domingo, 16 de julio de 2017

Tradiciones

La primera vez que lo vemos, nos atrae por su novedad. La segunda pensamos que la casualidad lo ha cruzado en nuestro camino. A la tercera empezamos a pensar que hay algo detrás de esa repetición inesperada. A la cuarta estamos convencidos de ello y a la quinta vez ya forma parte de nuestro carácter. Acabamos haciendo nuestro todo lo que, de forma espontánea u obligada, se repite, como las impuestas tradiciones, que representan la manera en que un colectivo entiende el mundo. Durante estos años de vida entre tres países, no sólo he aprendido que un mismo hecho es interpretado de forma distinta en cada tierra, sino que lo más importante es enriquecerse comprendiendo cada cultura y punto de vista. De la misma manera que un objeto sólo puede ser percibido en su totalidad si lo observamos desde todos los ángulos posibles.

Muchas de las tradiciones que unen países tienen un origen religioso, aunque la distinta forma de seguirlas define a cada nación. La Pascua de resurrección, por poner un ejemplo, se resume en Francia, como en buena parte de Europa, en los clásicos huevos y figuras de chocolate que llenan los escaparates de las tiendas. La semana santa no se celebra y el único día festivo es el lunes. Los más religiosos van el domingo a misa, pero la mayoría pasa el día buscando los ansiados huevos, que la costumbre manda esconder en el jardín, junto con regalos para los más pequeños de la casa.

En Rumanía, la Pascua ortodoxa es una gran celebración familiar, incluso más importante que la Navidad. La mesa se queda pequeña cuando recibe los platos preparados durante días. Entre ellos no falta la ensaladilla rusa (“ensalada de buey” la llaman, si traducimos literalmente) ni el sarmale, imprescindible en todo festejo, que consiste en rollitos de hojas de col fermentada, rellenos de carne de cerdo, arroz y tomate. Los rumanos, grandes amantes de los rituales, van antes a la misa de las doce de la noche para cumplir con una ancestral costumbre: encender una vela en la iglesia y llevar el fuego hasta su casa, antes de pasar por el cementerio para ofrecerlo a los que ya se han ido. La Pascua es también la esperada excusa para jugar con los típicos huevos de colores, intentando romper el huevo del adversario y guardar el propio intacto.

En el país de Drácula, cada momento importante de la vida se ve acompañado de innumerables ritos. Cuando un niño celebra su primer cumpleaños, por ejemplo, los padres organizan una gran fiesta que culmina con una curiosa costumbre: los padrinos le cortan su primer mechón de pelo, pasándolo antes por una especie de roscón que después se comen los invitados. Además, disponen sobre una mesa una serie de objetos para que el niño elija entre ellos. Según la tradición, lo que coja en primer lugar, impulsado por su instinto más visceral, hablará de su futura profesión.

De vuelta a Francia, anteayer celebramos el catorce de julio, la fiesta nacional, día en que todo hijo de vecino puede tirar petardos donde y como quiera. Los clásicos fuegos artificiales, que se tiran en todos los pueblos y ciudades, dibujan el inevitable telón de fondo de este día festivo, que acaba con el no menos tradicional baile de los bomberos. Todas las estaciones de bomberos se abren al público para convertirse en improvisadas discotecas donde bailar hasta la madrugada. La tradición surgió en la época de entreguerras, cuando un equipo de bomberos regresaba a su estación de Montmartre, tras haber participado en el desfile de los Campos Elíseos, y se vio seguido por una inesperada multitud. Al llegar decidieron mostrarles la estación, así como alguna que otra técnica de extinción de fuegos y, sin saberlo, crearon un hábito que se extendió por todo el país.


Pero ni en Francia ni en Rumanía he encontrado todavía nada que se parezca a las tradiciones de nuestra España cañí, donde el patrón (o patrona) de cualquier localidad se convierte en el cómplice perfecto de un desmadre colectivo. En estos días de sanfermines, vienen a mi memoria todas esas celebraciones que se suceden con la precisión de un reloj suizo. Aunque los españoles no tengamos fama de puntuales, en lo que a festividades se refiere respetamos cada día y hora del calendario. Personalmente, no suelo seguir costumbres que no haya creado yo mismo. Tal vez porque mi vida, en general, no es nada tradicional. Pero si la tradición en cuestión supone pasar un buen rato en buena compañía, no seré yo el que la rechace. Esté donde esté.

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