domingo, 12 de marzo de 2017

Ella

Hay guerras que nunca acaban, aunque una fugaz tregua haga soñar con el fin de una larga agonía. Suelo hablar de los prejuicios y de la lucha por la igualdad a la que todo emigrante se enfrenta al desembarcar en tierra ajena, pero ese combate se empequeñece si lo comparamos con el que se encuentran ellas al nacer. El pasado ocho de marzo nos recordaron que su espíritu guerrero no se rendirá nunca y por eso quiero contar una de las historias de emigración más especiales que conozco: la de la mujer con la que comparto cada día de mi vida.

Ella pasó su infancia en la comunista Rumanía de Ceaucescu. Sabe lo que significa ir a una tienda con una tarjeta de racionamiento y volver a su casa con las manos vacías. No había comida para todos y, en una familia numerosa, tomar un trozo de chocolate era un raro momento de celebración. Una vecina la llamaba francesa, sin saber por qué, como si de alguna manera ya supiera lo que el destino tenía preparado para ella. Solía leer libros de aventuras e imaginar que visitaba sus exóticos parajes, lejos de un país demasiado encerrado en sí mismo. Después llegó la revolución, la caída del déspota dictador y el comienzo de un largo período de apertura que continúa en la actualidad.

Ella estudió en la universidad de Bucarest, aunque dejó la ciudad tras acabar su carrera, sin verla convertida en la vibrante capital europea que es hoy. Una beca la llevó a estudiar un máster en Creta, donde sucumbió ante los encantos de una Grecia que la acogió como una turista más. Pero llegar hasta allí no fue tarea fácil. Ser mujer y emigrante no estaba bien visto en una época en que la apreciada belleza de las mujeres del Este las convertía en blanco fácil de redes de prostitución. En la embajada griega le reconocieron que trataban de impedir que jóvenes como ella llegaran a su país. Al final se alió con un grupo de mujeres que compartían el mismo objetivo, luchó contra todas las trabas imaginables y obtuvo el visado que le permitió coger su ansiado autobús hacia la libertad.

Una vez acabado su máster, tras dos años en la idílica isla griega, se dejó llevar por una vida que seguía reservándole sorpresas lejos de su tierra natal. Obtuvo una plaza para hacer un doctorado en Turín, pero esta vez no consiguió el visado: Italia era un destino demasiado cotizado por los emigrantes rumanos. La similitud entre las lenguas de ambos países les servía de incentivo para buscar allí un futuro mejor. Ella no se dio por vencida y siguió intentándolo hasta conseguir lo que necesitaba para descubrir un nuevo país. Italia la acogió con más frialdad de la que esperaba, pero eso no le impidió aprovechar su estancia, aprender la lengua y conocer a las personas que darían un vuelco a su vida. Una de ellas fue una simpática murciana que acabó invitándola a su boda. Y así, sin saberlo, ella pisó durante unos días la tierra donde yo vivía. Tal vez nos encontramos por la calle, nuestras miradas se cruzaron y decidieron que el momento todavía no había llegado.

Cuatro años después de su llegada a Turín, volvió a echar los dados, deseosa por saber qué había dispuesto el azar para ella. Era la tercera ocasión en que cambiaba de país y se abría paso en un nuevo mundo sin conocer a nadie, sin una cara amiga que le tendiera una mano. Pero esta vez había algo distinto: desde su llegada a Francia, se sintió como en casa. La amabilidad de sus gentes y las comodidades del país se convirtieron en un inesperado apoyo que no había encontrado antes. Una plaza de postdoctorado la llevó hasta Dijon, donde dos años pasaron con más rapidez de la que en un principio imaginó. Su contrato llegó a su fin y se enfrentó a una nueva encrucijada, pues estaba cansada de tantos cambios y no quería empezar una vez más en un lugar desconocido.


En ese momento conocí a aquella rumana que había recorrido media Europa entre estudios, trabajos, congresos y viajes, que se había convertido en la protagonista de uno de los libros de aventuras que con tanta ilusión leía de niña. La vida también me había colocado en una difícil encrucijada, hace seis años, y no sabía cómo salir de ella. Cuando escuché el nombre de mi ciudad natal salir de sus labios, un extraño eco se produjo en mi interior. Ambos nos rendimos ante una incontestable certeza: nuestras trayectorias, tan alejadas, tan distintas, habían encontrado el lugar común que justificaba el camino ya recorrido. Compartimos las ganas por encontrar un puerto donde amarrar con seguridad. Nada había sido en balde. Nada había sucedido por azar.

Venecia, 27/02/2014

Las máscaras nos protegen, nos dan la impunidad que necesitamos para hacer realidad nuestros pensamientos y creer que todo es posible, aunque dejan nuestros ojos al descubierto, por donde el alma se asoma y delata sus intenciones.

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