Sabía que aquella mañana
llegaría tarde al trabajo. La noche anterior le había costado
conciliar el sueño, pues al despertar sería su cumpleaños y no
quería admitir que había perdido el rumbo de su vida. Habían
anunciado lluvia de nuevo y por un momento pensó en no levantarse,
olvidando la última vez que había visto lucir el sol en el cielo de
Lyon. El mismo que iluminaba la tierra que tanto añoraba y que hacía
un año había abandonado. La imagen de la gente dejada atrás le dio
las fuerzas necesarias para salir de la cama. Si no lo hago por mí,
lo haré por ellos, pensó cuando, a las cinco de la madrugada, cogió
el metro que le llevaría al centro para empezar su jornada.
Hacía dos años que
María había perdido a su padre y su recuerdo se sentaba cada día a
su lado en el metro. Con la pensión de su madre como único ingreso,
apenas llegaban a fin de mes y, menos aún, a prometer un futuro a su
hermano pequeño. Con el dinero que ella mandaba desde el extranjero,
quería alimentar la ilusión de que podía elegir un mundo mejor.
María había estudiado psicología, pero se había encontrado con
una crisis que obligaba a tener dos carreras y saber dos idiomas para
conseguir un empleo temporal apenas remunerado. Sin el dinero
suficiente, seguir estudiando era un lujo para ella. Se decidió a
salir de su país, aunque los destinos donde se podía defender con
su inglés ya estaban saturados. Le habían aconsejado ir a Francia,
pero ¿cómo podría ejercer su profesión sin saber el idioma? ¿Cómo
se puede curar con palabras sin conocer una lengua?
Llegaba con casi una hora
de retraso. Nadie estaba allí para comprobarlo, pero tendría que
afanarse si quería limpiar los mismos despachos en la mitad de
tiempo. Aunque en su época de estudiante nunca se había imaginado
empezar su cumpleaños en una situación parecida, no quería perder
la oportunidad que la vida le había dado. En realidad cuidaba los
hijos de una familia española afincada en Lyon que, además, le
había pagado un curso de francés. Llevaba los niños al colegio,
les daba de comer y limpiaba la casa, pero ahora su prioridad era
encontrar un trabajo que le permitiera alquilar un piso y, por
primera vez en veinticinco años, vivir su propia vida. Su francés
no era muy bueno y se tuvo que conformar con limpiar oficinas, un
empleo que el padre de la familia le había ofrecido. María halló
en él una mano tendida al otro lado del abismo. Sólo tenía que
atreverse a saltar, pero cuando se han perdido tantas cosas, ése es
el menor problema.
Solía aprovechar la
soledad de la madrugada para detenerse en cada mesa, observar la
disposición de cada objeto e imaginar qué tipo de persona se
sentaba en cada silla. Era un instinto que le recordaba su verdadera
profesión, esa que nunca había ejercido. Todo detalle le servía
para trazar un rápido perfil: sabía quiénes eran los maniáticos
del orden, quién tenía hijos o quién viajaba a los destinos más
exóticos, presentes en fotografías pegadas en cualquier parte. Ella
llegaba siempre después, cuando la vida ya ha pasado y sólo queda
el reflejo de los sueños no realizados. Actuaba como el policía que
analiza el lugar del crimen o como el arqueólogo que viaja en el
tiempo cuando estrecha el pasado entre sus manos. A veces jugaba a
reconstruir las escenas que allí habían sucedido e interpretar la
pieza de teatro de una vida que pudo ser y no fue, truncada por
decisiones que otras personas habían tomado por ella. Se sentaba en
una de las cómodas sillas e imaginaba que tenía más suerte, que
podía disfrutar de horarios normales o de vacaciones pagadas. Podía
soñar con los ojos abiertos. No quería poder ni riquezas, sino
tener un trabajo estable, llevar una vida sencilla y realizarse tanto
profesional como personalmente.
Aquella mañana no tenía
tiempo para jugar a la búsqueda del tesoro y sólo podía
concentrarse si no quería perder su empleo. Le extrañó ver un
paquete envuelto en papel de regalo mientras limpiaba un escritorio.
Sobre él, una etiqueta llevaba su nombre. ¿Sería para ella? Quedó
paralizada por un instante, el tiempo que su mente necesitó para
asimilar que había dejado de ser una mera espectadora. Abrió el
envoltorio y se vio disfrutando de la vida que algún día esperaba
tener, como la actriz deseosa por deslumbrar al público que había
comprado su entrada sin haberla visto actuar antes. Sus temblorosas
manos sostenían un contrato temporal que llevaba su nombre.
Trabajaría en recursos humanos, aportando su formación en
psicología para elegir entre los candidatos a un nuevo puesto. No
curaría con palabras, pero estaría más cerca de hacerlo.
Una vez pasada la
sorpresa inicial, lo comprendió todo. El padre de los niños que
cuidaba estaría detrás de aquello. Él, que trabajaba en la
empresa, que sabía cuándo era su cumpleaños y que no era más que
otro emigrante español con más suerte que ella. Entonces comprendió
que cada paso dado, por más insignificante o alejado de nuestro
propósito que nos parezca, nos acerca más a nuestros sueños.
Avanzó hasta el amplio ventanal que, desde lo alto de la torre de
oficinas, ofrecía una impresionante vista de Lyon. Y allí, con su
nuevo contrato en una mano, vio el amanecer a través de las lágrimas
que inundaban sus ojos. Aunque los contornos se difuminaban, pudo ver
el sol nacer y sentir una desconocida sensación de poder. La ciudad
entera, aún dormida, se rendía sin saberlo bajo sus pies y ella, en
la soledad de su torre, saboreaba el primer día de una nueva vida.
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