Hay
días que brillan con luz propia. Instantes a los que prestamos más
atención porque, de una u otra manera, significan algo para
nosotros. Son fechas señaladas en el calendario, que se hacen
esperar con impaciencia o se ignoran deliberadamente. Son jornadas
especiales de antemano, aun cuando no hayan hecho nada para
merecerlo. Son momentos fijados por un recuerdo más o menos
agradable, que conmemoran un hecho importante de vidas propias o
ajenas. Su singular condición hace que un año se vea menos vacío y
nos fuerza a preparar una jornada que parecemos obligados a
disfrutar. Son días que dependen de cada persona, pero también del
país que los quiere imponer.
Los
más importantes son los que decidimos nosotros, directa o
indirectamente: cumpleaños, aniversarios, santos... cuando festejar
es un acuerdo tácito entre nosotros y la persona que un día fuimos,
que un día se casó, empezó una relación importante o cualquier
otra cosa que merezca ser recordada. Hay otros días que buscan
también tocar nuestra fibra sensible, pero con los que no tenemos
una relación íntima y que son impuestos por una nación, una
religión, una tradición (local o importada) o un centro comercial.
Se trata del día de la constitución, navidad, halloween o el black
friday, por poner algunos nombres y apellidos. Mi vida entre tres
países me ha permitido observar cómo cada territorio cambia estas
celebraciones, acepta unas o rechaza otras.
Sin
ir más lejos, el pasado diecinueve de junio fue el día del padre en
Francia, aunque cambia cada año al estar ligado al tercer domingo
del sexto mes. La fecha está tan alejada en el tiempo del día del
padre español, como su origen. Todo se remonta a cuando un
fabricante de mecheros, en mil novecientos cuarenta y nueve, decidió
promocionar un nuevo encendedor de gas con el novedoso lema "día
del padre". No sólo tuvo un éxito arrollador, sino que empezó
una tradición que obligó a todo hijo de vecino a comprar el mechero
de turno a su padre. Aunque el objeto haya cambiado, el trasfondo
consumista, que apela a nuestra sensibilidad para gastar, como si de
un vil chantaje se tratara, sigue estando ahí. En Rumanía este día
ni siquiera existe.
En
el caso del día de la madre, cada país recurre a una fecha y a una
razón distintas para celebrarlo. Los franceses reservan el último
domingo del mes de mayo gracias al impulso del mariscal Pétain en
mil novecientos cuarenta y dos, aunque la festividad no se hizo
oficial hasta ocho años más tarde. En el contexto de la Segunda
Guerra Mundial, surge como un homenaje a las responsables de
engendrar "hombres sanos y pueblos fuertes", según el
machista discurso de Pétain, que intentaba consolar a aquellas
mujeres que habían perdido marido e hijos en la contienda.
En
Rumanía la celebración coincide con el Día Internacional de la
Mujer (el ocho de marzo), en un notable ejercicio de coherencia. Allí
es una fiesta importante donde nadie (ya sea hombre o mujer) duda en
felicitar a todas las mujeres que forman parte de su vida y el
festejo traspasa el ámbito materialista al que estamos
acostumbrados. Además, supone la culminación de una semana de
festividades que empieza el uno de marzo y gira en torno a la
primavera. Es el momento de regalar los entrañables "martisor",
pequeños accesorios portadores de fortuna que las mujeres lucen toda
la semana, atados con un hilo blanco y rojo. El país de Drácula
celebra también el día de los niños, el uno de junio, en el que,
una vez más, el lado humano se impone al material para felicitar
simplemente a los pequeños de la casa u ofrecerles una fiesta en vez
de colmarles de regalos. Y como los mayores también se merecen una
pequeña consideración, en España tenemos el día de los abuelos,
el veintiséis de julio. En Francia, sin embargo, sólo existe el día
de la abuela (el primer domingo de marzo), como si los hombres, menos
longevos, no tuviéramos derecho a tener nietos...
Pero
en medio de todas estas celebraciones impuestas, tan políticamente
correctas, no termino de sentirme a gusto. ¿Por qué no dejar la
puerta abierta a la improvisación del detalle fortuito o a la magia
del "te quiero" inesperado en lugar de privilegiar gestos
forzados? Así que yo prefiero ir a tomar el té con el sombrerero
loco y celebrar nuestro no cumpleaños, por la simple razón de que
podemos hacerlo trescientas sesenta y cuatro veces al año. Como ya
dijo el gran Joaquín Sabina, "que todas las noches sean noches
de boda; que todas las lunas sean lunas de miel".
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