Cuando llegamos por
primera vez a un lugar desconocido, buscamos, incluso sin darnos
cuenta, guías que permitan orientarnos. Cuando nos hallamos en un
terreno hostil, nos aferramos a cualquier detalle que entre en
resonancia con alguna parte de nosotros mismos. La mayoría de las
veces se trata de recuerdos de nuestra infancia, nuestra juventud o
cualquier cosa que algún día significó algo para nosotros. Su
presencia nos tranquiliza, la similitud con algo familiar nos da
seguridad y, de pronto, nos sentimos con fuerzas renovadas para
seguir caminando. Sin embargo, cuando una de esas referencias
desaparece drásticamente, nos sentimos abandonados a nuestra suerte
en un mundo difícil que no nos ayudará en nada.
Uno de esos amables
recuerdos me acompaña desde mi adolescencia. Cada día, después de
una jornada de instituto, regresaba a casa acompañado por un grupo
de buenos amigos. El penúltimo tramo de ese recorrido atravesaba la
avenida Alfonso X el Sabio, que los murcianos llamamos con cariño
"Tontódromo" (donde nuestros abuelos paseaban para
"tontear" y buscar pareja). A ambos lados del bulevar
central, los imponentes árboles (preciosos plátanos de sombra) nos
empequeñecían, nos protegían del calor en verano y nos cubrían
con sus marrones hojas en otoño. Eran casi las tres de la tarde, en
las mesas del Café Bar sólo quedaban los restos de su inconfundible
ensaladilla rusa y a Sirvent llegaban los primeros en tomar el café
de la tarde. La avenida estaba casi vacía, nada que ver con la marea
humana que la invadirá cuando el mercadillo de navidad se instale
bajo los árboles o cuando todos los bares saquen sus barras afuera
el día del "Entierro de la Sardina". Si un bulevar está
anclado en la memoria de los murcianos, es sin duda éste.
Cuando llegué a Lyon y
empecé la ardua tarea de buscar piso, me llamó la atención la
avenida Cours Lafayette, flanqueada por los mismos plátanos de
sombra del Tontódromo murciano. En este caso la vía es más
estrecha, no hay bulevar central y entre los árboles sólo pasan
coches, pero el simple hecho de mirar sus hojas y pasear bajo su
sombra me identificó con ellos y sacó de mi memoria un mundo feliz.
Fue como cuando encontramos a un desconocido y tenemos la impresión
de haberlo visto antes. Todavía no lo sabía, pero el piso que
acabaría eligiendo se encontraría en aquella avenida y tendría la
suerte de recorrerla varias veces al día. Una ciudad ajena para mí
como entonces era Lyon, se convirtió fácilmente en un sitio
familiar. Podría vivir allí y observar los plátanos de sombra
desde las ventanas del salón o de mi habitación, olvidar por un
momento que estaba en Francia, que podría volver a salir del
instituto y regresar a la casa donde mis padres me esperaban con la
mesa puesta.
Hace unas semanas hablé
de globalización, transporte público, protestas necesarias y causas
imparables. Pues bien, el otro día abrí una ventana de mi casa y me
encontré con todo ello saltándome a la cara en forma de una
casualidad que no era tal. Dos hombres, protegidos con cascos y
armados con sendas sierras mecánicas se disponían a cortar las
ramas superiores del árbol que se hallaba a escasos metros de mí.
Pensé que se trataba de una poda rutinaria, pero el estupor no tardó
en aparecer cuando vi que acabaron cortando el grueso tronco en
varios tramos, ayudados por una grúa móvil. Indignado, salí a la
calle y comprobé, aún más sorprendido, que todos los árboles de
la avenida estaban marcados y esperaban a que les llegara su hora. Se
trataba de la mejora de una importante línea de autobús. Como la
vía no es muy ancha y los coches aparcados en doble fila entorpecen
demasiado, habían decidido talar los árboles y crear dos carriles
de bus, separados del resto de la calzada. Para tranquilizar a
vecinos como yo, decían que compensarían la tala de cada plátano
de sombra con la plantación de otros árboles que, por supuesto,
serán mucho más pequeños, no llegarán a la ventana de mi cuarto
piso y no estarán relacionados con ningún lugar de mi memoria. De
pronto me sentí más vacío y desorientado. Cómo le explico ahora a
mi hijo que ya no podrá oír los pájaros cantar desde casa, que al
otro lado de la ventana de su habitación ningún filtro verde le
separará del tráfico de la calle, que el sol del atardecer ya no se
recortará entre los árboles (como en la fotografía que un día
tomé y que encabeza este blog), que ya no verá pasar las estaciones
a través de sus hojas y que no podrá jugar a buscar nidos entre las
ramas. Eso sí, le diré que podrá coger un autobús que le dejará
cinco minutos antes en el centro. A ver qué le parece.