Es el mapa necesario para
llegar a nuestros más lejanos recuerdos. El salvavidas que nos
mantiene a flote cuando la nostalgia nos deja sin fuerzas para seguir
nadando. La llave que abre lo más profundo de nosotros mismos. Se
trata del gusto, de los sabores que nos acompañaron durante nuestra
infancia y juventud, que añoramos cuando vivimos lejos de nuestro
país y reencontramos con gula en cada regreso o en cada restaurante
español con que nos tropezamos en el extranjero.
La carta es extensa, la
he leído unas tres veces y no acabo de decidirme. Estoy en un bar de
tapas de Murcia y mi mujer me ha dado una vez más la responsabilidad
de elegir por los dos. Es la segunda vez que el camarero viene a la
mesa y espera el veredicto. Me pregunto qué no comería, pero la
cuestión es pedir la mayor variedad posible sin llegar a exagerar.
Ya tengo una idea de lo que quiero, hace meses que fantaseo con este
momento, aunque al final acabo improvisando y me dejo llevar por la
intuición. Busco sabores familiares y platos locales que nunca
encontraría en Francia. Empiezo con los valores seguros que no
pueden faltar, como las marineras, el zarangollo, las bravas o las
patatas con ajo; y sigo con mis tapas preferidas, como los tigres,
las gambas al ajillo o el pulpo a la gallega. En cuanto a los
montaditos, me dejo llevar por lo que propone el camarero.
No hay máquina del
tiempo más efectiva. El bocado adecuado nos transporta de forma
inmediata a lugares lejanos y momentos casi olvidados. Pone en marcha
un complejo engranaje que relaciona cada sabor con las anteriores
ocasiones en que fue probado, rescatando de nuestra memoria recuerdos
de distintas etapas de nuestra vida. Y con ellos determinadas
atmósferas que, durante unos segundos, nos acogen de una manera casi
física. Ese reencuentro nos produce una curiosa sensación de
seguridad al volver a todos esos sitios en donde fuimos felices,
junto a todas esas personas que ya no están a nuestro lado, pero
cuyo recuerdo nos acompaña. Es algo difícil de apreciar en el caso
de un plato que comemos habitualmente. El viaje sensorial sólo se
produce cuando nos separa una considerable distancia del lugar y el
momento en que percibimos determinado sabor por última vez. Vivir en
el extranjero nos aleja de personas y lugares queridos, pero también
de sabores, olores y recuerdos.
Siempre me he adaptado
fácilmente a cualquier nuevo entorno y no soy de los que les cuesta
vivir sin embutidos ibéricos. Me gusta probar nuevos sabores, pero
el paso del tiempo acaba por traer esa inevitable nostalgia hacia las
cosas que, sin saberlo, nos marcaron para siempre. Cada uno tiene su
personal e intransferible billete de vuelta al pasado. En mi caso hay
dos sabores que me devuelven a situaciones que recuerdo con cariño.
Un bocado a una buena costilla (ese murciano postre de hojaldre y
cabello de ángel) me lleva a la salida del colegio, donde mi madre
me espera para comprarme una, que me como mientras volvemos a casa,
con el papel pegándose a mis dedos. Pero no todas las costillas me
facilitan ese viaje: las he probado en distintas confiterías y sólo
algunas coinciden con ese sabor registrado tan nítidamente en mi
memoria. En la misma línea, los pasteles de carne me saben a
domingo, a Bando de la Huerta o a día de fiesta.
He citado dos productos
murcianos que no puedo encontrar en otra parte. Aunque los pasteles
franceses no tengan rival, el cabello de ángel sigue siendo una
delicia exclusivamente española y todavía no he encontrado un dulce
similar a esa costilla que sólo el niño que fui sabe distinguir. En
Francia, como en muchos otros países, algunos supermercados cuentan
con estanterías dedicadas a productos españoles, esos que definen
nuestra patria y hablan de nuestras costumbres. No están todos los
que me gustaría volver a probar, pero sirven para llenar parte de
ese vacío que los años hacen cada vez más grande. Todavía
recuerdo la emoción que sentí al encontrarme unas natillas con
galleta María, unas ensaimadas, un bote de alioli y hasta un helado
de turrón, que pasaron con buena nota mi particular examen
culinario. Son alimentos que me permiten imaginar que vuelvo a ese
bar de tapas para mirar indeciso la carta y reencontrarme con mis
raíces. Cuando la nostalgia me asalta, no dudo en abastecer un
pequeño armario de mi cocina al que podría llamar mi cofre del
tesoro. A veces lo abro, cierro los ojos y viajo, sin salir de casa,
sin mover un pie, a un lugar tan lejano que ningún avión es capaz
de llegar.
Mi cofre del tesoro