sábado, 27 de agosto de 2016

Mi cofre del tesoro

Es el mapa necesario para llegar a nuestros más lejanos recuerdos. El salvavidas que nos mantiene a flote cuando la nostalgia nos deja sin fuerzas para seguir nadando. La llave que abre lo más profundo de nosotros mismos. Se trata del gusto, de los sabores que nos acompañaron durante nuestra infancia y juventud, que añoramos cuando vivimos lejos de nuestro país y reencontramos con gula en cada regreso o en cada restaurante español con que nos tropezamos en el extranjero.

La carta es extensa, la he leído unas tres veces y no acabo de decidirme. Estoy en un bar de tapas de Murcia y mi mujer me ha dado una vez más la responsabilidad de elegir por los dos. Es la segunda vez que el camarero viene a la mesa y espera el veredicto. Me pregunto qué no comería, pero la cuestión es pedir la mayor variedad posible sin llegar a exagerar. Ya tengo una idea de lo que quiero, hace meses que fantaseo con este momento, aunque al final acabo improvisando y me dejo llevar por la intuición. Busco sabores familiares y platos locales que nunca encontraría en Francia. Empiezo con los valores seguros que no pueden faltar, como las marineras, el zarangollo, las bravas o las patatas con ajo; y sigo con mis tapas preferidas, como los tigres, las gambas al ajillo o el pulpo a la gallega. En cuanto a los montaditos, me dejo llevar por lo que propone el camarero.

No hay máquina del tiempo más efectiva. El bocado adecuado nos transporta de forma inmediata a lugares lejanos y momentos casi olvidados. Pone en marcha un complejo engranaje que relaciona cada sabor con las anteriores ocasiones en que fue probado, rescatando de nuestra memoria recuerdos de distintas etapas de nuestra vida. Y con ellos determinadas atmósferas que, durante unos segundos, nos acogen de una manera casi física. Ese reencuentro nos produce una curiosa sensación de seguridad al volver a todos esos sitios en donde fuimos felices, junto a todas esas personas que ya no están a nuestro lado, pero cuyo recuerdo nos acompaña. Es algo difícil de apreciar en el caso de un plato que comemos habitualmente. El viaje sensorial sólo se produce cuando nos separa una considerable distancia del lugar y el momento en que percibimos determinado sabor por última vez. Vivir en el extranjero nos aleja de personas y lugares queridos, pero también de sabores, olores y recuerdos.

Siempre me he adaptado fácilmente a cualquier nuevo entorno y no soy de los que les cuesta vivir sin embutidos ibéricos. Me gusta probar nuevos sabores, pero el paso del tiempo acaba por traer esa inevitable nostalgia hacia las cosas que, sin saberlo, nos marcaron para siempre. Cada uno tiene su personal e intransferible billete de vuelta al pasado. En mi caso hay dos sabores que me devuelven a situaciones que recuerdo con cariño. Un bocado a una buena costilla (ese murciano postre de hojaldre y cabello de ángel) me lleva a la salida del colegio, donde mi madre me espera para comprarme una, que me como mientras volvemos a casa, con el papel pegándose a mis dedos. Pero no todas las costillas me facilitan ese viaje: las he probado en distintas confiterías y sólo algunas coinciden con ese sabor registrado tan nítidamente en mi memoria. En la misma línea, los pasteles de carne me saben a domingo, a Bando de la Huerta o a día de fiesta.

He citado dos productos murcianos que no puedo encontrar en otra parte. Aunque los pasteles franceses no tengan rival, el cabello de ángel sigue siendo una delicia exclusivamente española y todavía no he encontrado un dulce similar a esa costilla que sólo el niño que fui sabe distinguir. En Francia, como en muchos otros países, algunos supermercados cuentan con estanterías dedicadas a productos españoles, esos que definen nuestra patria y hablan de nuestras costumbres. No están todos los que me gustaría volver a probar, pero sirven para llenar parte de ese vacío que los años hacen cada vez más grande. Todavía recuerdo la emoción que sentí al encontrarme unas natillas con galleta María, unas ensaimadas, un bote de alioli y hasta un helado de turrón, que pasaron con buena nota mi particular examen culinario. Son alimentos que me permiten imaginar que vuelvo a ese bar de tapas para mirar indeciso la carta y reencontrarme con mis raíces. Cuando la nostalgia me asalta, no dudo en abastecer un pequeño armario de mi cocina al que podría llamar mi cofre del tesoro. A veces lo abro, cierro los ojos y viajo, sin salir de casa, sin mover un pie, a un lugar tan lejano que ningún avión es capaz de llegar.
                                                                  Mi cofre del tesoro

domingo, 21 de agosto de 2016

Recuperando sensaciones

¿Cómo recuperar algo que no recordamos haber perdido? Un día fue parte de nosotros, pero el tiempo hizo desaparecer ese lugar de nuestra memoria en donde se refugió durante años. El alquiler es demasiado caro en nuestra cabeza, el espacio es limitado y quien no es capaz de pagar sus deudas es expulsado sin piedad. Sabemos que sucede a diario si no hacemos nada para evitarlo y que, poco a poco, nos deshacemos de lo que moldeó nuestro carácter y nos definió como personas. ¿Es posible rescatar lo que no se puede ver ni tocar y que sólo existió en un escondido rincón de nuestra mente?

Cuando perdemos algo intentamos visualizar el lugar donde lo vimos por última vez y reconstruimos las acciones que siguieron a aquel fatídico momento con el único fin de volver atrás. Cruzamos los dedos y deseamos que el tiempo no haya cambiado nada en aquel escenario cuyo recuerdo empieza a diluirse. Queremos pensar que seguirá ahí, esperándonos, cual niño extraviado que aguarda obediente donde dejó de ver a sus padres. No tardaremos en darnos cuenta de que nuestros deseos son tan idílicos como improbables y nos haremos a la idea de no volver a ver lo perdido. Es más fácil cuando un objeto es el fin de nuestra búsqueda y casi imposible cuando es una sensación la que se aparta de nuestro lado. El mayor problema aparece cuando no recordamos la última vez que la sentimos y empezamos a preguntarnos si algún día existió o si realmente formó parte de nosotros.

Si residimos lejos del lugar en donde surgió esa sensación, su reencuentro resultará aún más complicado. El paso del tiempo hará mella en nosotros y cada vez nos será más difícil recordar cómo era exactamente. Nos distanciaremos tanto de ese recuerdo, que perderemos la necesidad de recuperarlo. Pensaremos que si hemos podido vivir tanto tiempo sin él, podremos seguir haciéndolo. Llegaremos a olvidarlo por completo, pero nunca nos desharemos de una extraña sensación de vacío, de inexplicable desazón que nos costará ahuyentar. Creeremos que ese alejamiento de nuestras raíces nos llevará a perder nuestra propia identidad y hasta sentiremos cierto recelo a regresar a la tierra que nos vio nacer. No se trata de un miedo a volver a percibir lo que marcó nuestra vida (como el sonido y el olor del mar o el sabor de nuestro plato preferido) sino a perder las reacciones que un día provocaron en nosotros. Los gustos cambian con el tiempo y, de igual manera que nuestras preferencias de ahora poco tienen que ver con las que tuvimos de niño, lo que idealizamos puede diferir mucho de la realidad.

Hace unas semanas volví a mi país, un año después de mi última visita. Se trataba de un regreso temporal, de las vacaciones estivales de rigor, pero esa prolongada ausencia escondía cierto miedo a una decepción, a comprobar que lo añorado había cambiado o desaparecido. Quería reencontrarme con algunos recuerdos, pero temía haberlos perdido para siempre y que aquel viaje sólo sirviera para constatar que el pasado nunca vuelve. Sin duda hay situaciones que han cambiado, personas que se han ido para siempre, cosas que ya no significan lo mismo que antes, pero me sorprendí recuperando todas esas sensaciones que seguían formando parte de mí y que la distancia sólo había aletargado. Despertaban conforme caminaba por senderos que reconocía aun cerrando los ojos. Los miedos se disiparon, el tiempo se detuvo y volví a sentir lo mismo que antes de mi partida. Ya no soy el mismo y tal vez por eso aprecio lo que me era anodino. Me alegró ver que las costumbres francesas durante tanto tiempo asumidas no habían desplazado a las de mi país. Volví a comer a las tres de la tarde sin pasar hambre a partir de las doce y soporté los cuarenta grados a la sombra gracias a una horchata bien fría. Todos sabemos lo que cuesta hacer algo cuyo hábito hemos perdido, pero cuando reencontramos algo profundamente arraigado en nosotros, la conexión con el pasado es inmediata y nos facilita volver a los orígenes.

No puedo afirmar que haya cosas que nunca se olviden y por eso recomiendo hacer viajes periódicos, físicos o imaginarios, a todos aquellos lugares que fueron importantes para nosotros. Porque detrás de esos escenarios, por mucho que hayan cambiado, se esconde todo lo que vivimos y pensamos haber olvidado. Porque es la mejor manera de recuperar las sensaciones provocadas en la persona que un día fuimos y que, de una u otra manera, seguimos siendo.

domingo, 14 de agosto de 2016

Vacaciones en el país low cost

No somos iguales, pero tampoco tan distintos como nos quieren hacer creer. Españoles, franceses o de cualquier otra nacionalidad, todos compartimos las ganas de disfrutar de un tiempo de descanso, todos contamos los días que faltan para parar el cronómetro de la vida y hacer realidad nuestros soñados planes. Hasta solemos coincidir en la forma de utilizar ese tiempo, que es tan preciado como escaso y siempre pasa demasiado rápido.

La fórmula de sol y playa es un valor seguro, sobre todo cuando en la mayoría de países europeos la vitamina D es un bien limitado. En Francia, la cotizada Costa Azul es el principal atractivo veraniego, pero la oferta es muy variada: las interminables playas atlánticas son una alternativa menos masificada y los paisajes marítimos de Bretaña y Normandía son de una sobrecogedora belleza. A los amantes del campo y la montaña no les decepcionarán las impresionantes cimas de los Alpes o los volcanes de Auvernia, y los que buscan un buen cambio de paisaje y costumbres, se irán a Córcega. Para recorrer en familia cualquier punto del hexágono galo (analogía geométrica a la que recurren como nosotros a la forzada "piel de toro") muchos prefieren la opción de la autocaravana, cuya cultura está bastante arraigada en Francia, pues su privilegiada posición junto al centro de Europa motiva a quienes optan por un completo viaje atravesando varios países.

Muchos franceses se alejarán de sus fronteras para eligir destinos más o menos asequibles. Un amigo me contó que un fin de semana en la Costa Azul con su familia le costaba lo mismo que una semana entera en El Campello. La crisis y el auge del terrorismo en determinados países nos han entronado como los reyes del turismo low cost, una realidad que nuestros políticos, tan faltos de ideas como siempre, no han dudado en convertir en el motor de nuestra economía, aunque a veces le cueste arrancar y corra el riesgo de pararse en cualquier momento. Así es como han transformado el "made in Spain" en algo muy parecido al "made in China": una marca de la que nadie espera mucha calidad. De hecho, mis amigos franceses vuelven sorprendidos tras visitar nuestro país y encontrar mucho más que un simple destino low cost. Lo peor de todo es que este modelo económico nos condena a largo plazo, dependiendo de visitantes en busca de insolación y borrachera que obedecen a modas pasajeras y que, tarde o temprano, preferirán un lugar más barato.

Aunque por razones bien distintas a las de los galos, yo también he pasado mis vacaciones en nuestro país low cost, y si insisto con el anglicismo es por una curiosa situación que me tocó vivir. Para llegar hasta Alicante hicimos escala en Barcelona, pero el entusiasmo por pisar mi país tras casi un año de ausencia no tardó en desvanecerse. Al salir del avión reclamé el carrito de mi hijo y la azafata me explicó que vueling es una compañía low cost que no ofrece ese tipo de servicios y que el carrito lo recogería en Alicante junto al resto de maletas. Yo le contesté que ya había volado con Lufthansa, había hecho dos escalas y siempre me habían devuelto el carrito sin tener que decir nada. También le pregunté si le parecía lógico tener que pasar las tres horas que duraba la escala con un bebé de seis meses en brazos. La azafata se limitó a repetirme la política de su compañía, calcada a la de nuestro enfermo país low cost, que piensa cada vez menos en las personas y más en los recortes, en abaratar todo para reducirnos a un mero número, a un ínfimo salario que sólo da para comprar marcas blancas, llegar duramente a fin de mes y descubrir si el precario contrato será renovado. Al final tuvimos que esperar media hora para que una empleada del aeropuerto (y no de vueling) utilizara su sentido común, bajara hasta la bodega del avión y nos diera el carrito.

Ya en Torrevieja, nuestro destino final, pudimos sufrir los estragos de un tipo de turismo impulsado durante años. Cuando camino por el paseo marítimo, abriéndome paso a codazos entre un ruso, una familia francesa y otra inglesa, me cuesta reconocer las rocas entre las que saltaba de pequeño en busca de cangrejos, caracolas o pequeñas piedras. Ahora es difícil encontrar un lugar decente en donde cenar sin tener que buscar el menú español entre el sueco y el alemán o ver una carta sin un toro embistiendo un capote. Entonces recuerdo lo que realmente he venido a buscar en este país low cost: su alegre gente, de un valor incalculable, dispuesta a afrontar el abaratamiento de su patria con una sonrisa y a tender una mano amiga a quien necesita ayuda para levantarse.

sábado, 6 de agosto de 2016

Valores ocultos

No les conocemos, nunca hemos hablado con ellos y no sabemos si compartimos algo más que el país en que nacimos. Si les encontráramos un día por la calle, ¿podríamos conversar más allá de desgastadas frases hechas? ¿Nos reiríamos con sus chistes? ¿Seríamos amigos? O, por el contrario, ¿nos veríamos obligados a despedir educadamente a una persona con la que no somos compatibles o cuyos valores no compartimos? Poco importa todo eso cuando les vemos en una pantalla, con un balón en los pies o en las manos, corriendo hacia la meta, sentados en una bicicleta o compitiendo en cualquier otra disciplina, pues nos identificamos de forma inmediata. Hacemos nuestra su lucha contra ellos mismos y sus adversarios, jaleamos sus nombres, proyectamos sobre ellos nuestras mejores intenciones, como si fuéramos nosotros los que aspiráramos a una brillante medalla. Y en ese instante de infinita alegría que sigue al balón cuando entra en la portería o cuando el cronómetro se para al final de la prueba, nos sentimos orgullosos de pertenecer a esa nación que un día dejamos.

Nos hacen sentir que estamos vivos. Irradian felicidad y satisfacción por un trabajo bien hecho, pero también decepción, frustración o rabia. Podemos ver en sus caras los valores que transmite todo deporte, su inagotable afán de superación, de empujar su cuerpo hasta límites insospechados para superarlos y asomarse al otro lado, donde no hay un fin en sí mismo, sino unas interminables ganas de seguir luchando. Intuimos su fortaleza mental, que les ayuda a administrar sus fuerzas para conseguir su objetivo, y nos entristece cuando se derrumban, conscientes de haberlo dado todo y haber llegado a donde su cuerpo ha dicho basta. O al menos ese día, porque abandonar no es una opción para ellos y hay una eterna confianza en el futuro, en que mañana irán más lejos y, en las próximas olimpiadas, alcanzarán al fin su sueño. Son valores tan positivos que si todos los asumiéramos como nuestros, el mundo sería muy distinto.

Y, por muy enfadados que estemos con nuestra patria y sus dirigentes, acabamos por sentir un hormigueo en el estómago cuando la bandera sube a lo más alto del poste mientras suena el himno. Es una curiosa reconciliación con muchas cosas, sobre todo para los que vivimos lejos de ese país y volvemos a creer en él cuando alguien lucha de forma sincera en su nombre.

Paradójicamente, lo menos importante es cuando los sueños se cumplen y el éxito llega. Entonces vemos la otra cara de la moneda y descubrimos que si nos fuéramos de cañas con el deportista en cuestión, no pediríamos una segunda ronda. Nos haríamos un selfie con él, nos firmaría una servilleta de papel y ahí le dejaríamos, con su ego y con la impunidad que le concede la fama. No siempre sucede así y no quiero generalizar, pero la triste actualidad ha puesto esta realidad sobre la mesa. Admiro profundamente a los deportistas que siguen siendo humildes y honrados tras haber alcanzado la cima, que siguen abanderando los valores que les han llevado hasta allí. Sin embargo, no son los que más aparecen en los medios, eclipsados por los que son multados por insultantes excesos de velocidad cuando conducen sus coches de marca, por los que son condenados por defraudar a hacienda o por los escándalos sexuales de determinados compañeros.

En el estudio donde trabajo nos ocupamos ahora de la rehabilitación de un colegio en Craponne, una pequeña localidad cercana a Lyon. El ayuntamiento cuenta con un presupuesto de un millón y medio de euros y no da para demasiado. El estado del edificio es lamentable y, aunque la obra le dará un buen lavado de cara, muchas cosas quedarán por hacer. A veces pienso en los niños y en todo lo que se perderán por culpa de un escaso presupuesto. Uno de ellos juega en el patio y luce la camiseta de su ídolo, Leo Messi. Entonces pienso en los más de cincuenta millones de euros que el mejor futbolista del mundo ha tenido que pagar a Hacienda para compensar su fraude, sin olvidar la pena de cárcel. No sólo me acuerdo de los niños españoles que podrían tener mejores escuelas, sino de la cantidad de recortes que se han hecho para compensar estafas como ésa, porque defraudar a Hacienda es defraudar a todos los que pagan sus impuestos y apenas llegan a fin de mes, los mismos que no dudan en comprar a sus hijos carísimas camisetas con el número diez. Y cuando veo cómo surgen insólitas campañas de apoyo a un condenado, me pregunto en qué momento los verdaderos valores del deporte quedaron ocultos por un frívolo espectáculo vacío de sentido.