No
les conocemos, nunca hemos hablado con ellos y no sabemos si
compartimos algo más que el país en que nacimos. Si les
encontráramos un día por la calle, ¿podríamos conversar más allá
de desgastadas frases hechas? ¿Nos reiríamos con sus chistes?
¿Seríamos amigos? O, por el contrario, ¿nos veríamos obligados a
despedir educadamente a una persona con la que no somos compatibles o
cuyos valores no compartimos? Poco importa todo eso cuando les vemos
en una pantalla, con un balón en los pies o en las manos, corriendo
hacia la meta, sentados en una bicicleta o compitiendo en cualquier
otra disciplina, pues nos identificamos de forma inmediata. Hacemos
nuestra su lucha contra ellos mismos y sus adversarios, jaleamos sus
nombres, proyectamos sobre ellos nuestras mejores intenciones, como
si fuéramos nosotros los que aspiráramos a una brillante medalla. Y
en ese instante de infinita alegría que sigue al balón cuando entra
en la portería o cuando el cronómetro se para al final de la
prueba, nos sentimos orgullosos de pertenecer a esa nación que un
día dejamos.
Nos
hacen sentir que estamos vivos. Irradian felicidad y satisfacción
por un trabajo bien hecho, pero también decepción, frustración o
rabia. Podemos ver en sus caras los valores que transmite todo
deporte, su inagotable afán de superación, de empujar su cuerpo
hasta límites insospechados para superarlos y asomarse al otro
lado, donde no hay un fin en sí mismo, sino unas interminables ganas
de seguir luchando. Intuimos su fortaleza mental, que les ayuda a
administrar sus fuerzas para conseguir su objetivo, y nos entristece
cuando se derrumban, conscientes de haberlo dado todo y haber llegado
a donde su cuerpo ha dicho basta. O al menos ese día, porque
abandonar no es una opción para ellos y hay una eterna confianza en
el futuro, en que mañana irán más lejos y, en las próximas
olimpiadas, alcanzarán al fin su sueño. Son valores tan positivos
que si todos los asumiéramos como nuestros, el mundo sería muy distinto.
Y,
por muy enfadados que estemos con nuestra patria y sus dirigentes,
acabamos por sentir un hormigueo en el estómago cuando la bandera
sube a lo más alto del poste mientras suena el himno. Es una curiosa
reconciliación con muchas cosas, sobre todo para los que vivimos
lejos de ese país y volvemos a creer en él cuando alguien lucha de
forma sincera en su nombre.
Paradójicamente,
lo menos importante es cuando los sueños se cumplen y el éxito
llega. Entonces vemos la otra cara de la moneda y descubrimos que si
nos fuéramos de cañas con el deportista en cuestión, no pediríamos
una segunda ronda. Nos haríamos un selfie con él, nos firmaría una
servilleta de papel y ahí le dejaríamos, con su ego y con la
impunidad que le concede la fama. No siempre sucede así y no quiero
generalizar, pero la triste actualidad ha puesto esta realidad sobre
la mesa. Admiro profundamente a los deportistas que siguen siendo
humildes y honrados tras haber alcanzado la cima, que siguen
abanderando los valores que les han llevado hasta allí. Sin embargo,
no son los que más aparecen en los medios, eclipsados por los que
son multados por insultantes excesos de velocidad cuando conducen sus
coches de marca, por los que son condenados por defraudar a hacienda
o por los escándalos sexuales de determinados compañeros.
En
el estudio donde trabajo nos ocupamos ahora de la rehabilitación de
un colegio en Craponne, una pequeña localidad cercana a Lyon. El
ayuntamiento cuenta con un presupuesto de un millón y medio de euros
y no da para demasiado. El estado del edificio es lamentable y,
aunque la obra le dará un buen lavado de cara, muchas cosas quedarán
por hacer. A veces pienso en los niños y en todo lo que se perderán
por culpa de un escaso presupuesto. Uno de ellos juega en el patio y
luce la camiseta de su ídolo, Leo Messi. Entonces pienso en los más
de cincuenta millones de euros que el mejor futbolista del mundo ha
tenido que pagar a Hacienda para compensar su fraude, sin olvidar la
pena de cárcel. No sólo me acuerdo de los niños españoles que
podrían tener mejores escuelas, sino de la cantidad de recortes que
se han hecho para compensar estafas como ésa, porque defraudar a
Hacienda es defraudar a todos los que pagan sus impuestos y apenas
llegan a fin de mes, los mismos que no dudan en comprar a sus hijos
carísimas camisetas con el número diez. Y cuando veo cómo surgen
insólitas campañas de apoyo a un condenado, me pregunto en qué
momento los verdaderos valores del deporte quedaron ocultos por un
frívolo espectáculo vacío de sentido.
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