como el perro fiel que espera le sea devuelta una mínima parte de la lealtad que ya ha ofrecido. Cuando, pasadas las siete de la tarde, emprendo el camino de vuelta a casa, lo vuelvo a ver en el mismo lugar, con la misma postura. Hay algo de admirable en su manera de actuar, de crear una rutina inalterable. Para él no hay rentrée que valga. Todos los días son el mismo. Le miro y me pregunto si los cambios que inventamos, nuestras idas y venidas, son una mera ilusión, un pasatiempo con que ocuparnos mientras la vida se repite siguiendo su habitual ritmo. A veces me dan ganas de dejarlo todo, sentarme a su lado, escuchar la historia que le ha llevado hasta allí y mirar, al fin, el mundo a los ojos. Sin que las comodidades y las distracciones escondan lo que de verdad importa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario