sábado, 6 de agosto de 2016

Valores ocultos

No les conocemos, nunca hemos hablado con ellos y no sabemos si compartimos algo más que el país en que nacimos. Si les encontráramos un día por la calle, ¿podríamos conversar más allá de desgastadas frases hechas? ¿Nos reiríamos con sus chistes? ¿Seríamos amigos? O, por el contrario, ¿nos veríamos obligados a despedir educadamente a una persona con la que no somos compatibles o cuyos valores no compartimos? Poco importa todo eso cuando les vemos en una pantalla, con un balón en los pies o en las manos, corriendo hacia la meta, sentados en una bicicleta o compitiendo en cualquier otra disciplina, pues nos identificamos de forma inmediata. Hacemos nuestra su lucha contra ellos mismos y sus adversarios, jaleamos sus nombres, proyectamos sobre ellos nuestras mejores intenciones, como si fuéramos nosotros los que aspiráramos a una brillante medalla. Y en ese instante de infinita alegría que sigue al balón cuando entra en la portería o cuando el cronómetro se para al final de la prueba, nos sentimos orgullosos de pertenecer a esa nación que un día dejamos.

Nos hacen sentir que estamos vivos. Irradian felicidad y satisfacción por un trabajo bien hecho, pero también decepción, frustración o rabia. Podemos ver en sus caras los valores que transmite todo deporte, su inagotable afán de superación, de empujar su cuerpo hasta límites insospechados para superarlos y asomarse al otro lado, donde no hay un fin en sí mismo, sino unas interminables ganas de seguir luchando. Intuimos su fortaleza mental, que les ayuda a administrar sus fuerzas para conseguir su objetivo, y nos entristece cuando se derrumban, conscientes de haberlo dado todo y haber llegado a donde su cuerpo ha dicho basta. O al menos ese día, porque abandonar no es una opción para ellos y hay una eterna confianza en el futuro, en que mañana irán más lejos y, en las próximas olimpiadas, alcanzarán al fin su sueño. Son valores tan positivos que si todos los asumiéramos como nuestros, el mundo sería muy distinto.

Y, por muy enfadados que estemos con nuestra patria y sus dirigentes, acabamos por sentir un hormigueo en el estómago cuando la bandera sube a lo más alto del poste mientras suena el himno. Es una curiosa reconciliación con muchas cosas, sobre todo para los que vivimos lejos de ese país y volvemos a creer en él cuando alguien lucha de forma sincera en su nombre.

Paradójicamente, lo menos importante es cuando los sueños se cumplen y el éxito llega. Entonces vemos la otra cara de la moneda y descubrimos que si nos fuéramos de cañas con el deportista en cuestión, no pediríamos una segunda ronda. Nos haríamos un selfie con él, nos firmaría una servilleta de papel y ahí le dejaríamos, con su ego y con la impunidad que le concede la fama. No siempre sucede así y no quiero generalizar, pero la triste actualidad ha puesto esta realidad sobre la mesa. Admiro profundamente a los deportistas que siguen siendo humildes y honrados tras haber alcanzado la cima, que siguen abanderando los valores que les han llevado hasta allí. Sin embargo, no son los que más aparecen en los medios, eclipsados por los que son multados por insultantes excesos de velocidad cuando conducen sus coches de marca, por los que son condenados por defraudar a hacienda o por los escándalos sexuales de determinados compañeros.

En el estudio donde trabajo nos ocupamos ahora de la rehabilitación de un colegio en Craponne, una pequeña localidad cercana a Lyon. El ayuntamiento cuenta con un presupuesto de un millón y medio de euros y no da para demasiado. El estado del edificio es lamentable y, aunque la obra le dará un buen lavado de cara, muchas cosas quedarán por hacer. A veces pienso en los niños y en todo lo que se perderán por culpa de un escaso presupuesto. Uno de ellos juega en el patio y luce la camiseta de su ídolo, Leo Messi. Entonces pienso en los más de cincuenta millones de euros que el mejor futbolista del mundo ha tenido que pagar a Hacienda para compensar su fraude, sin olvidar la pena de cárcel. No sólo me acuerdo de los niños españoles que podrían tener mejores escuelas, sino de la cantidad de recortes que se han hecho para compensar estafas como ésa, porque defraudar a Hacienda es defraudar a todos los que pagan sus impuestos y apenas llegan a fin de mes, los mismos que no dudan en comprar a sus hijos carísimas camisetas con el número diez. Y cuando veo cómo surgen insólitas campañas de apoyo a un condenado, me pregunto en qué momento los verdaderos valores del deporte quedaron ocultos por un frívolo espectáculo vacío de sentido. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario