Cada
día observamos la realidad a través de los ojos de otros. Cuando
nos hablan de lugares que nunca pisaremos o de situaciones que nunca
viviremos, no nos queda otra opción que confiar en ellos. Pero esa
es la trampa, porque se sirven de nuestra credulidad para construir
un mundo falso con el que poder manejarnos. Hasta que la realidad
llama a nuestra puerta y se muestra tal y como es: sincera y humilde.
Eso es lo que vi cuando trabajé con dos compañeros sirios y enterré
todos los prejuicios que los medios nos venden a diario.
Les
seleccionamos a golpe de currículum, anteponiendo siempre sus
cualidades. A estas alturas de la vida, no me dejo influenciar por
estereotipos o lugares comunes, que he sufrido en primera persona y
protagonizan varias entradas de este blog. Aun así, no me fue
indiferente que ella hubiera nacido en Alepo, donde estudió
arquitectura. Las imágenes de masacre e injusticia a las que,
desgraciadamente, estamos habituados vinieron a mi cabeza. Y tal vez
fuera una de las razones por las que la elegimos. Para demostrarnos
que en Siria hay más cosas que una devastadora guerra.
Cuando
ella y su marido llegaron a Francia por primera vez, hace catorce
años, el conflicto no existía. No pude ocultar mi incredulidad
cuando me contó que, en aquella época, Siria era un país más
seguro que la actual Francia. Como mujer, nunca tuvo ningún problema
para pasear por la ciudad a cualquier hora de la noche y disfrutó de
un ambiente despreocupado y libre. Me dijo, con orgullo, que la bella
Alepo, patrimonio de la humanidad, fue considerada la ciudad habitada
más antigua del mundo. Una imagen que me costó superponer a las
inertes ruinas que vemos en las noticias. Cuando dejó el país no lo
hizo por necesidad. Su carácter la empujó a dar el paso, para
cumplir el sueño de una niña que quería viajar y ver mundo. Su
familia y amigos la siguieron años más tarde, alertados por la
tragedia que se avecinaba.
Para
una mente formateada por el islamismo radical que muestran los
medios, resulta difícil encajar en ese contexto a una mujer católica
cuya apariencia o forma de ser nunca delatarían su origen (o al
menos lo que comúnmente hemos aceptado). Para remarcar esa
contradicción, me dijo que, antes, la mitad de la población era
católica y muchos lugares claves para el cristianismo se encuentran
en terreno sirio. También me habló de las dificultades encontradas
para inscribir a sus hijos en un colegio católico en Lyon, donde
fueron rechazados tras ver su apellido y comprobar su origen. Primero
le dijeron a su marido que no quedaban plazas disponibles, pero,
casualidades de la vida, vieron que todavía quedaba alguna cuando
les anunció que era médico (el pediatra de mi hijo, para más
señas, aunque eso es otra historia).
Unos
meses más tarde llegó al estudio un becario que compartía el mismo
origen, pero distinta trayectoria. Él sí que dejó Alepo para huir
de la guerra, junto con su madre y su hermana, dos años atrás.
Conseguir un visado no fue tarea fácil, aun con el apoyo de unos
familiares ya instalados en Lyon. Una vez aquí, tuvo que aprender
una nueva lengua y empezar de cero, pues la escuela de arquitectura
no le convalidó los años cursados en Siria. Buena parte de su
familia se quedó al otro lado de la frontera, como su propio padre,
que se resistió a probar la misma suerte. A ciertas edades, dar un
salto al vacío es un paso imposible. Sin las fuerzas suficientes
para aprender un nuevo idioma y buscar un trabajo, prefirió quedarse
en Alepo y mantener su negocio, en el que había trabajado durante
toda su vida. Unos amigos le alojaron en Turquía durante los
momentos más difíciles del conflicto y lo volverían hacer si la
guerra le siguiera acosando.
Lo
más triste de estas historias es que sus protagonistas nunca
volverán a su país de origen. Ni pueden, ni quieren. Ni siquiera
durante unas vacaciones. El lugar que un día llamaron hogar se ha
convertido en una ruina irreconocible. La romántica idea del regreso
pierde aquí todo su sentido. Ellos sólo pueden mirar hacia delante
y saltar sobre los obstáculos que les ponga su país de acogida. Así
que, cuando hablemos de emigrantes sirios, como de cualquier otro
país, no lo hagamos refiriéndonos a molestos invasores que vienen a
perturbar nuestra comodidad. Mirémosles a los ojos y escuchemos sus
historias de decepción, lucha y superación. Que no nos lo cuenten
otros.
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