domingo, 29 de enero de 2017

Si nos toca, volvemos

Hay cosas que no se pueden hacer a cualquier precio, por mucho que las deseemos o creamos que son buenas para nosotros. Ciertas decisiones necesitan ser bien meditadas, porque un paso en falso puede traer consecuencias difíciles de asumir. Todo expatriado se pregunta alguna vez si volverá a vivir en la tierra donde nació, pero forzar las cosas para que la balanza se incline del lado que preferimos nunca es una buena respuesta. A veces la mejor resolución es esperar y dejar que el tiempo se convierta en el aliado imbatible que nos guiará en la próxima encrucijada.

Hace unos años, una familia española emigró a Alemania. Un matrimonio y su hija se fueron en busca de oportunidades, trabajo y dignidad. Lo encontraron todo. La pareja se puso a trabajar en un restaurante, prosperó y construyó un futuro para su hija. Estaban bien integrados y llevaban una vida correcta, pero el éxito no les quitó de la cabeza una idea que les acompañó desde que dejaron su país. Vivían sin lujos y ahorraban todo lo que podían para hacer realidad ese sueño. Tenían una inquebrantable confianza en el futuro, el que resuelve todos los problemas del presente.

Un buen día rompieron la hucha y volvieron a su tierra. Apoyaron su decisión con una organización seria y metódica. Les llevó muchos años, pero al fin reunieron el dinero suficiente para comprarse una casa en el pueblo que les vio nacer. Como sabían que España seguía estancada en una crisis de difícil solución, crearon su propio trabajo: compraron un local y abrieron un restaurante. Él estaba en la cocina y ella servía; hasta su hija les echaba una mano. Tampoco aquella decisión fue improvisada: cuidaron al máximo cada detalle, eligiendo una decoración moderna y una cocina creativa. Utilizaron todos los medios a su alcance para poner la suerte de su lado.

A pesar de la ilusión y las buenas intenciones, el restaurante nunca se llenó. La comida y el servicio eran de calidad, pero a veces la vida es demasiado caprichosa. No consiguieron abrirse un hueco en una cerrada clientela que parecía tener unos hábitos bien establecidos. Cerraron el local. Se habían equivocado, pero eran unos trabajadores incansables y conocían la solución que les sacaría de aquel callejón sin salida. Por mucho que les dolió, vendieron su local y su flamante casa, volvieron a Alemania y recuperaron su antiguo trabajo. Y allí siguen, ahorrando religiosamente, esperando el día en que la ocasión definitiva se les presente.

La historia es real, aunque menos conocida que la de Ángel, el finalista de Masterchef del año pasado. Emigró a Londres para hacer realidad su sueño de ser chef, pero acabó trabajando como friegaplatos. Frustrado y sin posibilidad de evolucionar, cambió aquel sueño por el de volver a su añorada tierra. Sin embargo, no podía hacerlo con una mano delante y otra detrás: su orgullo quería demostrar que su aventura había valido la pena. Quería volver por la puerta grande. Desde el principio del concurso su historia me resultó simpática. Me sentí identificado, al menos en parte. Además, conozco a muchos como él y sé de qué pasta están hechos. Son luchadores que no se rinden ante nada, de convicciones poderosas que les guían de forma ciega. Sabía que su actitud le llevaría lejos, y así fue. La victoria habría sido la guinda del pastel, pero acabó como un digno finalista. Su evolución fue flagrante y se ganó a pulso el reconocimiento público. Su sueño se hizo al fin realidad y volvió por la puerta grande.


Estas historias (y muchas otras) vienen a confirmar lo que ya he denunciado en más de una ocasión en este blog. El regreso de los expatriados conlleva un salto al vacío más importante que el ya dado cuando dejaron su país. Aun intentando ahorrar, un salario modesto no puede llenar un colchón capaz de amortiguar tal caída. Una vuelta generalizada no será posible sin una intervención del Estado, sin una ayuda que garantice la seguridad que todo hogar debe aportar. Queremos volver a casa, no a un mundo más hostil que el conocido en el extranjero. Sin el necesario apoyo, el regreso se convierte en un paso casi temerario, que puede ser en falso. Hace falta un golpe de suerte, un empujón ajeno a nosotros mismos, una mano tendida al otro lado del abismo. Hay una frase que ilustra muy bien esta idea. La escuché en un anuncio de lotería en donde una pareja de emigrantes mira su décimo con ilusión. Suspiran, sonríen y dicen: "si nos toca, volvemos". ¿Y si no nos toca?

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