domingo, 27 de marzo de 2016

Amigos para siempre


Entraron en nuestra vida hace tanto tiempo que nos cuesta recordar. Lo hicieron de forma discreta o fortuita y se quedaron para siempre. Nos conocen mejor que nadie y un simple gesto les basta para saber cómo nos sentimos. Aun cuando hace tiempo que no los vemos, tenemos la certeza de que siempre están ahí, dispuestos a ayudarnos en cualquier momento, y nunca nos equivocaremos si vamos a ellos en busca de consejo. Hablo de los amigos de verdad, ésos que nos cuesta tanto dejar atrás por miedo a no encontrar otros allá a donde vayamos.

Al llegar a un país extranjero no nos será difícil hacer nuevos amigos, sobre todo si venimos gracias a un programa de estudios. Seguramente serán de varias nacionalidades, se hallarán en la misma situación que nosotros y al cabo de pocas semanas tendremos la impresión de conocerlos desde siempre. En un país ajeno las experiencias son más intensas, vivimos más cosas en menos tiempo y nos resulta muy fácil abrirnos y empatizar con alguien. Esos nuevos lazos hacen más difícil la despedida, que tarde o temprano acaba llegando, y forman parte del efecto erasmus, ese estado transitorio que asumimos cuando llegamos y del que tanto nos costará desprendernos.

Casi sin darnos cuenta nos encontraremos con un trabajo, pero no todos podrán o querrán hacer lo mismo y las fiestas de despedida se convertirán en una agridulce rutina. Una vez echada el ancla, desde nuestra estable atalaya será más fácil ver la gente pasar. Aunque el dolor de las amistades a distancia será mitigado por las redes sociales, no podremos evitar salir al encuentro de nuevos "erasmus" que sigan guardando la frescura y el estado de ánimo que tanto necesitamos. Haremos nuevos amigos y compartiremos nuevos momentos que acabarán pasando. Tras unos meses ellos también se irán, el espejismo desaparecerá y nosotros repetiremos el ciclo de las nuevas amistades pasajeras, de las relaciones más o menos íntimas con fecha de caducidad. Tendremos un amigo en cada país, pero nadie a nuestro lado que nos abrace sinceramente. Acabaremos preguntándonos si volveremos a hacer nuevos amigos para siempre, como esos que nos siguen esperando fielmente en nuestro país y que nos reciben con los brazos abiertos cada vez que les visitamos.

Un día me cansé y decidí no volver a hacer amigos erasmus. Seguiría de una vez el consejo de mi padre, que siempre intentaba convencerme para que fuera con franceses y me integrara del todo. Hice buenos amigos que todavía hoy conservo, pero no fue nada fácil, pues algunos franceses ponen frente a ellos un muro imposible de franquear sin ayuda. Acababa de cumplir un año en Dijon y pensaba que nunca volvería a tener amigos como los que había dejado en España cuando mi compañero de piso encontró a un granadino que se volvería a su ciudad en cuatro meses y que no conocía a mucha gente, pues sus amigos, como los nuestros, también se habían ido. A pesar de mi reticencia por conocer a alguien que estuviera de paso, acabamos quedando con él. Tal vez fuera gracias al abierto carácter del sur que ambos compartíamos, pero en poco tiempo congeniamos y nos convertimos en buenos amigos, algo que nunca habría sucedido con un francés. Su despedida fue triste a pesar de haber sido anunciada, él se convirtió en un nombre que alarga mi lista de amigos de facebook y yo volví a mi eterna búsqueda de otra amistad que valiera la pena guardar.

Unos meses después me anunció que un amigo suyo de Granada venía a Dijon y me pidió que le ayudara en lo que pudiera. Él también se iría, pero como nunca se puede negar un favor a un amigo, acepté el reto. En poco tiempo la historia volvió a repetirse y nos hicimos grandes amigos. Estuvo un año en Dijon y compartimos momentos que condicionarían el resto de mi vida y harían aún más difícil su despedida. Uno de esos instantes fue una cena que dio en su casa, donde las nacionalidades volvieron a mezclarse de la forma más natural posible: un italiano, un austríaco, una alemana, dos franceses, una yanqui, una rumana y dos españoles. Nunca olvidaré cuando empecé a hablar con aquella misteriosa chica rumana que no sólo conocía mi ciudad natal, sino que ya había estado en ella. En ese momento desaparecieron todas las dudas e inseguridades y ambos nos dimos cuenta del tiempo que habíamos estado esperando aquel encuentro. Cuando la miré a los ojos supe que estaba ante la compañera de viaje que tanto había buscado, con la que me casaría tres años después y tendría un hijo. Desde entonces nunca rechazo a quien el azar pone en mi camino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario