Si
septiembre tuviera sinónimos, serían regreso, vuelta o nostalgia
(por todo lo que acaba y no sabemos si recuperaremos). Más allá de
las diferencias que separan naciones, todos coincidimos en las ganas
de dejar todo a un lado durante un tiempo: partir en agosto y volver
en septiembre. Es el mes melancólico, que supone el fin de muchas
cosas, pero también el comienzo de otras. Y aquí estamos un año
más, agradecidos por poder seguir luchando mientras nos acordamos de
quienes se quedaron por el camino y no pueden decir lo mismo. De
vuelta. De septiembre.
En
Francia se trata del mes de la "rentrée", una de
esas palabras que pierden toda su riqueza cuando la traducimos al
castellano. Si bien equivale a nuestra "vuelta al cole", su
significado es mucho más complejo y no se aplica únicamente a los
niños. Igual de importantes son la rentrée politique (la
reanudación de la vida política), la rentrée littéraire (fecha
clave para editores y lectores, cuando una avalancha de nuevas
publicaciones invade las librerías que, por suerte, todavía quedan)
o la rentrée théâtrale (el comienzo de la nueva temporada
en los escenarios). En Francia la rentrée es, en definitiva,
uno de los momentos más importantes del año. Es la vuelta a la
vida, cuando retomamos actividades, pero, sobre todo, empezamos
nuevas y podemos reinventarnos a nosotros mismos. El calendario
señala siempre el uno de enero como el comienzo de todo, cuando se
formulan los nuevos propósitos, y nos hace olvidar que, en realidad,
todo empieza en septiembre, como un eterno eje en torno al que gira,
una y otra vez, el ciclo de la vida.
En
mi particular regreso a la rutina, camino del trabajo, me he
encontrado con todos esos actores que siguen jugando su mismo papel,
perfectamente coordinados, saliendo a mi encuentro a la misma hora y
en el mismo lugar (siempre que yo también conserve mis hábitos
horarios). Si un día me retraso o adelanto, los rostros que tanto
conozco ya no son los mismos. No ha faltado ninguno y me pregunto si,
en mi ausencia, han seguido escenificando la misma coreografía.
Son
las siete y cuarto de la mañana y la ciudad se despierta sin prisas.
En una plaza la grúa se afana en llevarse los únicos coches que
impiden que el mercado del barrio se instale como lo hace
habitualmente, tres días a la semana. Unos tenderos esperan mientras
otros abren sus camiones y exponen su fresca mercancía. Entre todos
destaca siempre el carnicero, con su potente voz y su imperturbable
sonrisa, bromeando con sus parroquianos. Sigo caminando y, algo más
lejos, una señora anda absorta en sus pensamientos. Unas veces va
mirando el suelo, otras mantiene la mirada en el horizonte, perdida,
y se cruza fugazmente con la mía. Tiene el pelo gris, a la altura de
los hombros, gafas y una bolsa que cuelga de su mano, donde
seguramente lleve la comida para el descanso del mediodía. Se dirige
a la boca del metro, donde un joven repartidor de periódicos
gratuitos la espera con un ejemplar en las manos. Más allá, los
bares árabes sirven los primeros tés del día. Sobre la pared del
fondo hay un televisor, donde el telediario de la mañana anuncia los
resultados deportivos del fin de semana. Sentados en una mesa, sus
ropas manchadas delatan a unos pintores que intentan reunir fuerzas
antes de empezar una nueva jornada. Caras de sueño, bostezos y pocas
ganas de levantarse de la silla.
Y
unas calles antes de llegar a mi trabajo se encuentra el único de
estos personajes que no ha faltado un día a su cita, sentado junto
al mismo portal, con su eterna gorra, su barba y sus gafas. Frente a
él hay una pequeña cesta y un cartel que pide, por favor, una
moneda. No implora ni dice nada, sólo observa la vida pasar como el
perro fiel que espera le sea devuelta una mínima parte de la lealtad
que ya ha ofrecido. Cuando, pasadas las siete de la tarde, emprendo
el camino de vuelta a casa, lo vuelvo a ver en el mismo lugar, con la
misma postura. Hay algo de admirable en su manera de actuar, de crear
una rutina inalterable. Para él no hay rentrée que valga.
Todos los días son el mismo. Le miro y me pregunto si los cambios
que inventamos, nuestras idas y venidas, son una mera ilusión, un
pasatiempo con que ocuparnos mientras la vida se repite siguiendo su
habitual ritmo. A veces me dan ganas de dejarlo todo, sentarme a su
lado, escuchar la historia que le ha llevado hasta allí y mirar, al
fin, el mundo a los ojos. Sin que las comodidades y las distracciones
escondan lo que de verdad importa.
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