Su
mirada es viva y perspicaz. No refleja la inteligencia del erudito,
sino la lucidez de quien sabe desenvolverse en cualquier situación.
No ha ido a ninguna universidad, pero ha sabido descifrar las
enseñanzas que la vida le ha mostrado y las ha convertido en su
personal filosofía. Él es uno de esos Quijotes de carne y hueso que
no sólo luchan cada día contra enormes molinos, sino que además
los vencen y guiñan un ojo en un gesto pícaro que pide un nuevo
desafío, pues la palabra derrota no forma parte de su vocabulario. A
lo largo de mi estancia en el extranjero he conocido a muchos
emigrantes españoles, de todas edades y condiciones, con historias
muy distintas que siempre hablan de lucha, superación y adaptación.
Unas son tristes, otras sorprendentes y algunas cuentan emocionantes
aventuras. Entre todas he elegido una quijotesca historia para cerrar
una trilogía de artículos que suponen mi personal homenaje a
Cervantes y a la inmortal lengua que compartimos.
Se
llama Paco y le gusta decir que es pintor, aunque ha ejercido tantos
oficios que resulta difícil limitarle con una etiqueta. Además,
todos se le han dado bien. Se siente orgulloso de haber nacido en la
misma Málaga de Picasso, quien seguramente le inspirara. Sus
pinturas se venden fácilmente, algunas decoran su casa, pero la
mayoría sólo existen en su memoria o reflejadas en las fotos que
guarda en un preciado álbum. Entre ellas destacan desnudos, paisajes
manchegos y, sobre todo, Quijotes. Los ha plasmado en todo tipo de
formatos, con o sin Sancho, con su delgada figura, su reluciente
armadura, su alargada lanza y su eterno Rocinante. De fondo, una gama
de intensos rojos refleja el pasional carácter de Paco. Los ha
dibujado tanto, que ha acabado pareciéndose a ellos.
Cuando
cambió España por el exilio, el país estaba sumido en la más
profunda represión franquista, que contrastaba con su carácter
liberal y desenfadado. Comprendió que no tenía nada que hacer allí
y se lanzó a una eterna aventura sin límites ni certezas. Se sentía
a gusto cambiando de país, adaptándose a cualquier situación para
ganarse la vida, conociendo gente nueva, aprendiendo otros idiomas y
mostrando la cultura española allá a donde iba. Francia es el país
que le acogió durante más tiempo, donde tiene hijos y nietos. Habla
francés sin ningún acento y la deriva le dejó en Dijon, donde echó
el ancla y abrió un restaurante de comida española.
Le
conocí hace seis años gracias a un catering que preparó para la
empresa en que yo trabajaba. Paco ya había vendido su restaurante y
se dedicaba a organizar eventos: lo mismo hacía una fabada que una
estupenda paella. Un tiempo después, cambié de trabajo y le llamé
para encargarle un bufé a base de tapas que elegimos entre los dos.
Él lo preparó todo ayudado por su actual novia, una simpática
polaca. Había estado con francesas, pero prefería a las mujeres del
este de Europa, que tienen algo distinto, tú ya sabes a lo que me
refiero, me decía mientras guiñaba un ojo. A pesar de la diferencia
de edad, congeniamos bien. Al fin y al cabo éramos dos emigrantes
españoles que habían encontrado en Francia un amor que venía del
este. Teníamos cosas en común.
Un
día me invitó a comer a su casa. Para ser coherente con su atípica
vida, Paco vivía en un castillo, uno de esos elegantes edificios
renacentistas que abundan entre los viñedos de la Borgoña, en medio
de un impresionante jardín. Él era el guardián del castillo, que
pertenecía a una acaudalada familia parisina que sólo lo utilizaba
unas semanas en agosto. Allí pasamos un estupendo domingo de
primavera en torno a una mesa completada por su hijo, su nuera, su
nieto y dos viejos amigos, emigrantes españoles que dejaron Galicia
incluso antes que él saliera de Andalucía. Compartimos anécdotas y
nostalgias, pero sobre todo optimismo y confianza en los encuentros
fortuitos que cambian una vida. Por aquel entonces Paco ya tenía un
billete de vuelta a la tierra que le vio nacer, pues no imaginaba su
merecida jubilación si no era bajo el sol español. Su novia y él
acababan de comprar una casa no muy lejos del mar. Ella se regocijaba
cuando me enseñaba las fotos de la playa cercana, su cara iluminada
por el recuerdo del sol y la brisa mediterránea. No me resulta
difícil imaginarla ahora tumbada sobre la arena mientras Paco, a su
lado, pinta Quijotes con el mar de fondo. La España que ya habrá
reencontrado no tiene nada que ver con la que dejara hace más de
cincuenta años, aunque poco le importa, pues sólo quiere acabar su
vida tranquilo, con la única preocupación de elegir bien los
colores de su paleta y no coger una insolación.
El castillo de Paco
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