domingo, 19 de noviembre de 2017

Diamantes sobre el sofá

Aunque no fue su principal objetivo, sobrepasaron los límites que se impusieron. Traspasaron la frontera de la mediocridad y se convirtieron en inmortales. Son libros, películas, canciones, cuadros, esculturas, obras de arte, invenciones… que destacan sobre el resto. Cuando algo trasciende de ese modo, deja de pertenecer a una persona o a un país determinado para habitar en un lugar común al que cualquiera puede tener acceso. Pero, ¿qué lengua se habla en esa tierra idílica? Y lo que es más importante: ¿cómo traducir lo que encontremos allí a nuestro propio idioma?

Cuando cambiamos de país constatamos que ese subconsciente colectivo existe realmente. Y, aunque lo que allí habita es común a toda la humanidad, cada nación lo interpreta de una forma distinta para adaptarlo a la cultura local. El primer filtro de todos es el lenguaje. Cada idioma tiene una forma distinta de vocalizar: unos sonidos característicos que codifican cuanto se quiere expresar. Y luego está el significado de cada palabra, cuyos matices pueden cambiar de una lengua a otra. De manera que, cuando un término extranjero hace su aparición, no puede salir indemne.

Al llegar a Francia comprobé la dificultad de entender (y de hacerme entender) cuando se habla de lugares comunes, de realidades que todo mortal debe conocer. Entonces llegan las miradas de extrañeza, los ceños fruncidos de quienes piensan que soy tan estúpido como para ignorar verdades universales. Si, por ejemplo, hablamos de coches, nombres como BMW o Audi traspasan fronteras, pero se pronuncian de forma distinta tras cada una de ellas. La primera vez que escuché “odí” (pronunciación francesa de “Audi”) en una conversación, reconocí que no sabía lo que era. Y cuando me dijeron que se trataba de un coche, pensé que sería una marca casi desconocida. Luego me mostraron una fotografía y se me quedó cara de imbécil. Otro nombre universal que se presta a confusión es el de Leonardo da Vinci, que en francés se pronuncia “vansí”. Imposible reconocer al genial autor de la Gioconda o el célebre libro de Dan Brown en semejantes condiciones.   

Otro ámbito plagado de malentendidos es el del cine. Todos tenemos en la cabeza esos clásicos que hemos visto al menos una vez y que se han quedado para siempre en nuestra memoria. Muchos de ellos son yanquis y sus títulos han sido traducidos a todas las lenguas, con más o menos fortuna. Si pensamos que las traducciones españolas respetan poco el original, las francesas no son mucho mejores. Entonces, ¿cómo mencionar uno de esos clásicos en una conversación? No basta con conocer el título original, pues nuestros amigos franceses lo escondieron tras una personal e intransferible traducción. Yo tengo mi propio método: busco la película en Wikipedia y leo el artículo en francés. Y siempre que veo una película extranjera, lo hago en versión original subtitulada. Así escucho las voces reales de los actores y compruebo, de paso, los estragos que las traducciones causan. Pero yo también me veo obligado a traducir a diario y comprendo las contrariedades de un oficio difícil. No basta con traducir palabra por palabra, pues el conjunto podría resultar ininteligible, y hay que recurrir a fórmulas o expresiones locales que transmitan la esencia de lo que se quiere decir. Jugar con sutilidades, en definitiva, para hacer un encaje de bolillos que, en muchos casos, sólo capta parte del significado original.


Hace poco me encontré con un ejemplo que ilustra bien ese juego. La apertura de una cafetería en Tiffany’s se convirtió en la mejor excusa para volver a ver “Desayuno con diamantes”. El título original, “Breakfast at Tiffany’s” (desayuno en Tiffany’s), era difícil de traducir en los años sesenta, cuando se desconocía la existencia de la joyería neoyorkina. El título elegido fue una forma acertada de asociar el hábito de la protagonista con el lujo de la insignia de la quinta avenida. Al mismo problema se enfrentaron en Francia, con consecuencias más surrealistas. Nombraron a la película “Diamants sur canapé” (diamantes sobre el sofá), que no aludía al poético desayuno de la protagonista, pero evocaba la lujosa atmósfera de la que se quería rodear. Curiosamente, la novela de Truman Capote en la que se basa sí fue traducida literalmente (“Petit-déjeuner chez Tiffany”). Pero, más allá del envoltorio, el contenido sigue siendo el mismo: la historia de una mujer que pretende esconder con excentricidades un alma perdida. Y la deslumbrante actuación de Audrey Hepburn no sólo honra a su personaje, sino que perdona cualquier desliz de sus traductores.

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