Si
fueran humanos no serían amables, pero tampoco antipáticos. Serían
fríos y altaneros, pues su aséptica condición es tajante y no
admite dudas. Son los números que nos rodean y engrosan las
estadísticas encargadas de analizar el mundo. Las cifras no me dicen
nada, sobre todo cuando superan las cantidades con que solemos estar
familiarizados, y prefiero utilizar sentimientos y experiencias
propias para describir la realidad de la emigración. Aun así, hoy
hago una excepción al recurrir a verdades objetivas, a datos
contundentes que diseccionan mi entorno con la precisión de un
cirujano.
Para
entrar en este imparcial terreno utilizaré el término "migrante"
a secas, sin prefijo. Poco importa que la palabra empiece por "e"
o por "in", pues en el fondo alude al mismo colectivo de
personas que cambian de país en busca de una vida mejor. Según un
informe de Eurostat (oficina europea de estadística), la
migración internacional está "influenciada por una combinación
de factores económicos, medioambientales políticos y sociales: ya
sea en el país de origen (factores impulsores) o en el país de
destino (factores motivadores)". En las pirámides de población
que facilita este organismo europeo, podemos observar que el grupo de
migrantes con edades entre los 20 y los 30 años destaca sobre el
resto, con un curioso pico en el número 25. Precisamente yo tenía
esa edad cuando dejé mi país. Algo pasa en ese especial momento de
nuestras vidas en que cada decisión es crucial para el resto de
nuestra existencia. Antes de traspasar el umbral de la madurez, se
nos concede una última licencia: arriesgar antes de que sea
demasiado tarde y la sociedad nos aplaste con su alienante
maquinaria. Muchos se sirven de esa carta blanca para partir, aunque
solo sea durante unos meses o años, y volver a tiempo para recuperar
el cauce de sus vidas.
Si
seguimos leyendo el informe, que analiza los datos de 2015, veremos
que en ese año hubo 4,7 millones de migrantes en Europa, de los
cuales 1,4 millones se movieron entre países de la Unión y 860.000
lo hicieron para regresar a su lugar de origen (grupo que incluye
tanto a los migrantes retornados, como a su descendencia, nacida en
el extranjero). Si queremos usar prefijos y hacer distinciones,
comprobaremos que Alemania encabeza la lista de los países con más
inmigrantes, seguida por Reino Unido, Francia, España e Italia. Sin
embargo, parece que la prosperidad de la nación germana, que atrae a
tanta gente, no es motivo suficiente para mantener a su población
entre sus fronteras, pues también lidera el ranking de las que
tienen más emigrantes. En este caso España pasa a un segundo
puesto, seguida por Reino Unido, Francia y Polonia, y entra, además,
en el grupo de 17 estados con un número de emigrantes superior al de
inmigrantes.
Vale
la pena destacar el poco conocido fenómeno de los "inmigrantes
nacionales", es decir, quienes vuelven a su país de origen. El
mismo informe hace otra clasificación de países, teniendo en cuenta
la proporción relativa de este colectivo dentro del número total de
inmigrantes. El nuevo podio lo componen Lituania, Rumanía y Polonia,
con tasas del 74, 66 y 50% respectivamente. Al final de la tabla, con
menos del 10%, figuran Italia, España, Luxemburgo, Austria y
Alemania. Para ilustrar mejor esta cifra me he dirigido al INE, el
Instituto Nacional de Estadística, donde este tipo de migrante se
denomina RER: Residente en el Extranjero Retornado (tal vez con este
largo nombre pretendan evitar el carácter peyorativo con que se
suele utilizar la palabra inmigrante). Los datos recogidos son las
bajas consulares de españoles residentes en el extranjero y muestran
que en 2016 regresaron 56.144 personas, el doble que hace tres años.
A pesar de esta positiva tendencia, nuestro saldo migratorio sigue
siendo negativo: vuelven muchos menos de los que se van.
Pero
estos datos son solo abstracciones de una realidad que se aventura
demasiado compleja como para reducirla a tablas y gráficos. Las
matrículas consulares hacen referencia a los emigrantes registrados
en un consulado y, por experiencia propia, puedo afirmar que se trata
de una minoría. Yo lo hice cuando llevaba 3 años viviendo en
Francia, solo porque lo necesitaba para casarme. Por eso conviene dar
a las estadísticas una importancia relativa. Como cuando nos ponemos
frente a un espejo que deforma nuestra imagen. Al volver a vernos con
nuestros propios ojos, pensamos que nunca es tarde para cambiar y
evitar convertirnos en aquel extraño reflejo.
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