domingo, 5 de marzo de 2017

Igualdad ausente

A veces olvidamos que los estereotipos se hallan dentro de nosotros mismos, como un defecto de fábrica que el mundo ha ido imprimiendo en nuestros genes, sin dejarnos elegir. A veces vemos y oímos lo que queremos ver y oír y le echamos la culpa a los demás de nuestra deformada percepción. A veces nuestro camino se ve condicionado por esas invisibles barreras, que se materializan cuando cambiamos de entorno, como cualquier emigrante que, en terreno hostil, lucha para que la palabra igualdad tenga el sentido que de verdad merece.

Los desafortunados lugares comunes explican ciertos complejos de inferioridad, que aparecen cuando alguien de un colectivo desfavorecido se dirige a una persona de otro grupo social, o interpreta las palabras de ésta. Aunque luche por la idealizada igualdad, no podrá evitar interpretar todo gesto o expresión ambigua como un prejuicio en su contra. Incluso si la persona que tiene en frente muestra un carácter abierto y prefiere ignorar esos clichés, al colectivo desfavorecido le costará superar la lacra que la sociedad le ha impuesto. La igualdad no llegará mientras ambos bandos no olviden esos estereotipos, algo que parece bastante improbable. Son los gérmenes de la xenofobia, el racismo o cualquier tipo de discriminación, que, por desgracia, no creo que puedan erradicarse, pues se hallan en lo más profundo de nuestra condición humana.

Como emigrante español he podido comprobar que, a pesar del progreso que en las últimas décadas ha experimentado nuestra nación, algunos gabachos nos siguen mirando por encima del hombro. Seguimos siendo ese país de pandereta (flamenco, toros, fútbol, siesta y fiesta) que no duda en explotar sus clásicos tópicos si les sirven para recibir más turistas y enriquecerse a su costa. Si echamos mano a esos clichés que tanto aborrezco, los franceses se suelen caracterizar por un chovinismo (palabra que tiene precisamente su origen en el francés Nicolas Chauvin, personaje de exacerbado patriotismo) que les hace sentir superiores a cualquier nación. Tampoco puedo olvidar que parte de mi familia es rumana. En Francia, no pocos chistes se burlan de los rumanos, que tratan como a un pueblo pobre y gitano. Y España comparte esa degradada imagen que sólo se puede aplicar a un reducido colectivo del país dacio, pero que es generalizada hasta el esperpento.

De poco sirve que hable de estas injusticias, porque sólo se pueden superar de dos maneras: leyendo y viajando. Y estos dos estupendos hábitos están desapareciendo en una sociedad esclavizada por internet, un medio que nos abre al mundo, pero también nos encierra en nuestras casas. Si tenemos acceso a todo en cualquier momento y lugar, la necesidad de salir a buscar nuestras propias respuestas acaba perdiéndose. La red debería ayudarnos a tener una visión más rica y global que en cualquier otro momento de nuestra historia, pero se está revelando como una oscura forma de adoctrinar fácilmente a la sociedad. De este modo, la política del miedo y del desprecio hacia el prójimo acaba cosechando un éxito arrollador: asistimos a la radicalización de musulmanes o vemos cómo las políticas conservadoras adquieren cada vez más poder para librarnos del mal que todo extranjero (de otro país, religión, raza, condición sexual...) parece aportar.


En este oscuro panorama, una curiosa iniciativa arroja un poco de luz y devuelve la confianza en un futuro que creíamos haber perdido. Desde hace unos días, un joven marcha a pie, desde Marsella hasta París, para denunciar el fundamentalismo religioso. Por las ciudades que pasa, intenta reunirse con los imanes que hacen apología del odio hacia otras culturas. Pero, sobre todo, se dirige a los jóvenes que encuentran en esa forma extremista de ver las cosas su leitmotiv y son manipulados impunemente. Se llama Abdelghaní Mehra y es hermano de Mohammed Mehra, el terrorista abatido hace cinco años tras haber matado a tres niños judíos y cuatro adultos en Toulouse. Entre todos los estereotipos imaginables, tal vez uno de los peores resulte ser familiar de un terrorista. Abdelghaní vivirá el resto de su existencia con un apellido que le asocia a un asesino y, ante todo, con el dolor de haber perdido a un hermano corrompido por el odio. Por eso lucha con los escasos medios de que dispone para superar prejuicios y soñar con la igualdad, uno de los supuestos principios de la República Francesa. Y aunque combata en una batalla de antemano perdida, no podrá reprocharse que no haya luchado por lo que creía.

Auschwitz, 17/08/2011

Cuando los prejuicios sentencian a muerte, no podemos olvidar ni, menos aún, dejar de luchar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario