domingo, 4 de junio de 2017

Derrotas y esperanzas

El silencio ayuda a pensar, sobre todo cuando procede del dolor ante la pérdida de una vida humana. Llena un minuto aparentemente vacío, que a pesar de haber sido repetido durante tantas veces, no pierde su sentido. Es un acto reflejo que surge tras cada atentado terrorista: un momento de respeto, un instante de reflexión. Hace años salíamos a la calle cada vez que ETA acababa con una nueva vida. Ahora los asesinos y las razones que impulsan a matar han cambiado, pero el silencio sigue siendo el mismo.

Cuando empecé a escribir estas líneas tenía el reciente atentado de Manchester en la cabeza y no podía imaginar que la historia se volvería a repetir en Londres en tan poco tiempo. Desgraciadamente ni siquiera me ha sorprendido, pues el riesgo es inminente, siempre ha existido y existirá. La guerra contra el terrorismo está perdida de antemano, pero no somos capaces de admitir la derrota. Aunque sea un discurso pesimista y políticamente incorrecto, es real y por eso nos da miedo reconocerlo como tal. El año pasado un político francés admitió que, a pesar del estado de emergencia y demás medidas adoptadas tras la tragedia del Bataclan, el riesgo seguía siendo más alto que nunca y resultaba imposible impedir que un atentado sucediera en cualquier lugar. Tan sólo unos días después un camión arrolló a una multitud en Niza.

Y aunque los políticos conservadores aprovechen este momento para vender falsas esperanzas, ellos también saben que sus promesas no sirven más que para conseguir votos y llevarles al poder. Las fronteras que debemos defender no son las físicas, que separan pueblos, sino las invisibles, que delimitan valores e ideas, para alertar cuando ciertas actitudes obvian el respeto al prójimo o a la vida humana. La emigración no es el problema, sino parte de la solución. Yo mismo soy un emigrante y disfruto siéndolo, conociendo la cultura local y las de aquellos que se hallan en mi situación. En este tiempo de Ramadán me gusta pasear por la plaza Bahadourian de Lyon, donde cada tarde se monta un mercadillo musulmán. Entre los puestos se escucha hablar en árabe y se respira un ambiente festivo. Dar un bocado a esos exóticos manjares basta para echar por tierra los prejuicios, fomentar la tolerancia y olvidar el miedo a un atentado.

La única arma para combatir el terrorismo es la educación. Debemos asumir que nuestro mundo actual está perdido, pero que si educamos a las generaciones venideras según auténticos valores comunes, lejos de adoctrinamientos inútiles (de uno u otro bando), habrá esperanza. La cultura es la última oportunidad, no para nosotros, que seguiremos viviendo (y muriendo) con el miedo a un nuevo atentado, sino para las generaciones que no conoceremos. Es inútil desperdiciar dinero en defensa, pensando que podemos escapar de lo inevitable. Aunque acabemos con los terroristas, el odio que motiva sus actos seguirá existiendo, encarnado en su descendencia ideológica. La cultura es la única que puede enseñarnos (a nosotros y a ellos) a aprender de nuestros errores.


Por eso lucharé contra el terrorismo de la mejor manera que conozco: educando a mi propio hijo. Le explicaré que en este mundo no hay buenos ni malos, sino gente que se cree buena o mala, porque el bien y el mal no existen y todo depende de cómo veamos las cosas. Le enseñaré a ponerse en el lugar del otro antes (y después) de llevar a cabo cualquier acción. Le mostraré todas las opciones posibles, sin privilegiar ninguna, para que pueda elegir sin la influencia de intereses ajenos. Le diré que el sentido común es el principal instrumento de que disponemos para actuar de forma coherente y eficaz. Y cuando tenga suficiente criterio para decidir por sí mismo, le preguntaré si merece la pena salvar una humanidad enferma de odio y perdida. Sólo entonces le diré que él y los suyos son los únicos que pueden hacer algo antes de que todo se vaya al carajo.  

Ubud, Bali (Indonesia), 04/05/2015

Cada arruga nos recuerda un momento de lucha, esa energía cuya pérdida en el fragor de la batalla nos hizo tan fuertes como para soñar con la victoria.

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