Parece un tema de
conversación trivial al que recurrimos en situaciones incómodas,
cuando no tenemos nada mejor que decir, pero si vivimos en el
extranjero, la meteorología pasa a ser un importante factor a tener
siempre en cuenta. Los que, como yo, viven al norte de los Pirineos
ya han sufrido la llegada de los reglamentarios seis meses (o más)
de frío y saben a lo que me refiero, pues tras el más obvio de los
lugares comunes se esconde un arma de doble filo que condiciona
nuestra salud física y mental y es uno de los principales motivos de
regreso de cualquier emigrante español.
En España estamos
acostumbrados a un tiempo privilegiado, sobre todo cuando vivimos en
la mitad sur, donde el sol es casi omnipresente todo el año y el
cambio climático ha instalado un permanente verano. Los días de
lluvia son raros y se reciben con alegría, pues rompen la monotonía,
refrescan la atmósfera y cambian los colores del paisaje. Pero como
sucede con todo lo bueno que tenemos, somos incapaces de valorarlo y
sólo somos conscientes de su valía cuando lo perdemos.
Cuando hace siete años
llegué a Dijon por primera vez, me recibió un día gris. Era un mes
de noviembre, pero la temperatura era idéntica a un invierno de mi
Murcia natal. Al principio no le di importancia y la excitación por
descubrir un lugar nuevo ocultó toda adversidad. Después pasé una
época en que me sentía cansado sin encontrar un motivo. Una amiga
francesa achacó el problema a la falta de sol. Sin darme cuenta, mi
mente se había acostumbrado a los días cubiertos, pero mi cuerpo no
conseguía funcionar igual que antes sin la misma cantidad de
vitamina D. Me recomendaron tomar vitaminas, pero como no me gusta
depender de un medicamento, preferí aceptar la situación y esperar
a que mi cuerpo se acomodara a las nuevas condiciones.
Después llegaron las
temperaturas negativas, el viento helado golpeando la pequeña parte
de mi cara que quedaba al descubierto, la sensación de frío
permanente y los choques térmicos al entrar en cualquier local
cerrado. Y es que cuanto más frío es el país en que nos
encontramos, más friolera es la gente. Más de una vez me he
sorprendido al entrar en alguna casa francesa donde, en pleno
invierno y con diez grados bajo cero afuera, la temperatura interior
es casi tropical y sus moradores van en manga corta. Así que, al
volver a la calle y entrar más tarde en un comercio o restaurante,
es raro quien no pilla un buen resfriado. Menos mal que después
llegaron las nevadas, que convirtieron la ciudad en una amable
tarjeta postal e hicieron más llevaderas las bajas temperaturas.
Consultar la previsión
del tiempo se convierte en un acto obligatorio para preparar la
jornada, que puede alcanzar tintes dramáticos si decidimos
improvisar. Sin ir más lejos, un día salí a la calle en Dijon con
una soleada mañana, después el cielo se cubrió, cayó un aguacero
(y yo sin paraguas) y más tarde sufrimos una buena nevada. Aun
cuando el invierno queda atrás, parece que hemos pasado lo peor y la
previsión anuncia un esperado sol, nos podemos encontrar con una
imprevista enemiga: la niebla. He llegado a pasar semanas enteras
perdido en una espesa bruma que no deja ver el final de la calle, que
nos sorprende cuando nos vemos atrapados en ella y nos afecta más a
nivel psicológico. No hace falta mencionar cómo la meteorología
moldea nuestro carácter y nos vuelve más fríos e indiferentes o
más alegres y abiertos. Y descubrir que en tu ciudad natal hay un
sol radiante y una temperatura veinte grados superior, no ayuda a
subir la moral.
Al final conseguí
adoptar los buenos reflejos, como llevar siempre un pequeño paraguas
encima, que se olvida con frecuencia en cualquier lugar. Pero más
allá de las connotaciones negativas del mal tiempo, yo me quedo con
los curiosos hábitos que cada región o país adopta para hacerle
frente. A veces me sorprendo deseando la llegada del invierno para
volver a probar una irresistible tartiflette (gratinado de
patatas, bacon, cebolla, vino blanco y queso) una simpática raclette
(queso que se funde en un aparato y se mezcla con embutidos y patatas
cocidas), una contundente fondue (mezcla
de quesos en una cacerola donde se bañan trozos de pan) o un buen
vin chaud (vino
caliente con especias), manjares tras los cuales será raro sentir
frío. Y lo mejor de todo es poder recibir con ganas la primavera y
celebrar la llegada del sol como bien se merece, valorando cada
minuto que dora nuestra piel y nos carga con la energía necesaria
para afrontar un nuevo invierno.
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