Las diferencias entre naciones a veces son sutiles y se
manifiestan a través de pequeños detalles, como la forma de vestir, capaz de
distinguir regiones o incluso ciudades entre sí. Es una actitud, un denominador
común entre la diversidad que nos rodea cuando vamos por la calle. Es un
carácter que se revela de forma espontánea cuando elegimos ropa en una tienda y
proyectamos, sin querer, la imagen que habitualmente nos rodea. Asumimos códigos
formales para integrar un grupo social, aparentar lo que no somos o
exteriorizar nuestra personalidad sin decir una palabra. Tal vez la moda sea la
muestra más evidente de la influencia que la sociedad ejerce en nosotros.
Cuando viajamos a un nuevo lugar, cuando cambiamos el
entorno en que solemos movernos, esas sutiles diferencias saltan a la vista. Al
principio nos divierten y unas nos gustan más que otras. Con el paso del
tiempo, lo que parecía ser una situación efímera se convierte en una larga
estancia y descubrimos (si no lo hemos hecho antes) que somos nosotros los que
destacamos entre el resto. Entonces llega el momento de decidir si queremos
reivindicar la diferencia o adaptarnos a ese nuevo contexto. Conviene precisar
que adaptar no significa claudicar y que ofrece varias posibilidades, en
función de lo que estemos dispuestos a asumir. Podemos enriquecernos gracias a
la cultura local, sin perder nuestras raíces ni nuestra personalidad.
Admito que, en el ámbito personal, nunca me ha preocupado
demasiado mi forma de vestir. Sin embargo, en el mundo laboral me veo, a veces,
obligado a jugar un determinado rol. Aunque mi profesión, por suerte, no me
obliga a llevar traje, en ciertas ocasiones (reuniones con clientes o visitas
de obra) conviene guardar las formas para evitar que se desconfíe de mi
juventud o de mi acento español. Durante interminables y poco productivas
reuniones de trabajo, me divertía comparando la vestimenta de mis compañeros de
sala, destacando un curioso detalle: los zapatos se volvían más largos,
brillantes y puntiagudos según la importancia de su portador. Para mí, que sólo
pedía a mis zapatos que fueran cómodos (y no es poco), todo aquello me resultaba
bastante ridículo.
Además, mi relación con el calzado no siempre ha sido
fácil. Nunca entendí la expresión “tan contento como un niño con zapatos
nuevos”, porque cuando era un crío mis padres me tenían que arrastrar a
regañadientes hasta la tienda de turno. Una vez allí detestaba probarme decenas
de modelos para que me acabaran comprando uno que no me gustaba, siempre era
dos tallas más grande que mi pie y me rozaba por algún sitio. Cuando me
independicé, esperaba a que la suela se despegara o el agua me mojara en los
días de lluvia para comprar un nuevo par. Ahora es mi mujer la que me arrastra
cuando hay rebajas o ve que mis zapatos no dan más de sí. Así es como acabé
teniendo mis propios zapatos puntiagudos (que me pongo una o dos veces al año),
aunque no sean tan grandes ni extravagantes como he llegado a ver en Francia.
Tal vez sea una de las pocas concesiones que he dado a la moda francesa, aunque
no soy el más apropiado para decirlo, pues se trata de matices que asimilamos
progresivamente, sin darnos cuenta. Sólo las personas que dejamos en nuestra
tierra, y que nos ven de vez en cuando, podrán decir hasta qué punto nuestra
vida en el extranjero nos ha cambiado. Sin olvidar que las opciones a nuestro
alcance condicionan de antemano nuestras elecciones, que no son tan libres como
deseamos.
Así que, en esta época de rebajas, me he visto obligado,
muy a mi pesar, a volver a uno de esos enormes templos del consumismo para
comprarme otro par de zapatos. Ahora elijo el que más me gusta y procuro que
sea de mi justa talla. Últimamente, lo que para mí siempre ha sido un acto
forzado, ha adquirido un nuevo significado. Desde que mi hijo aprendidó a
andar, su rostro se ilumina cada vez que me ve coger sus zapatos. A veces me
sorprende buscando él mismo su par preferido, señalándomelo o intentando
ponérselo con sus pequeñas manos. Incluso se divierte buscando los míos y
trayéndomelos desde la entrada. Su contagiosa risa expresa una felicidad
infinita. Para él representa el esperado momento de salir a la calle y
descubrir un mundo desconocido. Con ellos protegiendo sus pies, se siente capaz
de cualquier hazaña. No hay otra cosa que le ofrezca tal sensación de poder e
inmunidad. Ya sé por qué no se puede ser más feliz que un niño con zapatos
nuevos.
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