A
veces olvidamos que los estereotipos se hallan dentro de nosotros
mismos, como un defecto de fábrica que el mundo ha ido imprimiendo
en nuestros genes, sin dejarnos elegir. A veces vemos y oímos lo que
queremos ver y oír y le echamos la culpa a los demás de nuestra
deformada percepción. A veces nuestro camino se ve condicionado por
esas invisibles barreras, que se materializan cuando cambiamos de
entorno, como cualquier emigrante que, en terreno hostil, lucha para
que la palabra igualdad tenga el sentido que de verdad merece.
Los
desafortunados lugares comunes explican ciertos complejos de
inferioridad, que aparecen cuando alguien de un colectivo
desfavorecido se dirige a una persona de otro grupo social, o
interpreta las palabras de ésta. Aunque luche por la idealizada
igualdad, no podrá evitar interpretar todo gesto o expresión
ambigua como un prejuicio en su contra. Incluso si la persona que
tiene en frente muestra un carácter abierto y prefiere ignorar esos
clichés, al colectivo desfavorecido le costará superar la lacra que
la sociedad le ha impuesto. La igualdad no llegará mientras ambos
bandos no olviden esos estereotipos, algo que parece bastante
improbable. Son los gérmenes de la xenofobia, el racismo o cualquier
tipo de discriminación, que, por desgracia, no creo que puedan
erradicarse, pues se hallan en lo más profundo de nuestra condición
humana.
Como
emigrante español he podido comprobar que, a pesar del progreso que
en las últimas décadas ha experimentado nuestra nación, algunos
gabachos nos siguen mirando por encima del hombro. Seguimos siendo
ese país de pandereta (flamenco, toros, fútbol, siesta y fiesta)
que no duda en explotar sus clásicos tópicos si les sirven para
recibir más turistas y enriquecerse a su costa. Si echamos mano a
esos clichés que tanto aborrezco, los franceses se suelen
caracterizar por un chovinismo (palabra que tiene precisamente su
origen en el francés Nicolas Chauvin, personaje de exacerbado
patriotismo) que les hace sentir superiores a cualquier nación.
Tampoco puedo olvidar que parte de mi familia es rumana. En Francia,
no pocos chistes se burlan de los rumanos, que tratan como a un
pueblo pobre y gitano. Y España comparte esa degradada imagen que
sólo se puede aplicar a un reducido colectivo del país dacio, pero
que es generalizada hasta el esperpento.
De
poco sirve que hable de estas injusticias, porque sólo se pueden
superar de dos maneras: leyendo y viajando. Y estos dos estupendos
hábitos están desapareciendo en una sociedad esclavizada por
internet, un medio que nos abre al mundo, pero también nos encierra
en nuestras casas. Si tenemos acceso a todo en cualquier momento y
lugar, la necesidad de salir a buscar nuestras propias respuestas
acaba perdiéndose. La red debería ayudarnos a tener una visión más
rica y global que en cualquier otro momento de nuestra historia, pero
se está revelando como una oscura forma de adoctrinar fácilmente a
la sociedad. De este modo, la política del miedo y del desprecio
hacia el prójimo acaba cosechando un éxito arrollador: asistimos a
la radicalización de musulmanes o vemos cómo las políticas
conservadoras adquieren cada vez más poder para librarnos del mal
que todo extranjero (de otro país, religión, raza, condición
sexual...) parece aportar.
En
este oscuro panorama, una curiosa iniciativa arroja un poco de luz y
devuelve la confianza en un futuro que creíamos haber perdido. Desde
hace unos días, un joven marcha a pie, desde Marsella hasta París,
para denunciar el fundamentalismo religioso. Por las ciudades que
pasa, intenta reunirse con los imanes que hacen apología del odio
hacia otras culturas. Pero, sobre todo, se dirige a los jóvenes que
encuentran en esa forma extremista de ver las cosas su leitmotiv
y son manipulados impunemente. Se llama Abdelghaní Mehra y es
hermano de Mohammed Mehra, el terrorista abatido hace cinco años
tras haber matado a tres niños judíos y cuatro adultos en Toulouse.
Entre todos los estereotipos imaginables, tal vez uno de los peores
resulte ser familiar de un terrorista. Abdelghaní vivirá el resto
de su existencia con un apellido que le asocia a un asesino y, ante
todo, con el dolor de haber perdido a un hermano corrompido por el
odio. Por eso lucha con los escasos medios de que dispone para
superar prejuicios y soñar con la igualdad, uno de los supuestos
principios de la República Francesa. Y aunque combata en una batalla
de antemano perdida, no podrá reprocharse que no haya luchado por lo
que creía.
Auschwitz, 17/08/2011
Cuando los prejuicios sentencian a muerte, no podemos olvidar ni, menos aún, dejar de luchar.
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