domingo, 13 de noviembre de 2016

Grisoscurocasinegro

Parece un tema de conversación trivial al que recurrimos en situaciones incómodas, cuando no tenemos nada mejor que decir, pero si vivimos en el extranjero, la meteorología pasa a ser un importante factor a tener siempre en cuenta. Los que, como yo, viven al norte de los Pirineos ya han sufrido la llegada de los reglamentarios seis meses (o más) de frío y saben a lo que me refiero, pues tras el más obvio de los lugares comunes se esconde un arma de doble filo que condiciona nuestra salud física y mental y es uno de los principales motivos de regreso de cualquier emigrante español.

En España estamos acostumbrados a un tiempo privilegiado, sobre todo cuando vivimos en la mitad sur, donde el sol es casi omnipresente todo el año y el cambio climático ha instalado un permanente verano. Los días de lluvia son raros y se reciben con alegría, pues rompen la monotonía, refrescan la atmósfera y cambian los colores del paisaje. Pero como sucede con todo lo bueno que tenemos, somos incapaces de valorarlo y sólo somos conscientes de su valía cuando lo perdemos.

Cuando hace siete años llegué a Dijon por primera vez, me recibió un día gris. Era un mes de noviembre, pero la temperatura era idéntica a un invierno de mi Murcia natal. Al principio no le di importancia y la excitación por descubrir un lugar nuevo ocultó toda adversidad. Después pasé una época en que me sentía cansado sin encontrar un motivo. Una amiga francesa achacó el problema a la falta de sol. Sin darme cuenta, mi mente se había acostumbrado a los días cubiertos, pero mi cuerpo no conseguía funcionar igual que antes sin la misma cantidad de vitamina D. Me recomendaron tomar vitaminas, pero como no me gusta depender de un medicamento, preferí aceptar la situación y esperar a que mi cuerpo se acomodara a las nuevas condiciones.

Después llegaron las temperaturas negativas, el viento helado golpeando la pequeña parte de mi cara que quedaba al descubierto, la sensación de frío permanente y los choques térmicos al entrar en cualquier local cerrado. Y es que cuanto más frío es el país en que nos encontramos, más friolera es la gente. Más de una vez me he sorprendido al entrar en alguna casa francesa donde, en pleno invierno y con diez grados bajo cero afuera, la temperatura interior es casi tropical y sus moradores van en manga corta. Así que, al volver a la calle y entrar más tarde en un comercio o restaurante, es raro quien no pilla un buen resfriado. Menos mal que después llegaron las nevadas, que convirtieron la ciudad en una amable tarjeta postal e hicieron más llevaderas las bajas temperaturas.

Consultar la previsión del tiempo se convierte en un acto obligatorio para preparar la jornada, que puede alcanzar tintes dramáticos si decidimos improvisar. Sin ir más lejos, un día salí a la calle en Dijon con una soleada mañana, después el cielo se cubrió, cayó un aguacero (y yo sin paraguas) y más tarde sufrimos una buena nevada. Aun cuando el invierno queda atrás, parece que hemos pasado lo peor y la previsión anuncia un esperado sol, nos podemos encontrar con una imprevista enemiga: la niebla. He llegado a pasar semanas enteras perdido en una espesa bruma que no deja ver el final de la calle, que nos sorprende cuando nos vemos atrapados en ella y nos afecta más a nivel psicológico. No hace falta mencionar cómo la meteorología moldea nuestro carácter y nos vuelve más fríos e indiferentes o más alegres y abiertos. Y descubrir que en tu ciudad natal hay un sol radiante y una temperatura veinte grados superior, no ayuda a subir la moral.

Al final conseguí adoptar los buenos reflejos, como llevar siempre un pequeño paraguas encima, que se olvida con frecuencia en cualquier lugar. Pero más allá de las connotaciones negativas del mal tiempo, yo me quedo con los curiosos hábitos que cada región o país adopta para hacerle frente. A veces me sorprendo deseando la llegada del invierno para volver a probar una irresistible tartiflette (gratinado de patatas, bacon, cebolla, vino blanco y queso) una simpática raclette (queso que se funde en un aparato y se mezcla con embutidos y patatas cocidas), una contundente fondue (mezcla de quesos en una cacerola donde se bañan trozos de pan) o un buen vin chaud (vino caliente con especias), manjares tras los cuales será raro sentir frío. Y lo mejor de todo es poder recibir con ganas la primavera y celebrar la llegada del sol como bien se merece, valorando cada minuto que dora nuestra piel y nos carga con la energía necesaria para afrontar un nuevo invierno.  

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