Hace
tiempo que la fiesta ha empezado y ahí estamos nosotros. Hemos
llegado atraídos por la música, la buena comida y el alegre gentío,
con la única intención de pasar un buen rato. Nadie nos ha
invitado, así que todos nos miran de un modo extraño. Nos analizan
de arriba a abajo, se preguntan de dónde hemos salido y qué hemos
hecho para llegar hasta allí. Algunos son amables, nos dan la mano y
empiezan a hablar con nosotros, mientras otros observan sorprendidos
cómo nos sirven una copa y vaciamos sus bandejas de aperitivos.
Muchos vienen atraídos por la novedad que amenaza con cambiar sus
aburridas vidas, aunque sólo sea para ver cómo aleteamos cual pez
fuera del agua. Y ahí en medio estamos nosotros, emigrantes en un
país desconocido, obligados a convencer a nuestros anfitriones de
que vale la pena mirar a los ojos y confiar en lo inesperado.
Desembarcar
en una nación ajena significa cuestionar muchas cosas que dábamos
por sentadas y descubrir nuevos significados para viejas palabras. El
fondo es el mismo que el del lugar que dejamos atrás, pero la forma
cambia por completo. Así es como empieza el arduo trabajo de asociar
lo nuevo a lo ya conocido para dibujar un plano que pueda orientarnos
en el futuro. La clave está en la comprensión de las costumbres
locales y en cómo las vamos haciendo nuestras, sin renunciar a las
que traemos con nosotros. Se trata de mezclar en lugar de sustituir,
de enriquecernos con lo que aprendemos, pero aprovechando nuestra
experiencia para aportar un valor añadido que nos convierta en algo
insustituible, un principio aplicable a cualquier aspecto de la vida.
Cuando
hace seis años y medio llegué a Dijon, comprobé que las reglas del
juego no eran las mismas y que tendría que analizarlas y saber
utilizarlas si quería avanzar en el tablero. Para ejercer mi
profesión debía seguir un camino distinto al que ya conocía y que
nadie me enseñaría si no empezaba a recorrerlo solo. Descubrí
extrañas leyes, como la que obliga a recurrir a un arquitecto sólo
cuando la superficie de una casa es superior a ciento setenta metros
cuadrados (el año pasado bajaron el límite a ciento cincuenta, como
si fuera un gran avance). En España resulta inconcebible construir
cualquier cosa sin un profesional formado para ello, pero tal vez nos
alivie pensar que la mayoría de nuestros políticos se gana la vida
haciendo algo de lo que no tiene la más remota idea. O tal vez no.
El caso es que tras el romántico principio de que cualquiera pueda
construir su propia casa (o llegar a presidente del gobierno), se
esconde una desoladora realidad: urbanizaciones atestadas de
viviendas iguales realizadas sin ningún criterio de calidad más
allá de una evidente economía (aunque esto también suceda en
nuestro país y con la firma de un arquitecto, además).
Para
combatir esa decepcionante imagen, en Francia existen asociaciones
públicas como los C.A.U.E. (Consejos de Arquitectura, Urbanismo y
Entorno), que ofrecen consejos gratuitos a todas aquellas personas
que quieren ahorrarse un arquitecto sin renunciar a un espacio
diseñado según criterios lógicos. Ahí fue donde llegué a parar
cuando aterricé en Dijon por primera vez. Con un equipo de
arquitectos, urbanistas, paisajistas y documentalistas, se dedican a
fomentar el interés por una arquitectura de calidad a través de la
sensibilización. Intervenciones en colegios e institutos,
proyecciones de documentales, exposiciones, publicaciones para
valorizar la arquitectura local y consejos profesionales gratuitos
completan un variado programa en el que me sentí muy a gusto. No
pudieron contratarme, pero me ofrecieron prolongar mi beca dos meses.
Mi
experiencia allí me abrió muchas puertas en Dijon, una ciudad
relativamente pequeña, y me facilitó la búsqueda de un trabajo en
un estudio de arquitectura, uno de esos sitios en donde se piensa el
mundo en que viviremos mañana, el que más nos conviene o más nos
merecemos. Empecé esa apasionante aventura en un simpático estudio
que me acogió durante cinco años con los brazos abiertos. Tras dos
contratos sucesivos de seis meses, acabaron proponiéndome uno
indefinido, algo con lo que ni siquiera me permitía soñar en mi
país de origen. Así fue como coloqué una a una las piedras que
formaron mi camino y lo guiaron durante un tiempo. Habría sido
demasiado fácil dejarse llevar por la rutina, por las tendencias que
poco a poco acaban definiendo nuestro destino, pero un día decidí
dejar esa existencia segura y bien encauzada por la incertidumbre de
un futuro inesperado. ¿Por qué? Porque el trabajo no es lo único
que cuenta en esta vida. [Continuará]
Chatellenot, Francia, 19/06/2010
Tenemos la obligación de pintar la vida del color que más nos guste y la capacidad de elegir, después, qué partes merecen cambiar de tonalidad.
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