Tiene
su pasaporte en las manos y lo mira con indiferencia. Pertenece a un
país que nunca ha pisado, así que intento razonar y explicar para
qué lo necesita. Reconozco que resulta demasiado difícil cuando uno
no cree en el concepto de nación y sueña con un mundo libre, sin
fronteras, sin los problemas que derivan de ellas, en donde a nadie
le importe el origen de quien tiene a su lado. ¿Cómo le hablo
entonces de nacionalismos y de guerras empezadas en nombre de una
bandera? Si mi idea de pertenencia a un estado empezó
a relativizarse desde mi llegada a Francia, se devaluó cuando me
casé con una mujer rumana y acabó por desaparecer cuando tuve un
hijo apátrida.
Nació
en Francia y no fue fácil encontrar una respuesta cuando nos
preguntamos qué nacionalidad tenía. Hijo de padres extranjeros, no
podía reclamar la del país que le había visto nacer. Nos hubiera
gustado que fuera español y rumano para no renunciar a ninguno de
sus orígenes, pero España sólo contempla la doble nacionalidad con
países iberoamericanos, Andorra, Portugal, Guinea Ecuatorial o
Filipinas. Aunque al final decidimos que fuera español, oficialmente
fue un apátrida durante los dos meses que pasaron antes de tener su
primer pasaporte. A pesar de lo que diga un papel con su fotografía,
su corazón es tan español como rumano o francés. En nuestra casa
hablamos tres idiomas de una forma muy natural, a veces incluso en la
misma frase, pues hay palabras que estamos habituados a usar en
determinado contexto y lenguas que permiten expresar unos
sentimientos mejor que otras. Las culturas de tres países se
entrelazan rompiendo barreras, sin importar cuán altas sean. Estamos
acostumbrados a mezclar en vez de separar, y no sólo no es difícil,
sino que, además, nos hace felices.
En
los medios españoles he oído últimamente palabras como "estado
plurinacional" y me pregunto si mi casa es un "hogar
plurinacional" o si estas distinciones son necesarias. Todos y cada uno de nosotros somos diferentes,
dependiendo de cómo hayamos sido educados, de lo que hayamos leído
y aprendido, de lo que hayamos visto y oído: de nuestra cultura, en
definitiva. He viajado lo suficiente como para tener amigos en muchos
países de Europa y en otros continentes y puedo decir que, en lo
básico, en lo más importante, todos somos iguales. Y nuestras
diferencias nos unen aún más, pues estimulan la curiosidad y nos
empujan a visitar otros lugares y conocer otras costumbres.
Todo
nacionalista o independentista se justifica con argumentos derivados
de una cultura local (entorno, lengua, carácter...), que le es
propia y le distingue del resto. Es un razonamiento indiscutible,
pero hace aguas cuando se utiliza como arma arrojadiza para separar y
romper una convivencia ya deteriorada de por sí. La existencia de
rasgos distintivos se puede aplicar a todas las escalas: no sólo
nuestras comunidades autónomas difieren unas de otras, sino que cada
ciudad de una misma región conserva un particular carácter, cada
barrio de una misma población se rige por hábitos distintos y los
habitantes de cada calle se reconocen por los mismos lugares que
frecuentan. Cambiando de escala, podemos pasar por encima de
evidentes diferencias para encontrar rasgos comunes entre países de
un mismo continente: el bien definido carácter europeo se distingue
del asiático, del americano o del africano. Pero, ¿para qué
diferenciar territorios cuando en el fondo somos todos iguales y
compartimos el mismo patrimonio genético? Como creo que estamos muy
lejos de llegar a convertir la anterior pregunta en una afirmación,
sólo me queda soñar que algún día mi familia, dividida entre tres
países, podrá compartir el mismo pasaporte europeo y olvidar que un
tiempo atrás la gente se peleaba y moría simplemente por haber
nacido en un sitio distinto.
¿Por
qué dejamos que papeles sin sentido dirijan nuestras vidas y no
permitimos que los sentimientos se ocupen de lo que de verdad
importa? ¿Por qué no podemos pertenecer al lugar donde nos
enamoramos por primera vez, donde descubrimos el significado de la
felicidad o donde lloramos y encontramos un hombro en el que secar
nuestras lágrimas? ¿Acaso no guardamos lazos invisibles con los
sitios donde vivimos experiencias inolvidables? ¿Acaso no es
suficiente un vínculo afectivo tan poderoso? Tal vez no lo sea
porque esos sentimientos no se pueden demostrar. A veces olvidamos
que las cosas más importantes de la vida no se pueden etiquetar y,
menos aún, explicar. Sólo se sienten. Y todo el mundo tiene derecho
a ellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario