sábado, 23 de julio de 2016

Volando voy

Existen lugares casi mágicos donde las fronteras se diluyen, podemos encontrar a gente de cualquier país, hablar en cualquier lengua e ir a cualquier parte del mundo. Lugares donde sentimos que todo es posible y que transmiten la emoción vivida por quien lee un libro que le hace viajar sin desplazarse. Esa es la imagen que, desde niño, siempre he tenido de los aeropuertos, hasta que la experiencia la ha ido adaptando a la realidad, sobre todo desde que la emigración me ha convertido en un morador habitual de estos lugares. Durante los últimos años me ha pasado prácticamente de todo y ahora que muchos están, o pronto estarán, de vacaciones, parece un buen momento para repasar las variadas anécdotas que, en todo caso, no me han hecho perder el placer de viajar.

Llegar a un aeropuerto puede parecer fácil, pero no hay que subestimar un trayecto posiblemente lleno de obstáculos. La distancia a la que residamos será proporcional al riesgo de perder el avión. Cuando vivía en Dijon tenía que coger hasta cuatro medios de transporte distintos antes de llegar al aeropuerto: autobús para alcanzar la estación, tren para llegar a París, metro para atravesar la ciudad de las luces y poder coger un último autobús que me llevara al perdido lugar del que salen los aviones de Ryanair. Por aquella época viajaba mucho con la compañía irlandesa, aun considerando que suele despegar y aterrizar en lugares improbables. En este caso hay que contar una hora para cubrir la distancia entre París y Beauvais, utilizando autobuses que se sincronizan con los aviones, salen tres horas antes del despegue y pueden resultar más caros que el propio vuelo.

Una vez me equivoqué al reservar mi billete de tren Dijon-París y cuando llegué a la parada de Ryanair, hacía una hora que el bus había salido... Para más inri, se trataba del veintitrés de diciembre y ya podía imaginar la decepción familiar si no llegaba a casa por Navidad. Por suerte, cerca había una parada de taxis llena de conductores dispuestos a regocijarse en la desgracia ajena. Uno de ellos leyó la angustia en mi cara y me abrió, sonriente, la puerta de su maletero, con la seguridad de quien sabe que es mi última alternativa. Fue simpático e intentó hablarme durante los tres cuartos de hora que duró el trayecto, esperando quitar tensión al momento, sobre todo cuando el denso tráfico parisino me hizo pensar que nunca llegaría a mi destino. Yo no dejaba de mirar, ansioso, el taxímetro, preguntándome si se trataba de un taxista ilegal capaz de abusar de mi descuido sin remordimientos. Todavía recuerdo cuando me señaló el puesto de peaje mientras decía, entre risas, "esto lo pagas tú". Al final intenté negociar el precio, pero el taxista se mostró intratable, sabía que había un cajero cerca y, al contrario que yo, no tenía ninguna prisa. La broma transformó el excesivo precio del bus de Ryanair en un coste irrisorio. Ésta y otras experiencias me llevaron a evitar durante un tiempo las compañías low cost, que siempre son más caras de lo que parecen.

Así fue como me decidí a volar con la reputada Air France y me enfrenté al temido overbooking. Para quien se haya perdido con el anglicismo, explicaré que este fenómeno paranormal sucede cuando vamos a facturar y nos informan que el avión está completo y nuestro nombre no figura en la lista de pasajeros. Así, sin anestesia ni nada. Hasta me reprocharon no haber confirmado que iba a coger el vuelo. Yo expliqué que cuando pago trescientos euros por un billete es porque pretendo coger el avión, pero mi lógica era contraria a las compañías que, de forma legal además, venden más plazas de las que pueden ofertar. Como esta vez había llegado al aeropuerto Charles de Gaulle con tres horas de antelación, ocupé uno de los primeros puestos de una lista de espera que me permitiría volar si alguno de los pasajeros no se presentaba. Pero no había muchas probabilidades, pues el destino del vuelo era Bucarest y despegaba en la víspera de la Pascua ortodoxa, una de las festividades más importantes de Rumanía. Aunque no me aseguraron nada, me recomendaron facturar la maleta y dirigirme hasta la puerta de embarque, pues el aeropuerto es muy grande y hasta el último minuto no sabría si volaría. Tardé una hora en llegar hasta donde saldría el avión y allí viví una tensa espera junto a los que, como yo, se habían levantado con el pie izquierdo. Al final los astros se alinearon en mi favor, pero la sensación de alivio no duró mucho tiempo. Cuando llegué a Bucarest me enfrenté a otra gran angustia que sobrevuela la cabeza de todo viajero: la pérdida del preciado equipaje. Los demás pasajeros se fueron y yo me quedé desolado frente a la vacía cinta transportadora. Mi maleta había sufrido el overbooking del que yo me había librado. (Continuará)

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