domingo, 3 de julio de 2016

Aprender de nuestros errores

A veces me pregunto hasta dónde puede llegar la indecencia de nuestros políticos. La respuesta es bien sencilla: hasta donde nosotros les permitamos. Mientras sigan siendo votados, tengan los bolsillos llenos y el ego bien alimentado, ahí los tendremos. Sin importarles valores morales que vayan más allá de su propia codicia. Están ahí gracias a nosotros, aun cuando es cuestionable la validez de un voto ganado con mentiras, gracias al miedo y a promesas que nadie se molestará en cumplir. Por eso nos merecemos ración doble de Mariano Rajoy, de Brexit y de Donald Trump. Porque nuestra democracia ha sido tan adulterada, que ha perdido todo su sentido. Porque nuestros políticos gastan más dinero en campañas difamatorias y en elaborar discursos sin fondo, que en tender la mano a quien de verdad lo necesita. Y, sobre todo porque, por desgracia, no hay una alternativa convincente en el horizonte.

A veces me pregunto por qué tenemos que aguantar a semejantes personajes. No hay día que pase sin que aparezcan en el telediario, en el periódico o en la red social de turno, diciendo la última majadería que se les ha ocurrido, jaleados por los suyos o abucheados por el resto, creyéndose mucho más de lo que en realidad son. No encuentro un sentido a este circo vacío, perdido en palabras repetidas hasta la saciedad, que sólo muestran una preocupante falta de ideas y una subestimación del electorado. No sé si algún día podremos acotar el infame espectáculo. Si en algunos lugares prohíben los circos con animales, ¿por qué no prohibir la democracia con políticos corruptos? Tal vez porque sentiríamos que nos falta algo. Tal vez porque necesitamos otro sistema donde los que tomen las decisiones importantes estén realmente preparados para ello.

A veces me pregunto qué pasaría si redujéramos el espacio que los medios dedican a la política. Podríamos sustituir las intervenciones diarias e inútiles de los cuatro jinetes del Apocalipsis (Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera) por opiniones e ideas de gente que vale la pena escuchar, que llevan vidas ejemplares capaces de cambiar las nuestras. Me refiero a gente perteneciente a ámbitos generalmente olvidados por los medios, como el científico, el espiritual o el cultural. Stephen Hawking (que precisamente estuvo esta semana en Tenerife) o el Dalai Lama son los primeros nombres que me vienen a la cabeza, pero la lista es larga y su capacidad de hacer avanzar la sociedad es importante. Necesitamos que el periodismo recupere el rumbo que parece haber perdido y se apoye en quienes quieren contar la verdad sin deformarla con intereses personales. Las redes sociales prometían un soplo de aire fresco que se ha transformado en una ola de calor alimentada por la violencia y la gratuidad de comentarios que sólo buscan hacer daño o apoyar sin argumentos.

A veces me pregunto qué lograríamos si, de un día para otro, todos dejáramos de hablar de política. En los bares, en la televisión, en los periódicos, en internet. Tal vez los políticos vieran su ego desinflado y empezaran a ocupar ese vacío con lo que realmente necesitamos: que hagan su trabajo y luchen por mejorar la vida de los ciudadanos. Me gustaría saber cuánto tiempo dedican a dar entrevistas, organizar ruedas de prensa, analizar sondeos sobre su popularidad o ver qué se dice de ellos en internet y compararlo con el tiempo que pasan estudiando las medidas que pueden hacer de la tierra que pisamos un lugar mejor. Sería un aplastante ejercicio de transparencia que pondría a cada uno en su sitio y nos diría si es realmente útil poner nuestro voto en una urna.

A veces, y menos mal que sólo a veces, me pregunto por qué no cojo la próxima nave espacial que salga de la Tierra y me embarco con las personas a las que más aprecio (Stephen Hawking y Dalai Lama incluidos) y con un disco duro repleto de buenos libros, buena música y buenas películas. Tal vez mi experiencia como emigrante me haya dado una visión demasiado derrotista, pues en mi éxodo he comprobado que ningún país propone nada realmente distinto. Nos exiliaríamos a un nuevo mundo. Recorreríamos el universo en busca de vida realmente inteligente que nos pudiera aconsejar sobre el mejor camino a seguir. Esperaríamos encontrar el agujero negro que nos llevara a millones de años luz de aquí, a un nuevo planeta, lejos de inútiles fronteras o de infantiles líneas rojas, donde empezar desde cero, ocuparnos de lo que realmente importa y, esta vez sí, aprender de nuestros errores.

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