Quien dijo que las vacaciones son para descansar, sería
porque no tenía familia y no había viajado mucho. Desde hace un tiempo tengo
asumido que no se trata de ese idílico período en que la vida se para y nos
deja apreciar lo que en otro momento no podríamos, como muestra el postureo que reflejan las redes sociales.
En realidad es un nuevo terreno de combate donde medimos nuestras fuerzas contra
adversarios a los que no estamos acostumbrados. Que cambiemos de contexto no
significa que la lucha haya acabado. Tras una merecida pausa estival, aprovecho
la vuelta a la rutina para recordar, por quinta vez en este blog, los detalles
de ese territorio hostil con el que, de forma inevitable, soñamos durante todo
el año.
Primer asalto. Cierro la puerta de mi casa y procuro
guardar las llaves en un bolsillo de la maleta que pueda recordar con facilidad
cuando, dentro de tres semanas, vuelva al mismo lugar. A mi lado, mi mujer, mi
hijo, dos maletas de casi veinte kilos y un parque plegable. Frente a nosotros,
cuatro pisos de escaleras que no hay más remedio que bajar. Después de veinte
minutos y tres viajes logramos salir del edificio. Me cuesta recuperar el
aliento y el hecho de tener que movilizar todo el equipaje hasta el tranvía que
lleva al aeropuerto no me sirve de consuelo.
Segundo asalto. Una vez en el mostrador de facturación, el
parque plegable se delata a sí mismo: las dimensiones no son las reglamentarias
y podría esconder un kalashnikov (o
más) dentro. La compañía de un bebé me ayuda a no pasar por un terrorista, pero
no me libra de una visita al escáner para equipaje voluminoso, donde espero con
paciencia entre asustados perros y grandes bicicletas. La duración de este obligado
trámite dependerá del aeropuerto en que estemos. Si en Lyon resulta bastante
sencillo, en Bucarest ese gran escáner se encuentra en una escondida sala a la
que sólo se puede acceder en compañía de un operario del aeropuerto, a quien le
importa poco que vayamos con retraso y estemos a punto de perder nuestro vuelo.
Tercer asalto. Tras una larga carrera, jaleados por la megafonía,
que repetía nuestros nombres sin descanso, last
calling (último aviso), al fin llegamos al avión. Los pasajeros, sentados
desde hace un buen rato, nos reciben con caras largas y miradas acusadoras.
Ven, impotentes, cómo intentamos sentarnos y colocar, en el reducido espacio de
que disponemos, las tres mochilas que nos acompañan (pertenencias del peque en
su mayor parte). Una vez ordenada toda la parafernalia, la azafata nos anuncia,
secamente, que los asientos asignados no son los que nos corresponden. Su
colega de facturación había olvidado que los bebés sólo se pueden sentar donde
haya dos máscaras de oxígeno, ya que van en el regazo de su madre (o padre).
Así que tocó buscar el asiento adaptado más cercano y cambiar al pasajero en cuestión,
que no disimuló su molestia.
Cuarto asalto. Por muy tranquilo que sea el vuelo, con un
bebé siempre hay algún momento de tensión o de difícil control, como cuando
rompe a llorar. Si los juguetes no sirven de nada, habrá que pasearlo en brazos
por el estrecho pasillo del avión, compartiendo con nuestros compañeros de
vuelo las alegrías de la paternidad. Si, en cambio, sólo tiene hambre, bastará
con preparar el biberón de turno, siempre que contemos con la ayuda de una
amable azafata para calentar el agua a la temperatura adecuada.
Quinto asalto. Ya en nuestro destino, cuando el
agotamiento empieza a desfigurar nuestras caras, vemos cómo el carrito y la
maleta del niño aparecen sobre la cinta transportadora, antes de que se pare
definitivamente. ¿Y el resto del equipaje? ¿Y el parque plegable? Tal vez
acabaron descubriendo el kalashnikov
que en realidad llevaba dentro para aniquilar a los empleados del aeropuerto en
situaciones como aquélla. Miramos a nuestro alrededor para comprobar que no
somos los únicos que se han quedado con cara de tontos. Ahora toca reclamar,
indicar las características de las maletas y rezar para que lleguen sanas y
salvas al lugar donde pasamos nuestras vacaciones. Si tras cinco asaltos ya
estamos noqueados y a punto de perder la consciencia, conviene recordar que el
combate está lejos de acabar y no nos queda otra opción que descansar en una
esquina del cuadrilátero antes de volver al centro del ring.
Marcos, que tal? Es que cambiaste de numero? Intenté contactar contigo en agosto para habernos visto... pero no hubo manera. Que tal todo? Como estáis?
ResponderEliminarHola Iván! Es que se me rompió el móvil y he estado incomunicado... Además, el mes de agosto ha sido bastante movido. Te cuento por mail.
EliminarHola marcos. Si me escribiste por face no tengo acceso. Escribeme a ivansanchezcastro@gmail.com
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