Tras
siete meses combatiendo la nostalgia a golpe de tecla con este blog,
ha llegado el momento de explicar el porqué de esta aventura en el
extranjero. La razón por la cual mi despertador suena cada día, a
mil doscientos kilómetros de mi ciudad natal, es la misma que ha
empujado a más de dos millones de españoles al exilio indefinido.
Se trata del sueño de llevar una vida digna, de trabajar en lo que
un día estudiamos, de tener un empleo en el que seamos respetados y
de gozar de derechos sociales a los que nuestro país de origen
renunció y que ahora parecen irrecuperables.
Conviene
recordar el contexto que provocó nuestra partida, sobre todo cuando
unas elecciones generales se acercan y muchos prometen lo que fueron
incapaces de hacer en su día. Uno de los privilegios que concede el
paso del tiempo es la posibilidad de mirar atrás y poner a cada uno
en su sitio. Cuando la crisis se instalaba a sus anchas en España,
nuestros siempre brillantes políticos decían que estábamos en la
"champions league" de la economía. Meses más tarde
empezaron a hablar de "desaceleración económica", pero ya
era demasiado tarde para todo. Por aquel entonces nuestro país se
hallaba en lo más profundo de un abismo escondido bajo toneladas de
demagogia barata, la misma a la que nuestro actual gobierno acude
para hablar de "recuperación económica". Más que osado,
parece temerario referirse de ese modo a una alarmante cantidad de
contratos basura, pues significa legitimar condiciones laborales
inaceptables en otros países europeos.
Volviendo
al pasado, en medio del enrarecido ambiente de una crisis en pañales
obtuve mi sufrido título de arquitecto, que este mes cumple siete
primaveras. A la euforia por haber culminado muchos años de intenso
trabajo, se unió una amarga decepción: el diploma que acababa de
conseguir no servía para mucho más que para enmarcarlo. Y como no
soy de los que les gustan colgar papeles firmados en la pared, ni
siquiera para eso podía utilizarlo. Todavía recuerdo la indignación
que sentí tras haber pasado tanto tiempo estudiando una carrera que
no me garantizaba nada. Así fue como pasé un verano agridulce,
contento por disfrutar de un merecido descanso, pero preocupado por
un futuro inexistente. Poco a poco empecé a asumir que la única
opción razonable, si quería ser consecuente con mi vida y
aprovechar mis años de estudio, era cambiar de país.
Aunque
soy un viajero incansable, comprar un único billete de ida es algo
muy serio que no se puede tomar a la ligera, ya que implica rechazar
muchas cosas y aceptar otras tantas: un cambio absoluto no apto para
cardíacos. Con poco dinero en el bolsillo, decidí presentarme a
todas las becas habidas y por haber. Al final conseguí una bastante
desconocida: se llama "eurodisea" y se basa en convenios
con regiones de distintos países de Europa, que cambian dependiendo
de la ciudad en que se resida. El programa está abierto a candidatos
ya diplomados y suele incluir tres meses de prácticas remuneradas
precedidos de un mes de curso intensivo del idioma en que se
trabajará. Yo quería un destino donde hablar inglés y me
propusieron Noruega y Suiza. El país del salmón me parecía un
lugar estupendo para ir de vacaciones, pero no tanto como para pasar
un invierno entero (la beca empezaba en noviembre), así que acabé
eligiendo el estado alpino.
Desgraciadamente,
unas complicaciones me cerraron esa puerta cuando empezaba a sentir
en mi estómago el característico hormigueo que precede toda nueva
etapa. Los responsables de la beca vieron en mi currículum que sabía
francés y me hicieron otra proposición. En un mundo que gira en
torno al inglés, conocer una lengua menos hablada abre muchas más
puertas de las que se pueda imaginar. Como ejemplo, el destino
francés de la beca llevaba mucho tiempo vacante y no encontraba
ningún candidato. Fue cuando llegó a mis oídos el nombre de
Borgoña y su capital, Dijon, que sólo conocía por su afamada
mostaza. No pasaron muchos días antes de recibir una de esas
llamadas capaces de cambiar una vida: una entrevista telefónica con
el director del C.A.U.E. de Côte-d'Or. No se trataba de un estudio
de arquitectura, pero se dedicaba a la sensibilización sobre esa
disciplina. Aunque se alejaba de lo que estaba buscando, era mucho
mejor que quedarme con los brazos cruzados o con un trabajo no
remunerado. Durante unos días caí en el abismo que existe entre la
imagen de lo que deseamos y la realidad, pero salí y acabé
aceptando aquel viaje de cuatro meses que se convirtieron en seis
años y medio. La aventura acababa de empezar. [Continuará]
Dijon, 20/11/2009
En medio de un mundo material estamos nosotros, preguntándonos cuál es nuestro sitio, si todavía existe, si nos queda algún derecho que reclamar o si ya lo hemos perdido todo.
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