domingo, 5 de junio de 2016

Orígenes

Tiene su pasaporte en las manos y lo mira con indiferencia. Pertenece a un país que nunca ha pisado, así que intento razonar y explicar para qué lo necesita. Reconozco que resulta demasiado difícil cuando uno no cree en el concepto de nación y sueña con un mundo libre, sin fronteras, sin los problemas que derivan de ellas, en donde a nadie le importe el origen de quien tiene a su lado. ¿Cómo le hablo entonces de nacionalismos y de guerras empezadas en nombre de una bandera? Si mi idea de pertenencia a un estado empezó a relativizarse desde mi llegada a Francia, se devaluó cuando me casé con una mujer rumana y acabó por desaparecer cuando tuve un hijo apátrida.

Nació en Francia y no fue fácil encontrar una respuesta cuando nos preguntamos qué nacionalidad tenía. Hijo de padres extranjeros, no podía reclamar la del país que le había visto nacer. Nos hubiera gustado que fuera español y rumano para no renunciar a ninguno de sus orígenes, pero España sólo contempla la doble nacionalidad con países iberoamericanos, Andorra, Portugal, Guinea Ecuatorial o Filipinas. Aunque al final decidimos que fuera español, oficialmente fue un apátrida durante los dos meses que pasaron antes de tener su primer pasaporte. A pesar de lo que diga un papel con su fotografía, su corazón es tan español como rumano o francés. En nuestra casa hablamos tres idiomas de una forma muy natural, a veces incluso en la misma frase, pues hay palabras que estamos habituados a usar en determinado contexto y lenguas que permiten expresar unos sentimientos mejor que otras. Las culturas de tres países se entrelazan rompiendo barreras, sin importar cuán altas sean. Estamos acostumbrados a mezclar en vez de separar, y no sólo no es difícil, sino que, además, nos hace felices.

En los medios españoles he oído últimamente palabras como "estado plurinacional" y me pregunto si mi casa es un "hogar plurinacional" o si estas distinciones son necesarias. Todos y cada uno de nosotros somos diferentes, dependiendo de cómo hayamos sido educados, de lo que hayamos leído y aprendido, de lo que hayamos visto y oído: de nuestra cultura, en definitiva. He viajado lo suficiente como para tener amigos en muchos países de Europa y en otros continentes y puedo decir que, en lo básico, en lo más importante, todos somos iguales. Y nuestras diferencias nos unen aún más, pues estimulan la curiosidad y nos empujan a visitar otros lugares y conocer otras costumbres.

Todo nacionalista o independentista se justifica con argumentos derivados de una cultura local (entorno, lengua, carácter...), que le es propia y le distingue del resto. Es un razonamiento indiscutible, pero hace aguas cuando se utiliza como arma arrojadiza para separar y romper una convivencia ya deteriorada de por sí. La existencia de rasgos distintivos se puede aplicar a todas las escalas: no sólo nuestras comunidades autónomas difieren unas de otras, sino que cada ciudad de una misma región conserva un particular carácter, cada barrio de una misma población se rige por hábitos distintos y los habitantes de cada calle se reconocen por los mismos lugares que frecuentan. Cambiando de escala, podemos pasar por encima de evidentes diferencias para encontrar rasgos comunes entre países de un mismo continente: el bien definido carácter europeo se distingue del asiático, del americano o del africano. Pero, ¿para qué diferenciar territorios cuando en el fondo somos todos iguales y compartimos el mismo patrimonio genético? Como creo que estamos muy lejos de llegar a convertir la anterior pregunta en una afirmación, sólo me queda soñar que algún día mi familia, dividida entre tres países, podrá compartir el mismo pasaporte europeo y olvidar que un tiempo atrás la gente se peleaba y moría simplemente por haber nacido en un sitio distinto.

¿Por qué dejamos que papeles sin sentido dirijan nuestras vidas y no permitimos que los sentimientos se ocupen de lo que de verdad importa? ¿Por qué no podemos pertenecer al lugar donde nos enamoramos por primera vez, donde descubrimos el significado de la felicidad o donde lloramos y encontramos un hombro en el que secar nuestras lágrimas? ¿Acaso no guardamos lazos invisibles con los sitios donde vivimos experiencias inolvidables? ¿Acaso no es suficiente un vínculo afectivo tan poderoso? Tal vez no lo sea porque esos sentimientos no se pueden demostrar. A veces olvidamos que las cosas más importantes de la vida no se pueden etiquetar y, menos aún, explicar. Sólo se sienten. Y todo el mundo tiene derecho a ellas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario