Solemos asociar nuestro hogar a un
sitio determinado. Cuando llevamos una vida nómada y las
circunstancias nos obligan a cambiar de ciudad e incluso de país,
reconocemos ese lugar en nuestra tierra de origen, el punto de
partida de nuestra aventura. Pero, con el tiempo, esa percepción
cambia: seguimos viendo el lugar en que nacimos como nuestro hogar,
pero empezamos a asumir que ese aspecto físico carece de
importancia. Entonces descubrimos que el verdadero hogar lo formamos
con las personas que tenemos a nuestro lado, que es una sensación
que nace y reside en nuestro interior, viaja con nosotros y no le
importa dónde estemos.
Es donde nos sentimos a gusto, donde
reencontramos la calma, si nos ha abandonado, y las fuerzas que nos
ayudan a seguir luchando. Es la piedra angular que asegura nuestro
equilibrio. Es donde nos reconocemos: el fiel espejo ante el que nos
descubrimos tal y como somos, despojados de las armaduras que la vida
nos obliga a llevar. Es donde pasamos nuestra infancia o juventud,
cuando la seguridad que nos aporta es clave para nuestro desarrollo.
Hay quienes no llegan a abandonarlo del todo, quienes no se alejan
demasiado, quienes lo ven desaparecer o quienes ponen cierta
distancia de por medio y esperan volver algún día.
Al principio pensamos que ese lugar
sagrado permanecerá inamovible, que siempre nos esperará, que
podremos confiar en él y refugiarnos bajo su techo cuando la lluvia
arrecie. Pero este mundo cambiante no tarda en recordarnos que nada
conserva sus cualidades durante mucho tiempo. Hasta lo que creemos
imperecedero, acaba cambiando tarde o temprano. Nos sentimos
decepcionados, pero nosotros, ilusos que un día creímos en lo
eterno, somos los únicos culpables de esa sensación.
Cuando vivimos en el extranjero, a
veces nos sentimos algo desorientados, como si una brújula interna
nos indicara que el camino a seguir está lejos de donde nos
encontramos. Miramos a nuestro alrededor y, por más que preguntamos,
nadie nos sabe decir dónde se encuentra lo que buscamos. Tampoco
faltan quienes nos aconsejan según sus intereses y nos confunden aún
más. Volvemos a nuestro primer hogar en busca de respuestas, pero
empezamos a verlo como un lugar de vacaciones. Ha perdido la magia
que antes tenía y lo dejamos más aturdidos todavía. Nuestro sitio
ya no está allí y no vale la pena aferrarse a la nostalgia por un
mundo que nunca volverá.
Al mismo tiempo vemos que otros sitios
se nos hacen más familiares, a pesar de estar lejos de donde
nacimos. Es donde hemos trabajado alguna vez o hemos ido de
vacaciones en más de una ocasión. Sin quererlo, hemos dejado una
parte de nosotros en ellos, establecido un vínculo invisible que
aparece cada vez que los visitamos y entra en resonancia con una
parte de nuestra memoria. Conocemos realmente una ciudad cuando
alguien nos pregunta por una calle y somos capaces de dar, al menos,
unas vagas indicaciones. Volver a una ciudad y asociar cada rincón a
un recuerdo, a un momento que marcó una vida, es el privilegio de
quienes recorren el mundo en busca de un hogar perdido.
Insisto en que ese hogar no tiene por
qué ser un espacio físico. Puede tratarse de libros o películas
que marcaron nuestra infancia o juventud, personajes con los que nos
identificamos más que con cualquier otra persona y con los que
compartimos tantos buenos momentos como con un verdadero hermano.
Además, un reencuentro con ellos siempre es posible cuando lo
necesitamos, en cualquier momento o lugar.
¿Dónde queda entonces ese lugar ideal
que llamamos hogar? Se trata de una cuestión muy personal y cada uno
lo hallará en sitios distintos. Yo lo encuentro en el presente, en
quienes me acompañan aquí y ahora, sin importarme dónde. Así
evito ahogarme en la nostalgia de un pasado que nunca vuelve o
agobiarme con un futuro que nunca llega. Como el presente cambia sin
remedio, no me asusta que mi hogar cambie con él y se adapte a
nuevas condiciones. Sólo me preparo para que, cuando llegue ese
momento, esté dispuesto a quitar el piloto automático, que tanta
seguridad ofrece, cambiar el rumbo, reglar las velas y aprovechar el
impulso que la nueva racha de viento aporte.
Marsella, MUCEM, 09/11/2013
A veces el laberinto de la vida parece no tener salida, pero basta tomar un poco de distancia para decidir cuál será el próximo paso.
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