sábado, 7 de mayo de 2016

Un Quijote de carne y hueso

Su mirada es viva y perspicaz. No refleja la inteligencia del erudito, sino la lucidez de quien sabe desenvolverse en cualquier situación. No ha ido a ninguna universidad, pero ha sabido descifrar las enseñanzas que la vida le ha mostrado y las ha convertido en su personal filosofía. Él es uno de esos Quijotes de carne y hueso que no sólo luchan cada día contra enormes molinos, sino que además los vencen y guiñan un ojo en un gesto pícaro que pide un nuevo desafío, pues la palabra derrota no forma parte de su vocabulario. A lo largo de mi estancia en el extranjero he conocido a muchos emigrantes españoles, de todas edades y condiciones, con historias muy distintas que siempre hablan de lucha, superación y adaptación. Unas son tristes, otras sorprendentes y algunas cuentan emocionantes aventuras. Entre todas he elegido una quijotesca historia para cerrar una trilogía de artículos que suponen mi personal homenaje a Cervantes y a la inmortal lengua que compartimos.

Se llama Paco y le gusta decir que es pintor, aunque ha ejercido tantos oficios que resulta difícil limitarle con una etiqueta. Además, todos se le han dado bien. Se siente orgulloso de haber nacido en la misma Málaga de Picasso, quien seguramente le inspirara. Sus pinturas se venden fácilmente, algunas decoran su casa, pero la mayoría sólo existen en su memoria o reflejadas en las fotos que guarda en un preciado álbum. Entre ellas destacan desnudos, paisajes manchegos y, sobre todo, Quijotes. Los ha plasmado en todo tipo de formatos, con o sin Sancho, con su delgada figura, su reluciente armadura, su alargada lanza y su eterno Rocinante. De fondo, una gama de intensos rojos refleja el pasional carácter de Paco. Los ha dibujado tanto, que ha acabado pareciéndose a ellos.

Cuando cambió España por el exilio, el país estaba sumido en la más profunda represión franquista, que contrastaba con su carácter liberal y desenfadado. Comprendió que no tenía nada que hacer allí y se lanzó a una eterna aventura sin límites ni certezas. Se sentía a gusto cambiando de país, adaptándose a cualquier situación para ganarse la vida, conociendo gente nueva, aprendiendo otros idiomas y mostrando la cultura española allá a donde iba. Francia es el país que le acogió durante más tiempo, donde tiene hijos y nietos. Habla francés sin ningún acento y la deriva le dejó en Dijon, donde echó el ancla y abrió un restaurante de comida española.

Le conocí hace seis años gracias a un catering que preparó para la empresa en que yo trabajaba. Paco ya había vendido su restaurante y se dedicaba a organizar eventos: lo mismo hacía una fabada que una estupenda paella. Un tiempo después, cambié de trabajo y le llamé para encargarle un bufé a base de tapas que elegimos entre los dos. Él lo preparó todo ayudado por su actual novia, una simpática polaca. Había estado con francesas, pero prefería a las mujeres del este de Europa, que tienen algo distinto, tú ya sabes a lo que me refiero, me decía mientras guiñaba un ojo. A pesar de la diferencia de edad, congeniamos bien. Al fin y al cabo éramos dos emigrantes españoles que habían encontrado en Francia un amor que venía del este. Teníamos cosas en común.

Un día me invitó a comer a su casa. Para ser coherente con su atípica vida, Paco vivía en un castillo, uno de esos elegantes edificios renacentistas que abundan entre los viñedos de la Borgoña, en medio de un impresionante jardín. Él era el guardián del castillo, que pertenecía a una acaudalada familia parisina que sólo lo utilizaba unas semanas en agosto. Allí pasamos un estupendo domingo de primavera en torno a una mesa completada por su hijo, su nuera, su nieto y dos viejos amigos, emigrantes españoles que dejaron Galicia incluso antes que él saliera de Andalucía. Compartimos anécdotas y nostalgias, pero sobre todo optimismo y confianza en los encuentros fortuitos que cambian una vida. Por aquel entonces Paco ya tenía un billete de vuelta a la tierra que le vio nacer, pues no imaginaba su merecida jubilación si no era bajo el sol español. Su novia y él acababan de comprar una casa no muy lejos del mar. Ella se regocijaba cuando me enseñaba las fotos de la playa cercana, su cara iluminada por el recuerdo del sol y la brisa mediterránea. No me resulta difícil imaginarla ahora tumbada sobre la arena mientras Paco, a su lado, pinta Quijotes con el mar de fondo. La España que ya habrá reencontrado no tiene nada que ver con la que dejara hace más de cincuenta años, aunque poco le importa, pues sólo quiere acabar su vida tranquilo, con la única preocupación de elegir bien los colores de su paleta y no coger una insolación.
El castillo de Paco

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