domingo, 30 de julio de 2017

Lo que echo de menos

Acaparados por la rutina y la realidad, a veces olvidamos nuestras prioridades: todo lo que significa, o un día significó, algo para nosotros. De vez en cuando salen a flote, de forma inesperada, como los restos de un naufragio que se resisten a permanecer en las profundidades. Son fragmentos de vida, de tiempos mejores o, al menos, recordados como tales. Momentos que la distancia idealiza y con los que la nostalgia juega, como un trilero consciente de que no los recuperaremos nunca.

Cuando vivimos en el extranjero, suele ser un desconocido quien, en un primer encuentro, escarba hasta remover más de lo deseado, protegiéndose tras un escudo de frases hechas para romper el hielo. ¿Qué razones te impulsaron a venir? ¿Estás contento aquí? ¿No tienes ganas de volver? ¿Qué echas de menos de tu tierra? Aunque el tiempo me haya acostumbrado a semejantes interrogatorios, tengo que reconocer que, de buenas a primeras, no es fácil contestar. Yo también tengo mis respuestas hechas, comodines que utilizo para no perder demasiado tiempo en conversaciones que no llevan a ninguna parte, pero no puedo evitar que ciertas emociones me asalten sin piedad. Para ser sincero, no suelo pensar en cuanto echo de menos, pues la adaptación a un determinado lugar me obliga a vivir el instante y preocuparme de los problemas del día a día. Aun así, muchos recuerdos me invaden cuando tengo la guardia baja y la nostalgia toma la iniciativa.

Lo primero que echamos en falta son siempre las personas. La presencia de familiares y amigos sigue siendo difícil de sustituir a pesar del auge de internet y las redes sociales, pues resulta imposible reducir un abrazo, un beso o una palmada en la espalda a un frío emoticono. El contacto humano, la forma de ser de nuestros compatriotas, capaces de recibirnos por primera vez en una tienda y tratarnos como si fuéramos familia, será el segundo punto de la lista. Recordamos con añoranza ese carácter abierto o la posibilidad de salir hasta tarde y ver los bares siempre llenos.

Después están los sabores, que nos sumergen en completos viajes sensoriales. Queremos volver a probar nuestro plato favorito, ése que nuestra madre preparaba como nadie, que con la distancia y el tiempo es aún más deseado. En mi caso, la única forma que he encontrado de exorcizar esos fantasmas ha sido cocinar los platos que marcaron mi juventud y hablan de la tierra que un día dejé atrás. Así fue como empecé a preparar mis primeras paellas, emulando mi añorado arroz y pescado, con más pena que gloria. En Dijon, una de las ciudades francesas más alejadas del mar, me costaba encontrar pescado fresco e improvisaba con lo que tenía. En el mercado, el pescadero acabó conociendo mi ritual semanal. Para la paella de los sábados, me decía guiñándome un ojo. Con el tiempo, y tras las primeras decepciones, acabé preparando un arroz cada vez más comestible, que hoy sigue sin estar a la altura de mis recuerdos, pero me permite calmar la morriña.

Entre lo que más extraño, el mar ocupa un importante lugar. Quienes, como yo, han crecido con la mirada perdida en la perfecta línea del horizonte, sintiendo el viento golpear su rostro y oyendo las olas romper contra las rocas, saben a lo que me refiero. Imposible encontrar las mismas sensaciones en una ciudad de interior, aunque desde que vivo en Lyon, mi imaginación cuenta con la ayuda del caudaloso Ródano para reconstruir lo que necesita. Para mí, como para muchos, el mar siempre ha sido sinónimo de ocio, así que no puedo evitar pensar en él cuando paso un día festivo en tierra firme. Como cada fin de semana que una densa capa de nubes oculta el sol. Aun a riesgo de que suene a tópico, no podemos olvidar que el tiempo ocupa un lugar destacado en esta lista de inevitables ausencias. El sol y su energía no tardan en faltar a quienes nos toca emigrar al otro lado de los Pirineos, así como los inviernos cortos y templados. Pero no seré yo el que reclame los calurosos veranos con cuarenta grados a la sombra, pues en Francia también tenemos nuestros períodos de canícula, por suerte mucho más cortos.


Cuando viajamos a nuestra tierra durante unas vacaciones, el tiempo es limitado y es difícil aprovecharlo tanto como para revivir todo lo que echamos de menos cuando estamos lejos. Por eso suelo escribir una detallada lista con lo que la nostalgia me dicta. Esperando que, mientras no olvide nada y sacie su voraz apetito, me deje tranquilo durante una buena temporada.

Dijon, Lago Kir, 31/01/2010

Buscaba el mar y me perdí en un espejismo del que todavía no he podido escapar.

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