domingo, 27 de octubre de 2019

Diez años construyendo lejos

Cuando una obra dura más de diez años, hay que hacerse algunas preguntas. Sobre la complejidad del proyecto, las dificultades encontradas y la pertinencia de las soluciones aportadas. Para confirmar si vale la pena seguir adelante o si debemos cambiar un camino plagado de obstáculos por otro que ofrezca un tranquilo paseo. Para decidir si seguimos jugando y arriesgando o nos plantamos para asegurar lo que ya hemos ganado.

La obra más larga en cuya dirección he podido participar es la del museo de las confluencias de Lyon. Llegué en la recta final, pero la odisea duró siete años, trece si contamos la elaboración del proyecto. Desde el momento en que el estudio de arquitectura Coop Himmelb(l)auganó el concurso internacional, se sucedieron problemas técnicos y económicos que alargaron el final de una obra colosal, a la altura de la inclasificable imagen del edificio. Trabajar en una empresa que supone tal desafío ayuda a ver las cosas de otra manera: a relativizar y a aprender a un ritmo acelerado. 

Por mucho que intente dejar el trabajo a un lado, al llegar a casa me encuentro con una obra de similar dificultad. Se trata de un castillo del siglo XIII, cuya construcción avanza a un ritmo desigual desde hace exactamente diez años. Es una reproducción del llamado “Burg Branzoll”, situado en Chiusa, ciudad del norte de Italia. Al principio los muros se levantaban con rapidez, pues la fascinación por una nueva actividad dirigía mis movimientos. Después aparecieron otras inquietudes y ocupaciones que alargaron el trabajo. Conocí a la que acabó siendo mi mujer y el castillo se convirtió en una ruina sobre la que se acumulaba el polvo. Fue precisamente ella quien me animó a retomar la obra. Y así, gracias a su ayuda, la construcción empezó a acercarse a su forma final. Hasta que llegó mi hijo; el castillo sufrió un nuevo revés y volvió a su privilegiado lugar del salón, desde donde hoy espera, paciente, a que llegue su turno.

Fue un regalo que me hicieron mis amigos del instituto cuando me fui a Francia. Conocían mi gran afición a las maquetas, que me llevó a estudiar arquitectura, y me ofrecieron un pasatiempo para superar esos difíciles momentos en que, lejos de casa, añoramos cuanto no podemos tener a nuestro lado. El regalo no pudo ser más acertado y guardo con mucho cariño el recuerdo de aquella última cena en que me lo dieron, antes de que todo cambiara. Por eso me afané en reorganizar mi maleta para encajar cada uno de los componentes del castillo. Quien me conoce sabe la importancia que le doy a la amistad. Estoy muy orgulloso de mis amigos: nos conocemos desde que éramos unos críos y todos son especiales para mí. Uno de mis grandes miedos en el momento de mi partida fue perder esa amistad. Los estragos de la distancia eran una amenaza considerable y, además, dudaba poder encontrar unos amigos como ellos en Francia. Al final, aquella falsa idea acabó cayendo por su propio peso y, cada vez que vuelvo a mi tierra, ellos siempre están ahí, demostrando que podemos reencontrarnos como si el tiempo no hubiera pasado.

Hace apenas un par de semanas nos volvimos a juntar. Era la boda de Silvia y José. Ahí estábamos todos, menos los anfitriones, en torno a una misma mesa, como en mi cena de despedida, en la que me regalaron la maqueta del castillo. Han pasado diez años y el grupo ha crecido: hay más parejas e incluso niños. Reímos, contamos anécdotas, compartimos momentos de nuestras vidas, recorrimos la mesa con la mirada y encontramos esos invisibles lazos que siempre nos unirán. Tiramos de ellos y recordamos ese instante en que nuestros destinos se cruzaron por primera vez.

Fue un intenso fin de semana en el que poco dormí y que, en vez de agotarme, me dejó una olvidada sensación de plenitud. Diez años después, volví a coger un avión con destino a Francia. Esta vez no tenía un billete de simple ida, sino uno de vuelta. Regresé a Lyon con las maletas llenas de una renovada fe en la amistad, de nuevos recuerdos que se añaden a una extensa lista, de sensaciones recuperadas, de una energía que solo se obtiene en el lugar donde fuimos felices, de momentos que me atan a mi tierra y hacen que nunca olvide de donde vengo. Seguiré echando los dados en un país extranjero, construyendo un castillo ya empezado, pero con la certeza de que nunca perderé todo lo que ya he ganado. 


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