Existen
lugares casi mágicos donde las fronteras se diluyen, podemos
encontrar a gente de cualquier país, hablar en cualquier lengua e ir
a cualquier parte del mundo. Lugares donde sentimos que todo es
posible y que transmiten la emoción vivida por quien lee un libro
que le hace viajar sin desplazarse. Esa es la imagen que, desde niño,
siempre he tenido de los aeropuertos, hasta que la experiencia la ha
ido adaptando a la realidad, sobre todo desde que la emigración me
ha convertido en un morador habitual de estos lugares. Durante los
últimos años me ha pasado prácticamente de todo y ahora que muchos
están, o pronto estarán, de vacaciones, parece un buen momento para
repasar las variadas anécdotas que, en todo caso, no me han hecho
perder el placer de viajar.
Llegar
a un aeropuerto puede parecer fácil, pero no hay que subestimar un
trayecto posiblemente lleno de obstáculos. La distancia a la que
residamos será proporcional al riesgo de perder el avión. Cuando
vivía en Dijon tenía que coger hasta cuatro medios de transporte
distintos antes de llegar al aeropuerto: autobús para alcanzar la
estación, tren para llegar a París, metro para atravesar la ciudad
de las luces y poder coger un último autobús que me llevara al
perdido lugar del que salen los aviones de Ryanair. Por aquella época
viajaba mucho con la compañía irlandesa, aun considerando que suele
despegar y aterrizar en lugares improbables. En este caso hay que
contar una hora para cubrir la distancia entre París y Beauvais,
utilizando autobuses que se sincronizan con los aviones, salen tres
horas antes del despegue y pueden resultar más caros que el propio
vuelo.
Una
vez me equivoqué al reservar mi billete de tren Dijon-París y
cuando llegué a la parada de Ryanair, hacía una hora que el bus
había salido... Para más inri, se trataba del veintitrés de
diciembre y ya podía imaginar la decepción familiar si no llegaba a
casa por Navidad. Por suerte, cerca había una parada de taxis llena
de conductores dispuestos a regocijarse en la desgracia ajena. Uno de
ellos leyó la angustia en mi cara y me abrió, sonriente, la puerta
de su maletero, con la seguridad de quien sabe que es mi última
alternativa. Fue simpático e intentó hablarme durante los tres
cuartos de hora que duró el trayecto, esperando quitar tensión al
momento, sobre todo cuando el denso tráfico parisino me hizo pensar
que nunca llegaría a mi destino. Yo no dejaba de mirar, ansioso, el
taxímetro, preguntándome si se trataba de un taxista ilegal capaz
de abusar de mi descuido sin remordimientos. Todavía recuerdo cuando
me señaló el puesto de peaje mientras decía, entre risas, "esto
lo pagas tú". Al final intenté negociar el precio, pero el
taxista se mostró intratable, sabía que había un cajero cerca y,
al contrario que yo, no tenía ninguna prisa. La broma transformó el
excesivo precio del bus de Ryanair en un coste irrisorio. Ésta y
otras experiencias me llevaron a evitar durante un tiempo las
compañías low cost, que siempre son más caras de lo que
parecen.
Así
fue como me decidí a volar con la reputada Air France y me enfrenté
al temido overbooking.
Para quien se haya perdido con el anglicismo, explicaré que este
fenómeno paranormal sucede cuando vamos a facturar y nos informan
que el avión está completo y nuestro nombre no figura en la lista
de pasajeros. Así, sin anestesia ni nada. Hasta me reprocharon no
haber confirmado que iba a coger el vuelo. Yo expliqué que cuando
pago trescientos euros por un billete es porque pretendo coger el
avión, pero mi lógica era contraria a las compañías que, de forma
legal además, venden más plazas de las que pueden ofertar. Como
esta vez había llegado al aeropuerto Charles de Gaulle con tres
horas de antelación, ocupé uno de los primeros puestos de una lista
de espera que me permitiría volar si alguno de los pasajeros no se
presentaba. Pero no había muchas probabilidades, pues el destino del
vuelo era Bucarest y despegaba en la víspera de la Pascua ortodoxa,
una de las festividades más importantes de Rumanía. Aunque no me
aseguraron nada, me recomendaron facturar la maleta y dirigirme hasta
la puerta de embarque, pues el aeropuerto es muy grande y hasta el
último minuto no sabría si volaría. Tardé una hora en llegar
hasta donde saldría el avión y allí viví una tensa espera junto a
los que, como yo, se habían levantado con el pie izquierdo. Al final
los astros se alinearon en mi favor, pero la sensación de alivio no
duró mucho tiempo. Cuando llegué a Bucarest me enfrenté a otra
gran angustia que sobrevuela la cabeza de todo viajero: la pérdida
del preciado equipaje. Los demás pasajeros se fueron y yo me quedé
desolado frente a la vacía cinta transportadora. Mi maleta había
sufrido el overbooking
del que yo me había librado. (Continuará)
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