Hay guerras que nunca acaban, aunque
una fugaz tregua haga soñar con el fin de una larga agonía. Suelo
hablar de los prejuicios y de la lucha por la igualdad a la que todo
emigrante se enfrenta al desembarcar en tierra ajena, pero ese
combate se empequeñece si lo comparamos con el que se encuentran
ellas al nacer. El pasado ocho de marzo nos recordaron que su
espíritu guerrero no se rendirá nunca y por eso quiero contar una
de las historias de emigración más especiales que conozco: la de la
mujer con la que comparto cada día de mi vida.
Ella pasó su infancia en la comunista
Rumanía de Ceaucescu. Sabe lo que significa ir a una tienda con una
tarjeta de racionamiento y volver a su casa con las manos vacías. No
había comida para todos y, en una familia numerosa, tomar un trozo
de chocolate era un raro momento de celebración. Una vecina la
llamaba francesa, sin saber por qué, como si de alguna manera
ya supiera lo que el destino tenía preparado para ella. Solía leer
libros de aventuras e imaginar que visitaba sus exóticos parajes,
lejos de un país demasiado encerrado en sí mismo. Después llegó
la revolución, la caída del déspota dictador y el comienzo de un
largo período de apertura que continúa en la actualidad.
Ella estudió en la universidad de
Bucarest, aunque dejó la ciudad tras acabar su carrera, sin verla
convertida en la vibrante capital europea que es hoy. Una beca la
llevó a estudiar un máster en Creta, donde sucumbió ante los
encantos de una Grecia que la acogió como una turista más. Pero
llegar hasta allí no fue tarea fácil. Ser mujer y emigrante no
estaba bien visto en una época en que la apreciada belleza de las
mujeres del Este las convertía en blanco fácil de redes de
prostitución. En la embajada griega le reconocieron que trataban de
impedir que jóvenes como ella llegaran a su país. Al final se alió
con un grupo de mujeres que compartían el mismo objetivo, luchó
contra todas las trabas imaginables y obtuvo el visado que le
permitió coger su ansiado autobús hacia la libertad.
Una vez acabado su máster, tras dos
años en la idílica isla griega, se dejó llevar por una vida que
seguía reservándole sorpresas lejos de su tierra natal. Obtuvo una
plaza para hacer un doctorado en Turín, pero esta vez no consiguió
el visado: Italia era un destino demasiado cotizado por los
emigrantes rumanos. La similitud entre las lenguas de ambos países
les servía de incentivo para buscar allí un futuro mejor. Ella no
se dio por vencida y siguió intentándolo hasta conseguir lo que
necesitaba para descubrir un nuevo país. Italia la acogió con más
frialdad de la que esperaba, pero eso no le impidió aprovechar su
estancia, aprender la lengua y conocer a las personas que darían un
vuelco a su vida. Una de ellas fue una simpática murciana que acabó
invitándola a su boda. Y así, sin saberlo, ella pisó durante unos
días la tierra donde yo vivía. Tal vez nos encontramos por la
calle, nuestras miradas se cruzaron y decidieron que el momento
todavía no había llegado.
Cuatro años después de su llegada a
Turín, volvió a echar los dados, deseosa por saber qué había
dispuesto el azar para ella. Era la tercera ocasión en que cambiaba
de país y se abría paso en un nuevo mundo sin conocer a nadie, sin
una cara amiga que le tendiera una mano. Pero esta vez había algo
distinto: desde su llegada a Francia, se sintió como en casa. La
amabilidad de sus gentes y las comodidades del país se convirtieron
en un inesperado apoyo que no había encontrado antes. Una plaza de
postdoctorado la llevó hasta Dijon, donde dos años pasaron con más
rapidez de la que en un principio imaginó. Su contrato llegó a su
fin y se enfrentó a una nueva encrucijada, pues estaba cansada de
tantos cambios y no quería empezar una vez más en un lugar
desconocido.
En ese momento conocí a aquella rumana
que había recorrido media Europa entre estudios, trabajos, congresos
y viajes, que se había convertido en la protagonista de uno de los
libros de aventuras que con tanta ilusión leía de niña. La vida
también me había colocado en una difícil encrucijada, hace seis
años, y no sabía cómo salir de ella. Cuando escuché el nombre de
mi ciudad natal salir de sus labios, un extraño eco se produjo en mi
interior. Ambos nos rendimos ante una incontestable certeza: nuestras
trayectorias, tan alejadas, tan distintas, habían encontrado el
lugar común que justificaba el camino ya recorrido. Compartimos las
ganas por encontrar un puerto donde amarrar con seguridad. Nada había
sido en balde. Nada había sucedido por azar.
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