El silencio ayuda a pensar, sobre todo cuando procede del
dolor ante la pérdida de una vida humana. Llena un minuto aparentemente vacío, que
a pesar de haber sido repetido durante tantas veces, no pierde su sentido. Es
un acto reflejo que surge tras cada atentado terrorista: un momento de respeto,
un instante de reflexión. Hace años salíamos a la calle cada vez que ETA
acababa con una nueva vida. Ahora los asesinos y las razones que impulsan a
matar han cambiado, pero el silencio sigue siendo el mismo.
Cuando empecé a escribir estas líneas tenía el reciente atentado
de Manchester en la cabeza y no podía imaginar que la historia se volvería a
repetir en Londres en tan poco tiempo. Desgraciadamente ni siquiera me ha
sorprendido, pues el riesgo es inminente, siempre ha existido y existirá. La
guerra contra el terrorismo está perdida de antemano, pero no somos capaces de
admitir la derrota. Aunque sea un discurso pesimista y políticamente
incorrecto, es real y por eso nos da miedo reconocerlo como tal. El año pasado
un político francés admitió que, a pesar del estado de emergencia y demás medidas
adoptadas tras la tragedia del Bataclan, el riesgo seguía siendo más alto que
nunca y resultaba imposible impedir que un atentado sucediera en cualquier lugar.
Tan sólo unos días después un camión arrolló a una multitud en Niza.
Y aunque los políticos conservadores aprovechen este
momento para vender falsas esperanzas, ellos también saben que sus promesas no sirven
más que para conseguir votos y llevarles al poder. Las fronteras que debemos defender
no son las físicas, que separan pueblos, sino las invisibles, que delimitan
valores e ideas, para alertar cuando ciertas actitudes obvian el respeto al
prójimo o a la vida humana. La emigración no es el problema, sino parte de la
solución. Yo mismo soy un emigrante y disfruto siéndolo, conociendo la cultura
local y las de aquellos que se hallan en mi situación. En este tiempo de
Ramadán me gusta pasear por la plaza Bahadourian de Lyon, donde cada tarde se
monta un mercadillo musulmán. Entre los puestos se escucha hablar en árabe y se
respira un ambiente festivo. Dar un bocado a esos exóticos manjares basta para
echar por tierra los prejuicios, fomentar la tolerancia y olvidar el miedo a un
atentado.
La única arma para combatir el terrorismo es la educación.
Debemos asumir que nuestro mundo actual está perdido, pero que si educamos a
las generaciones venideras según auténticos valores comunes, lejos de
adoctrinamientos inútiles (de uno u otro bando), habrá esperanza. La cultura es
la última oportunidad, no para nosotros, que seguiremos viviendo (y muriendo)
con el miedo a un nuevo atentado, sino para las generaciones que no
conoceremos. Es inútil desperdiciar dinero en defensa, pensando que podemos
escapar de lo inevitable. Aunque acabemos con los terroristas, el odio que
motiva sus actos seguirá existiendo, encarnado en su descendencia ideológica. La
cultura es la única que puede enseñarnos (a nosotros y a ellos) a aprender de
nuestros errores.
Por eso lucharé contra el terrorismo de la mejor manera
que conozco: educando a mi propio hijo. Le explicaré que en este mundo no hay
buenos ni malos, sino gente que se cree buena o mala, porque el bien y el mal
no existen y todo depende de cómo veamos las cosas. Le enseñaré a ponerse en el
lugar del otro antes (y después) de llevar a cabo cualquier acción. Le mostraré
todas las opciones posibles, sin privilegiar ninguna, para que pueda elegir sin
la influencia de intereses ajenos. Le diré que el sentido común es el principal
instrumento de que disponemos para actuar de forma coherente y eficaz. Y cuando
tenga suficiente criterio para decidir por sí mismo, le preguntaré si merece la
pena salvar una humanidad enferma de odio y perdida. Sólo entonces le diré que
él y los suyos son los únicos que pueden hacer algo antes de que todo se vaya
al carajo.
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Ubud, Bali (Indonesia), 04/05/2015
Cada arruga nos recuerda un momento de lucha, esa energía cuya pérdida en el fragor de la batalla nos hizo tan fuertes como para soñar con la victoria.
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