domingo, 9 de julio de 2017

Que no nos lo cuenten otros

Cada día observamos la realidad a través de los ojos de otros. Cuando nos hablan de lugares que nunca pisaremos o de situaciones que nunca viviremos, no nos queda otra opción que confiar en ellos. Pero esa es la trampa, porque se sirven de nuestra credulidad para construir un mundo falso con el que poder manejarnos. Hasta que la realidad llama a nuestra puerta y se muestra tal y como es: sincera y humilde. Eso es lo que vi cuando trabajé con dos compañeros sirios y enterré todos los prejuicios que los medios nos venden a diario.

Les seleccionamos a golpe de currículum, anteponiendo siempre sus cualidades. A estas alturas de la vida, no me dejo influenciar por estereotipos o lugares comunes, que he sufrido en primera persona y protagonizan varias entradas de este blog. Aun así, no me fue indiferente que ella hubiera nacido en Alepo, donde estudió arquitectura. Las imágenes de masacre e injusticia a las que, desgraciadamente, estamos habituados vinieron a mi cabeza. Y tal vez fuera una de las razones por las que la elegimos. Para demostrarnos que en Siria hay más cosas que una devastadora guerra.

Cuando ella y su marido llegaron a Francia por primera vez, hace catorce años, el conflicto no existía. No pude ocultar mi incredulidad cuando me contó que, en aquella época, Siria era un país más seguro que la actual Francia. Como mujer, nunca tuvo ningún problema para pasear por la ciudad a cualquier hora de la noche y disfrutó de un ambiente despreocupado y libre. Me dijo, con orgullo, que la bella Alepo, patrimonio de la humanidad, fue considerada la ciudad habitada más antigua del mundo. Una imagen que me costó superponer a las inertes ruinas que vemos en las noticias. Cuando dejó el país no lo hizo por necesidad. Su carácter la empujó a dar el paso, para cumplir el sueño de una niña que quería viajar y ver mundo. Su familia y amigos la siguieron años más tarde, alertados por la tragedia que se avecinaba.

Para una mente formateada por el islamismo radical que muestran los medios, resulta difícil encajar en ese contexto a una mujer católica cuya apariencia o forma de ser nunca delatarían su origen (o al menos lo que comúnmente hemos aceptado). Para remarcar esa contradicción, me dijo que, antes, la mitad de la población era católica y muchos lugares claves para el cristianismo se encuentran en terreno sirio. También me habló de las dificultades encontradas para inscribir a sus hijos en un colegio católico en Lyon, donde fueron rechazados tras ver su apellido y comprobar su origen. Primero le dijeron a su marido que no quedaban plazas disponibles, pero, casualidades de la vida, vieron que todavía quedaba alguna cuando les anunció que era médico (el pediatra de mi hijo, para más señas, aunque eso es otra historia).

Unos meses más tarde llegó al estudio un becario que compartía el mismo origen, pero distinta trayectoria. Él sí que dejó Alepo para huir de la guerra, junto con su madre y su hermana, dos años atrás. Conseguir un visado no fue tarea fácil, aun con el apoyo de unos familiares ya instalados en Lyon. Una vez aquí, tuvo que aprender una nueva lengua y empezar de cero, pues la escuela de arquitectura no le convalidó los años cursados en Siria. Buena parte de su familia se quedó al otro lado de la frontera, como su propio padre, que se resistió a probar la misma suerte. A ciertas edades, dar un salto al vacío es un paso imposible. Sin las fuerzas suficientes para aprender un nuevo idioma y buscar un trabajo, prefirió quedarse en Alepo y mantener su negocio, en el que había trabajado durante toda su vida. Unos amigos le alojaron en Turquía durante los momentos más difíciles del conflicto y lo volverían hacer si la guerra le siguiera acosando.


Lo más triste de estas historias es que sus protagonistas nunca volverán a su país de origen. Ni pueden, ni quieren. Ni siquiera durante unas vacaciones. El lugar que un día llamaron hogar se ha convertido en una ruina irreconocible. La romántica idea del regreso pierde aquí todo su sentido. Ellos sólo pueden mirar hacia delante y saltar sobre los obstáculos que les ponga su país de acogida. Así que, cuando hablemos de emigrantes sirios, como de cualquier otro país, no lo hagamos refiriéndonos a molestos invasores que vienen a perturbar nuestra comodidad. Mirémosles a los ojos y escuchemos sus historias de decepción, lucha y superación. Que no nos lo cuenten otros.

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