domingo, 19 de junio de 2016

Abriendo el camino (II) : Decidiendo el recorrido

Hace tiempo que la fiesta ha empezado y ahí estamos nosotros. Hemos llegado atraídos por la música, la buena comida y el alegre gentío, con la única intención de pasar un buen rato. Nadie nos ha invitado, así que todos nos miran de un modo extraño. Nos analizan de arriba a abajo, se preguntan de dónde hemos salido y qué hemos hecho para llegar hasta allí. Algunos son amables, nos dan la mano y empiezan a hablar con nosotros, mientras otros observan sorprendidos cómo nos sirven una copa y vaciamos sus bandejas de aperitivos. Muchos vienen atraídos por la novedad que amenaza con cambiar sus aburridas vidas, aunque sólo sea para ver cómo aleteamos cual pez fuera del agua. Y ahí en medio estamos nosotros, emigrantes en un país desconocido, obligados a convencer a nuestros anfitriones de que vale la pena mirar a los ojos y confiar en lo inesperado.

Desembarcar en una nación ajena significa cuestionar muchas cosas que dábamos por sentadas y descubrir nuevos significados para viejas palabras. El fondo es el mismo que el del lugar que dejamos atrás, pero la forma cambia por completo. Así es como empieza el arduo trabajo de asociar lo nuevo a lo ya conocido para dibujar un plano que pueda orientarnos en el futuro. La clave está en la comprensión de las costumbres locales y en cómo las vamos haciendo nuestras, sin renunciar a las que traemos con nosotros. Se trata de mezclar en lugar de sustituir, de enriquecernos con lo que aprendemos, pero aprovechando nuestra experiencia para aportar un valor añadido que nos convierta en algo insustituible, un principio aplicable a cualquier aspecto de la vida.

Cuando hace seis años y medio llegué a Dijon, comprobé que las reglas del juego no eran las mismas y que tendría que analizarlas y saber utilizarlas si quería avanzar en el tablero. Para ejercer mi profesión debía seguir un camino distinto al que ya conocía y que nadie me enseñaría si no empezaba a recorrerlo solo. Descubrí extrañas leyes, como la que obliga a recurrir a un arquitecto sólo cuando la superficie de una casa es superior a ciento setenta metros cuadrados (el año pasado bajaron el límite a ciento cincuenta, como si fuera un gran avance). En España resulta inconcebible construir cualquier cosa sin un profesional formado para ello, pero tal vez nos alivie pensar que la mayoría de nuestros políticos se gana la vida haciendo algo de lo que no tiene la más remota idea. O tal vez no. El caso es que tras el romántico principio de que cualquiera pueda construir su propia casa (o llegar a presidente del gobierno), se esconde una desoladora realidad: urbanizaciones atestadas de viviendas iguales realizadas sin ningún criterio de calidad más allá de una evidente economía (aunque esto también suceda en nuestro país y con la firma de un arquitecto, además).

Para combatir esa decepcionante imagen, en Francia existen asociaciones públicas como los C.A.U.E. (Consejos de Arquitectura, Urbanismo y Entorno), que ofrecen consejos gratuitos a todas aquellas personas que quieren ahorrarse un arquitecto sin renunciar a un espacio diseñado según criterios lógicos. Ahí fue donde llegué a parar cuando aterricé en Dijon por primera vez. Con un equipo de arquitectos, urbanistas, paisajistas y documentalistas, se dedican a fomentar el interés por una arquitectura de calidad a través de la sensibilización. Intervenciones en colegios e institutos, proyecciones de documentales, exposiciones, publicaciones para valorizar la arquitectura local y consejos profesionales gratuitos completan un variado programa en el que me sentí muy a gusto. No pudieron contratarme, pero me ofrecieron prolongar mi beca dos meses.


Mi experiencia allí me abrió muchas puertas en Dijon, una ciudad relativamente pequeña, y me facilitó la búsqueda de un trabajo en un estudio de arquitectura, uno de esos sitios en donde se piensa el mundo en que viviremos mañana, el que más nos conviene o más nos merecemos. Empecé esa apasionante aventura en un simpático estudio que me acogió durante cinco años con los brazos abiertos. Tras dos contratos sucesivos de seis meses, acabaron proponiéndome uno indefinido, algo con lo que ni siquiera me permitía soñar en mi país de origen. Así fue como coloqué una a una las piedras que formaron mi camino y lo guiaron durante un tiempo. Habría sido demasiado fácil dejarse llevar por la rutina, por las tendencias que poco a poco acaban definiendo nuestro destino, pero un día decidí dejar esa existencia segura y bien encauzada por la incertidumbre de un futuro inesperado. ¿Por qué? Porque el trabajo no es lo único que cuenta en esta vida. [Continuará]

Chatellenot, Francia, 19/06/2010

Tenemos la obligación de pintar la vida del color que más nos guste y la capacidad de elegir, después, qué partes merecen cambiar de tonalidad.

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