sábado, 30 de julio de 2016

Volando vengo

Nos despierta un estridente pitido. Abrimos los ojos y se ilumina la señal que obliga a abrocharse el cinturón: el aterrizaje es inminente. Recordamos de dónde venimos, pero no sabemos a donde llegamos. Intentamos hacer memoria. Hemos pasado tantas horas sentados, que nuestra espalda se resiente. Nos han dado de comer dos veces y hemos alternado cabezadas más o menos largas con alguna que otra película. Entonces recordamos que no es el final del viaje, sino una simple escala. Llegamos a un país en el que no hemos estado y que no visitaremos. Salimos del avión, no sabemos cuál es la hora local, pero ya no nos importa, pues estamos perdidos en una extraña nebulosa parecida a una resaca. Un cansancio infinito nos invade y, si cerráramos los ojos en un lugar medianamente confortable, dormiríamos durante días. Pero debemos mantenernos bien despiertos para no olvidar la hora de salida del próximo vuelo: sólo estamos de tránsito.

Es una de las peores sensaciones a las que se pude enfrentar un viajero. En ese confuso momento que puede durar varias horas, el aeropuerto será clave para sacarnos de un aturdimiento ilimitado. Deberá jugar su rol de lugar mágico en que, esta vez sí, podemos encontrar a gente de cualquier raza, país o continente que, como nosotros, hacen la escala que les permitirá llegar al otro lado del mundo. Podría ser un sitio único en donde escuchar cualquier lengua y descubrir cualquier cultura, pero se parece más a un banal centro comercial que a otra cosa. Y lo peor es que todos los aeropuertos siguen la misma tendencia de concentrar cualquier tipo de comercio o restaurante en una extensa masa sin sentido en donde nos sentimos aún más perdidos. Hay quienes son fanáticos de las compras y del duty free (para gustos, colores) y se encuentran a gusto en estos lugares, pero a mí me suele suceder lo contrario. He tenido la suerte de pasar por varios aeropuertos y, aunque ninguno me termine de agradar, si tengo que elegir uno, me quedo con el de Múnich.

En él no encontraremos una arquitectura espectacular, sino una estructura sencilla y efectiva, fiel reflejo del saber hacer alemán. Está bien organizado y es fácil orientarse en él. Obviaré el hecho de que se trate de un colosal centro comercial (hay hasta peluquerías y centros de masajes) para destacar las atenciones que dedican al pasajero. Junto a cada puerta de embarque hay un puesto con prensa y bebidas gratuitas. Cuando se está de tránsito, se agradece poder tomar café o té de forma ilimitada (sobre todo teniendo en cuenta los precios de los aeropuertos). También hay zonas con cómodos asientos, tumbonas o mullidas alfombras en donde echar una cabezada. Y los que busquen más confort lo encontrarán en cabinas aisladas con una cama de verdad en la que poder descansar.

Como anécdota diré que una vez me encontré en tránsito en el aeropuerto de Kuala Lumpur, donde apenas recordé que era la capital de Malasia y menos suerte tuve cuando me pregunté por la moneda local. De todas formas no tenía sentido cambiar dinero, así que eché mano de tarjeta de crédito (ya calcularía en casa el cambio del Ringgitt malayo). En el aeropuerto de Doha me pasó lo mismo, aunque entre tantas tiendas de lujo no se me pasó por la cabeza sacar la cartera. Respecto a las escalas, he llegado a hacer hasta dos para un único destino. Si en la primera pude tener algo de curiosidad hacia el país o la ciudad del aeropuerto, en la segunda sólo tuve ganas de dormir en cualquier sitio para acortar la pesadilla e intentar soñar con mi añorada cama.

Si logramos salir del extraño limbo del tránsito y coger el segundo o tercer avión, estaremos más cerca de volver a casa. Nos encontraremos al fin esperando a que nuestra maleta aparezca en la cinta transportadora. Tras un viaje tan largo será difícil recordar su color y tamaño y nos sorprenderemos cogiendo la maleta de otro al reconocer ésa que tanto usamos, pero que dejamos en casa. En la mayoría de los casos recuperaremos nuestro equipaje sin problemas, aunque también se puede perder por el mundo. Así, sin más. Al menos eso fue lo que me dijeron cuando desapareció mi segunda maleta, pues no supieron localizarla hasta quince días después. Al final volvió sana y salva, aunque no pudiera decirme dónde estuvo durante aquellas dos semanas. Más rápida fue la maleta que sufrió el overbooking del anterior artículo (si alguien se acuerda), pues cogió el siguiente avión París-Bucarest y llegó con algún que otro rasguño hasta la casa de mis suegros, como prueba de que tras cualquier viaje, por muy largo que haya sido, siempre acabamos volviendo a casa. 

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