sábado, 28 de diciembre de 2019

Un poquito de por favor

Si nos sentimos solos en medio de la multitud, cuando deberíamos encontrarnos más acompañados que nunca, significa que algo va mal. Que la sociedad ha disfrazado esta situación de normalidad: antes nos preocupaba, pero ahora se ha vuelto casi irreversible. La soledad acompañada es cada vez más difícil de revocar.

Se abren las puertas de un tranvía abarrotado, veo el escaso espacio que queda, agarro a mi hijo con una mano, sostengo su bicicleta y su mochila con la otra. Es el tercer tranvía que pasa desde que llegamos, hace diez minutos, a la parada, así que no pienso perderlo. Salen tres pasajeros, el milagro se produce y conseguimos entrar, al tiempo que seis personas nos empujan por detrás. El inevitable choque se produce, la bicicleta acaba contra la pierna de no sé quien y las puertas se cierran mientras mi hijo, con la cabeza a la altura de mi cintura, respira con dificultad y saca todo el aire de sus pulmones con un sonoro llanto. Para conseguirle una burbuja de aire, empujo a quienes nos rodean utilizando la bicicleta como arma blanca. El llanto silencia las conversaciones, pero no fomenta la solidaridad. En esos momentos reprimo unas incontenibles ganas de gritar “un poquito de por favor”, cual Fernando Tejero en Aquí no hay quien vida, aun a riesgo de pasar por loco, pues ningún gabacho me habría entendido. Unas paradas después, cuando empezamos a tener más espacio, consigo hacer malabarismos con bicicleta, mochila y niño para pasar el abono por la máquina, no sea que, además, un revisor me dé la puntilla. Un alma caritativa se apiada de nosotros y le ofrece un asiento a mi hijo, algo que solo me ha sucedido tres veces en cuatro años.

Reconozco que la situación está lejos de corresponderse con las expectativas que tenía al llegar a Francia. Nuestros vecinos tienen fama de ser más corteses que nosotros, pero a la hora de la verdad, cuando realmente necesitamos esa cortesía, comprobamos que en todas partes cuecen habas y que unsmartphonenos aleja más de nuestros congéneres de lo que pretende acercarnos. Cual efectiva máscara, esconde el rostro de su propietario y, con unos auriculares como cómplices, le exime de cualquier obligación social. Todavía no he visto a nadie levantar la cara de la pantalla para ver qué ocurre a su alrededor. Lo comprobé cuando mi mujer estuvo embarazada, más tarde cuando tuve que apañármelas con un carrito de bebé y ahora que me toca mantener el equilibrio con los accesorios más variopintos. Nunca me he sentido más solo en medio de tanta gente.

Así que la frase de Fernando Tejero es más actual que nunca, sobre todo si queremos que la solidaridad sea algo más que un emoticono en el whatsapp. Más aún cuando las fechas navideñas parecen obligarnos a ser más amables de lo habitual, aunque la mayoría se sienta únicamente empujada a consumir más de lo habitual. Espero que, al menos, la navidad nos permita volver a ver el mundo con los ojos del niño que fuimos. Cuando se tiene un hijo, resulta más fácil: sentimos la natural obligación de ofrecerle la infancia más feliz posible, para que siempre pueda llevar consigo un agradable recuerdo que le permita sobrellevar los momentos más amargos. Incluso si nos juramos que no obligaríamos a nuestros hijos a creer en una mentira, nos vemos reescribiendo con ellos la carta a los Reyes Magos. Porque sabemos que si la ilusión se ausenta durante la infancia, todo está perdido de antemano. 

Este año descubrimos en Francia un ritual que adoptamos con gusto. Se trata del calendario del adviento: un panel con veinticuatro casillas para abrir cada día de diciembre, antes de navidad, dentro de las cuales el niño encuentra una figura de chocolate. Como todo en esta época, se ha convertido en un hábito consumista más, pero uno no deja de mirar cada cuadrado con optimismo, pensando que, algún día, al final del calendario, conseguiremos recuperar el por favor perdido por el camino.

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