domingo, 29 de mayo de 2016

Curar con palabras

Sabía que aquella mañana llegaría tarde al trabajo. La noche anterior le había costado conciliar el sueño, pues al despertar sería su cumpleaños y no quería admitir que había perdido el rumbo de su vida. Habían anunciado lluvia de nuevo y por un momento pensó en no levantarse, olvidando la última vez que había visto lucir el sol en el cielo de Lyon. El mismo que iluminaba la tierra que tanto añoraba y que hacía un año había abandonado. La imagen de la gente dejada atrás le dio las fuerzas necesarias para salir de la cama. Si no lo hago por mí, lo haré por ellos, pensó cuando, a las cinco de la madrugada, cogió el metro que le llevaría al centro para empezar su jornada.

Hacía dos años que María había perdido a su padre y su recuerdo se sentaba cada día a su lado en el metro. Con la pensión de su madre como único ingreso, apenas llegaban a fin de mes y, menos aún, a prometer un futuro a su hermano pequeño. Con el dinero que ella mandaba desde el extranjero, quería alimentar la ilusión de que podía elegir un mundo mejor. María había estudiado psicología, pero se había encontrado con una crisis que obligaba a tener dos carreras y saber dos idiomas para conseguir un empleo temporal apenas remunerado. Sin el dinero suficiente, seguir estudiando era un lujo para ella. Se decidió a salir de su país, aunque los destinos donde se podía defender con su inglés ya estaban saturados. Le habían aconsejado ir a Francia, pero ¿cómo podría ejercer su profesión sin saber el idioma? ¿Cómo se puede curar con palabras sin conocer una lengua?

Llegaba con casi una hora de retraso. Nadie estaba allí para comprobarlo, pero tendría que afanarse si quería limpiar los mismos despachos en la mitad de tiempo. Aunque en su época de estudiante nunca se había imaginado empezar su cumpleaños en una situación parecida, no quería perder la oportunidad que la vida le había dado. En realidad cuidaba los hijos de una familia española afincada en Lyon que, además, le había pagado un curso de francés. Llevaba los niños al colegio, les daba de comer y limpiaba la casa, pero ahora su prioridad era encontrar un trabajo que le permitiera alquilar un piso y, por primera vez en veinticinco años, vivir su propia vida. Su francés no era muy bueno y se tuvo que conformar con limpiar oficinas, un empleo que el padre de la familia le había ofrecido. María halló en él una mano tendida al otro lado del abismo. Sólo tenía que atreverse a saltar, pero cuando se han perdido tantas cosas, ése es el menor problema.

Solía aprovechar la soledad de la madrugada para detenerse en cada mesa, observar la disposición de cada objeto e imaginar qué tipo de persona se sentaba en cada silla. Era un instinto que le recordaba su verdadera profesión, esa que nunca había ejercido. Todo detalle le servía para trazar un rápido perfil: sabía quiénes eran los maniáticos del orden, quién tenía hijos o quién viajaba a los destinos más exóticos, presentes en fotografías pegadas en cualquier parte. Ella llegaba siempre después, cuando la vida ya ha pasado y sólo queda el reflejo de los sueños no realizados. Actuaba como el policía que analiza el lugar del crimen o como el arqueólogo que viaja en el tiempo cuando estrecha el pasado entre sus manos. A veces jugaba a reconstruir las escenas que allí habían sucedido e interpretar la pieza de teatro de una vida que pudo ser y no fue, truncada por decisiones que otras personas habían tomado por ella. Se sentaba en una de las cómodas sillas e imaginaba que tenía más suerte, que podía disfrutar de horarios normales o de vacaciones pagadas. Podía soñar con los ojos abiertos. No quería poder ni riquezas, sino tener un trabajo estable, llevar una vida sencilla y realizarse tanto profesional como personalmente.

Aquella mañana no tenía tiempo para jugar a la búsqueda del tesoro y sólo podía concentrarse si no quería perder su empleo. Le extrañó ver un paquete envuelto en papel de regalo mientras limpiaba un escritorio. Sobre él, una etiqueta llevaba su nombre. ¿Sería para ella? Quedó paralizada por un instante, el tiempo que su mente necesitó para asimilar que había dejado de ser una mera espectadora. Abrió el envoltorio y se vio disfrutando de la vida que algún día esperaba tener, como la actriz deseosa por deslumbrar al público que había comprado su entrada sin haberla visto actuar antes. Sus temblorosas manos sostenían un contrato temporal que llevaba su nombre. Trabajaría en recursos humanos, aportando su formación en psicología para elegir entre los candidatos a un nuevo puesto. No curaría con palabras, pero estaría más cerca de hacerlo.

Una vez pasada la sorpresa inicial, lo comprendió todo. El padre de los niños que cuidaba estaría detrás de aquello. Él, que trabajaba en la empresa, que sabía cuándo era su cumpleaños y que no era más que otro emigrante español con más suerte que ella. Entonces comprendió que cada paso dado, por más insignificante o alejado de nuestro propósito que nos parezca, nos acerca más a nuestros sueños. Avanzó hasta el amplio ventanal que, desde lo alto de la torre de oficinas, ofrecía una impresionante vista de Lyon. Y allí, con su nuevo contrato en una mano, vio el amanecer a través de las lágrimas que inundaban sus ojos. Aunque los contornos se difuminaban, pudo ver el sol nacer y sentir una desconocida sensación de poder. La ciudad entera, aún dormida, se rendía sin saberlo bajo sus pies y ella, en la soledad de su torre, saboreaba el primer día de una nueva vida.  

domingo, 22 de mayo de 2016

Tiempo ganado

Pasa invisible a nuestros ojos, a veces intuimos su presencia y sólo lo valoramos cuando ya lo hemos perdido, cuando no es suficiente para lo que necesitamos o cuando no nos queda mucho. El tiempo es la estructura de nuestras vidas y, si falla, las derrumba sin remedio. Por eso morimos un poco cada vez que pasamos demasiado tiempo en el trabajo, cuando dejamos escapar preciados instantes para disfrutar de los nuestros y ver la vida con los ojos abiertos. Recibiremos dinero a cambio, pero ¿de qué sirve sino para seguir el tirano dictado de la sociedad? Acabaremos gastando esa moneda de cambio y las horas perdidas nunca nos serán devueltas. Sin embargo, con el tiempo en nuestros bolsillos podemos hacer todo lo que nos propongamos. Por eso esbozamos una sonrisa con cada pequeño día ganado, con cada puente o día festivo que habíamos olvidado, pero cuya presencia nos aporta la energía de quien es capaz de cualquier cosa si tiene tiempo para ello.

De vez en cuando conviene que alguien nos recuerde que trabajamos para vivir. En Francia todos esperan con impaciencia la llegada del mes de mayo, el más agraciado, el que cuenta con cuatro días festivos que se aprovechan con la ilusión de quien recibe un cheque en blanco. Al día del trabajo, por todos conocido, añadiremos la fiesta de la Victoria, que cada ocho de mayo conmemora el fin de la segunda guerra mundial, el jueves de la Ascensión (treinta y nueve días tras la Pascua de resurrección) y el lunes de Pentecostés (el día siguiente al séptimo domingo después de Pascua). Estos dos últimos cambian cada año, así que varias combinaciones son posibles e igual podemos tener un día festivo por semana que dos seguidos o separados por poco. En lo que al trabajo se refiere, es fácil deducir que este mes no es muy productivo y todo el mundo lo considera de antemano. Cualquiera aprovecha para coger una semana o dos de vacaciones y hacer alguna escapada, así que resulta inútil programar una reunión importante o pensar que un proyecto o una obra vayan a avanzar mucho, como si de una especie de mes de agosto se tratara.

Cuando pasé mi primer mayo en Francia, se me quedó cara de tonto por dos simples razones. La primera es que al no estar prevenido, no pude programar unas vacaciones o aprovechar para hacer como mínimo un puente. La segunda es que no entendí cómo en España, un país con fama de católico (aunque no sea así, basta con preguntar a cualquier extranjero para ver nuestra imagen desde fuera), no sean festivos ni el jueves de la Ascensión ni el lunes de Pentecostés. Pocos franceses recordarán el significado de estos días, pero ninguno irá a trabajar, aun cuando su país esté considerado como uno de los menos religiosos del mundo y el setenta por ciento de la población declare no identificarse con ninguna creencia. Dicho sea de paso, el lunes de Pentecostés es considerado como una curiosa "jornada de solidaridad". Tras el episodio de canícula que asoló Francia en 2003, cuando el calor se llevó por delante a muchos ancianos, se decidió donar el sueldo correspondiente a ese día a las personas mayores. Pero en la práctica muchas empresas deciden mantener el día festivo y pagar la jornada de solidaridad de su propio bolsillo.

Luego está la otra cara de la moneda, una simple regla capaz de enfriar al más avispado: si el día festivo cae en fin de semana, no hay fiesta que valga. No pasa como en muchas Comunidades Autónomas españolas, que mueven las festividades como quieren para no desaprovechar su cuota de días libres. Sin ir más lejos, este año hemos vivido una inusual sequía de días festivos en Francia, pues el uno y el ocho de mayo han caído en domingo... Menos mal que el lunes pasado fue Pentecostés y pudimos disfrutar de un merecido respiro. De todos modos ya estoy pensando en el próximo año, que será más fértil en cuanto a esos días perdidos para el trabajo.

Suelo mantener una sana rencilla con algunos amigos franceses cuando nos disputamos el título de país que menos trabaja. Yo suelo decir que en España no tenemos mes alguno que se parezca a su volátil mayo y ellos sacan a relucir, una vez más, el estereotipo del español holgazán y fiestero, que bebe sangría y no se salta una siesta. Así que, por curiosidad, me he informado para saber quién tiene razón y ver hacia dónde se inclina la balanza del ocio. Francia cuenta con un total de once días festivos por año, mientras que España... tiene catorce y sólo es superada por Finlandia como nación europea con más días libres. Mi habitual lucha contra los prejuicios parece lejos de la victoria.

domingo, 15 de mayo de 2016

Un año perdido

La tierra tiembla con violencia, las recientes grietas se abren cada vez más y el techo no tardará en caer sobre nosotros. Perdemos nuestro habitual sentido de la orientación y tenemos que actuar de forma rápida y precisa si queremos sobrevivir. Poco importa que las decisiones sean las más acertadas, pues lo único que cuenta es seguir respirando. Si llevo más de seis años viviendo en el extranjero es porque me he adaptado a cada situación que he encontrado, recuperando el equilibrio tras las sucesivas embestidas de la vida. Así que cuando veo la situación política en España, donde ningún partido ha mostrado la flexibilidad suficiente ni ha querido adaptarse a un nuevo contexto, no puedo evitar pensar que con esa actitud no habrían durado ni un mes en el extranjero.

Existe un equilibrio entre la defensa de los propios intereses y la adaptación al entorno. En ese terreno neutral se encuentran las claves que explican muchas cosas en esta vida. La evolución de cualquier especie animal, el avance de una sociedad o el éxito profesional y personal dependen de ese delicado pacto entre el mundo exterior y el interior que debe ser continuamente renovado. Yin y yang. El control de toda fuerza contraria a nosotros es un principio tan importante, que me pregunto para qué sirve avanzar con la rigidez por bandera, además de para estrellarse contra un muro. En nuestro caso, ese muro se ha transformado en unas elecciones generales y los partidos políticos se han convertido en una pasta tan rígida, que al querer darle una nueva forma, se ha roto.

En el artículo que escribí antes de las elecciones del 20D ("elegir") dije que el panorama de la política española me parecía más esperanzador que el de la francesa. Pensaba que el fin del bipartidismo traería un poco de luz a una clase política demasiado oscura. Sin embargo, las nuevas caras no han aportado la frescura que prometían y las ya conocidas se han refugiado en discursos rancios que no van a ninguna parte. He buscado algo de consuelo en mi país anfitrión, pero me he encontrado con un panorama inesperado: el gobierno acaba de evitar una moción de censura tras haber aprobado por decreto una discutida reforma laboral que no gozaba del consenso de la Asamblea Nacional. Si buscamos diálogo, no será en Francia donde lo encontraremos.

De vuelta al sur de los pirineos, la última legislatura se ha convertido en un bochornoso espectáculo que ha costado demasiado caro a los ya saqueados bolsillos de los españoles. Tal vez la raíz del problema esté en la forma en que nuestros políticos son elegidos. Siempre me he preguntado por qué el Estado me ha obligado a estudiar una carrera de cinco años para ser arquitecto mientras que para ser presidente del gobierno no hace falta una formación específica. Dejamos nuestro país en manos de gente a menudo inculta y oportunista cuyo único mérito es convencer a los electores con discursos vacíos, para luego quejarnos de que sean corruptos y se enriquezcan a nuestra costa. Y así, aunque los partidos se renueven, todos vienen con el mismo defecto de fábrica, que ya detectamos en gobiernos anteriores y que debemos corregir. Se reparten carteras ministeriales como chavales que en un patio de colegio deciden quién jugará de delantero. ¿Para cuándo un sistema que otorgue tan importantes competencias a quien realmente esté capacitado para afrontarlas?

Y no olvidemos la imposibilidad de abandonar ese callejón sin salida del "estás conmigo o contra mí", esos ibéricos genes que han condicionado tanto nuestra historia y parecen habernos condenado de antemano. En esa dicotomía, los partidos políticos están más preocupados en arremeter contra sus enemigos, en vetar al contrario, que en dar razones para que les sigan. Se trata de un contexto incompatible con la proposición de ideas para construir un mañana mejor o simplemente (bajaré mis expectativas al ver que nuestros políticos no dan para tanto) menos oscuro que el presente. Y así llegamos a unas nuevas elecciones, con lo puesto, sin una muda que refresque un poco. Tal vez sea lo más triste de todo: que nos obliguen a votar a los mismos del 20D, ese desfile de rostros derrotados sin haber entablado batalla. Los resultados serán similares, salvo que habremos perdido un año por el camino que, visto el estado del país, parece una eternidad: en julio empezarán a analizar la situación, en agosto se irán de vacaciones y de septiembre a diciembre, no esperemos que lleguen tan rápido a un acuerdo. Así que si creen que les voy a volver a votar por culpa de su incompetencia, que esperen sentados o se vayan de vacaciones a Panamá. Lo que más les guste.

Lyon, 19/03/2013

Siempre están ahí, pero sólo la luz adecuada muestra los hilos de los que pendemos y que, sin reconocerlo, dirigen nuestras vidas.

sábado, 7 de mayo de 2016

Un Quijote de carne y hueso

Su mirada es viva y perspicaz. No refleja la inteligencia del erudito, sino la lucidez de quien sabe desenvolverse en cualquier situación. No ha ido a ninguna universidad, pero ha sabido descifrar las enseñanzas que la vida le ha mostrado y las ha convertido en su personal filosofía. Él es uno de esos Quijotes de carne y hueso que no sólo luchan cada día contra enormes molinos, sino que además los vencen y guiñan un ojo en un gesto pícaro que pide un nuevo desafío, pues la palabra derrota no forma parte de su vocabulario. A lo largo de mi estancia en el extranjero he conocido a muchos emigrantes españoles, de todas edades y condiciones, con historias muy distintas que siempre hablan de lucha, superación y adaptación. Unas son tristes, otras sorprendentes y algunas cuentan emocionantes aventuras. Entre todas he elegido una quijotesca historia para cerrar una trilogía de artículos que suponen mi personal homenaje a Cervantes y a la inmortal lengua que compartimos.

Se llama Paco y le gusta decir que es pintor, aunque ha ejercido tantos oficios que resulta difícil limitarle con una etiqueta. Además, todos se le han dado bien. Se siente orgulloso de haber nacido en la misma Málaga de Picasso, quien seguramente le inspirara. Sus pinturas se venden fácilmente, algunas decoran su casa, pero la mayoría sólo existen en su memoria o reflejadas en las fotos que guarda en un preciado álbum. Entre ellas destacan desnudos, paisajes manchegos y, sobre todo, Quijotes. Los ha plasmado en todo tipo de formatos, con o sin Sancho, con su delgada figura, su reluciente armadura, su alargada lanza y su eterno Rocinante. De fondo, una gama de intensos rojos refleja el pasional carácter de Paco. Los ha dibujado tanto, que ha acabado pareciéndose a ellos.

Cuando cambió España por el exilio, el país estaba sumido en la más profunda represión franquista, que contrastaba con su carácter liberal y desenfadado. Comprendió que no tenía nada que hacer allí y se lanzó a una eterna aventura sin límites ni certezas. Se sentía a gusto cambiando de país, adaptándose a cualquier situación para ganarse la vida, conociendo gente nueva, aprendiendo otros idiomas y mostrando la cultura española allá a donde iba. Francia es el país que le acogió durante más tiempo, donde tiene hijos y nietos. Habla francés sin ningún acento y la deriva le dejó en Dijon, donde echó el ancla y abrió un restaurante de comida española.

Le conocí hace seis años gracias a un catering que preparó para la empresa en que yo trabajaba. Paco ya había vendido su restaurante y se dedicaba a organizar eventos: lo mismo hacía una fabada que una estupenda paella. Un tiempo después, cambié de trabajo y le llamé para encargarle un bufé a base de tapas que elegimos entre los dos. Él lo preparó todo ayudado por su actual novia, una simpática polaca. Había estado con francesas, pero prefería a las mujeres del este de Europa, que tienen algo distinto, tú ya sabes a lo que me refiero, me decía mientras guiñaba un ojo. A pesar de la diferencia de edad, congeniamos bien. Al fin y al cabo éramos dos emigrantes españoles que habían encontrado en Francia un amor que venía del este. Teníamos cosas en común.

Un día me invitó a comer a su casa. Para ser coherente con su atípica vida, Paco vivía en un castillo, uno de esos elegantes edificios renacentistas que abundan entre los viñedos de la Borgoña, en medio de un impresionante jardín. Él era el guardián del castillo, que pertenecía a una acaudalada familia parisina que sólo lo utilizaba unas semanas en agosto. Allí pasamos un estupendo domingo de primavera en torno a una mesa completada por su hijo, su nuera, su nieto y dos viejos amigos, emigrantes españoles que dejaron Galicia incluso antes que él saliera de Andalucía. Compartimos anécdotas y nostalgias, pero sobre todo optimismo y confianza en los encuentros fortuitos que cambian una vida. Por aquel entonces Paco ya tenía un billete de vuelta a la tierra que le vio nacer, pues no imaginaba su merecida jubilación si no era bajo el sol español. Su novia y él acababan de comprar una casa no muy lejos del mar. Ella se regocijaba cuando me enseñaba las fotos de la playa cercana, su cara iluminada por el recuerdo del sol y la brisa mediterránea. No me resulta difícil imaginarla ahora tumbada sobre la arena mientras Paco, a su lado, pinta Quijotes con el mar de fondo. La España que ya habrá reencontrado no tiene nada que ver con la que dejara hace más de cincuenta años, aunque poco le importa, pues sólo quiere acabar su vida tranquilo, con la única preocupación de elegir bien los colores de su paleta y no coger una insolación.
El castillo de Paco

domingo, 1 de mayo de 2016

El último aventurero


Cuando el futuro se dibujó ante sus ojos, vaciló un instante. Nunca imaginó que tuviera aquella forma, pero sabía que sería impredecible y que lo reconocería desde la distancia. Siempre quedaba la opción de volver atrás, olvidar los problemas, imaginar que nunca existieron y regresar al punto de partida. No sería capaz de admitirlo, pero durante unos segundos contempló esa posibilidad. Tan grande era la nueva empresa, tan difícil la última batalla. Un camino acababa y otro empezaba. ¿Sería capaz de enfrentarse a su futuro, mirarlo a los ojos y asumir todas sus consecuencias? ¿Tendría las fuerzas necesarias para luchar aun sabiendo que la victoria no estaba a su alcance?

Frente a él, su porvenir tomó el aspecto de un parque eólico: los molinos se alineaban hasta donde alcanzaba la vista. Hacía tiempo que los había visto despuntar en el horizonte, pero ahora la silueta de aquellos extraños y desafiantes seres era inconfundible. Pasado el fugaz momento de duda, espoleó su caballo y siguió adelante. No miró atrás, pues sabía que los verdaderos amigos, los más fieles, nos acompañan sea cual sea el camino a seguir y sus consejos son los más valiosos. ¡Mira cómo alzan sus picas al cielo y las mueven para provocarnos, Sancho! Esos gigantes piensan que su movimiento hipnótico nublará nuestra vista. Están demasiado seguros de sí mismos, pero no saben que su prepotencia inclinará la balanza a nuestro favor. Así nuestro ataque será aún más inesperado. Es la única baza que podemos jugar si queremos ganar. ¡Por eso tenemos que ser rápidos!

Siento decirle que no son gigantes sino molinos, que producen electricidad cuando el viento mueve las aspas que usted confunde con picas, respondió Sancho Panza. Don Quijote lamentó que la cobardía se manifestara de aquella manera en las palabras de su escudero, capaz de encontrar cualquier argumento para no entablar batalla. Se sintió como extranjero en tierra de nadie, sin apoyos, con la única opción de luchar para seguir adelante. Si esperaba la ayuda de su holgazán compañero, sería demasiado tarde. Sabía que estaba solo y que el tiempo jugaba en su contra. Si la empresa fuera fácil, nunca merecería el corazón de su amada Dulcinea. Antes de dirigirse al galope hacia los molinos, dedicó una dura réplica a Sancho: ansías la gloria, pero huyes del combate y tu actitud te convierte en un mero espectador de la vida. No te muevas si no quieres arriesgarte a que tu asno tire las viandas que guardan tus alforjas. ¡Acomódate, bebe de tu bota y disfruta de la mayor contienda que jamás hayas soñado! 

Se lanzó cuán rápido pudo hacia uno de los molinos. Por un momento olvidó lo que era y escapó de una realidad que rechazaba, manipulada por políticos corruptos más preocupados por su bienestar personal que por el bien común de un país. ¿Por qué no podía crear otro mundo, uno en que mereciera la pena vivir y donde la victoria fuera posible? ¿Por qué no podía manipular lo que veía para hacer la vida más soportable? Por un momento se refugió en su querida literatura, consciente de poder vivir en otro lugar con el simple hecho de desearlo. Por un momento fue feliz. Agarró con fuerza su lanza, cerró los ojos y se vio inmerso en una aventura que nunca olvidaría.

El ejército de esbeltos gigantes se dispersaba ante sus ojos. Las tres picas que cada uno esgrimía eran inmensas y en caso de ser lanzadas hacia él, la muerte estaba asegurada. Don Quijote se vio empequeñecido, pero su determinación no cambió. Sabía que era demasiado tarde para una huída y su reputación estaba en juego. Eligió una de las blancas columnas y la embistió con toda la fuerza que la velocidad de Rocinante le proporcionó. La lanza produjo un sonido metálico al chocar contra el molino y el caballo esquivó el poste mientras el hidalgo caía al suelo. Su fiel escudero no tardó en llegar para socorrerle. 

¿Para qué decías que sirven estos molinos, Sancho? Para producir electricidad, señor. No utilices palabras inventadas para esconder tu ignorancia, mi simple escudero. No la he inventado yo, señor, la electricidad es una energía que permite dar vida a casi todos los aparatos que nos facilitan la existencia. Esa magia invisible de la que hablas, Sancho, ha transformado un ejército de gigantes en extraños molinos. Don Quijote se sacudió la armadura y suspiró aliviado, convencido de que, a pesar de su derrota, la guerra no estaba perdida. Todavía podía seguir luchando.

[Relato participante en el concurso literario "¿qué haría hoy Don Quijote con los molinos?", convocado por Zenda (www.zendalibros.com) y patrocinado por Iberdrola]