Aunque no fue su principal
objetivo, sobrepasaron los límites que se impusieron. Traspasaron la frontera
de la mediocridad y se convirtieron en inmortales. Son libros, películas, canciones,
cuadros, esculturas, obras de arte, invenciones… que destacan sobre el resto. Cuando
algo trasciende de ese modo, deja de pertenecer a una persona o a un país
determinado para habitar en un lugar común al que cualquiera puede tener acceso.
Pero, ¿qué lengua se habla en esa tierra idílica? Y lo que es más importante:
¿cómo traducir lo que encontremos allí a nuestro propio idioma?
Cuando cambiamos de país
constatamos que ese subconsciente colectivo existe realmente. Y, aunque lo que
allí habita es común a toda la humanidad, cada nación lo interpreta de una
forma distinta para adaptarlo a la cultura local. El primer filtro de todos es
el lenguaje. Cada idioma tiene una forma distinta de vocalizar: unos sonidos característicos
que codifican cuanto se quiere expresar. Y luego está el significado de cada
palabra, cuyos matices pueden cambiar de una lengua a otra. De manera que,
cuando un término extranjero hace su aparición, no puede salir indemne.
Al llegar a Francia comprobé la
dificultad de entender (y de hacerme entender) cuando se habla de lugares
comunes, de realidades que todo mortal debe conocer. Entonces llegan las
miradas de extrañeza, los ceños fruncidos de quienes piensan que soy tan
estúpido como para ignorar verdades universales. Si, por ejemplo, hablamos de
coches, nombres como BMW o Audi traspasan fronteras, pero se
pronuncian de forma distinta tras cada una de ellas. La primera vez que escuché
“odí” (pronunciación francesa de “Audi”) en una conversación, reconocí que
no sabía lo que era. Y cuando me dijeron que se trataba de un coche, pensé que
sería una marca casi desconocida. Luego me mostraron una fotografía y se me
quedó cara de imbécil. Otro nombre universal que se presta a confusión es el de
Leonardo da Vinci, que en francés se pronuncia “vansí”. Imposible reconocer al
genial autor de la Gioconda o el célebre libro de Dan Brown en semejantes
condiciones.
Otro ámbito plagado de
malentendidos es el del cine. Todos tenemos en la cabeza esos clásicos que
hemos visto al menos una vez y que se han quedado para siempre en nuestra
memoria. Muchos de ellos son yanquis y sus títulos han sido traducidos a todas
las lenguas, con más o menos fortuna. Si pensamos que las traducciones españolas
respetan poco el original, las francesas no son mucho mejores. Entonces, ¿cómo
mencionar uno de esos clásicos en una conversación? No basta con conocer el
título original, pues nuestros amigos franceses lo escondieron tras una
personal e intransferible traducción. Yo tengo mi propio método: busco la película
en Wikipedia y leo el artículo en francés. Y siempre que veo una película
extranjera, lo hago en versión original subtitulada. Así escucho las voces
reales de los actores y compruebo, de paso, los estragos que las traducciones
causan. Pero yo también me veo obligado a traducir a diario y comprendo las
contrariedades de un oficio difícil. No basta con traducir palabra por palabra,
pues el conjunto podría resultar ininteligible, y hay que recurrir a fórmulas o
expresiones locales que transmitan la esencia de lo que se quiere decir. Jugar
con sutilidades, en definitiva, para hacer un encaje de bolillos que, en muchos
casos, sólo capta parte del significado original.
Hace poco me encontré con un
ejemplo que ilustra bien ese juego. La apertura de una cafetería en Tiffany’s se convirtió en la mejor
excusa para volver a ver “Desayuno con diamantes”. El título original, “Breakfast at Tiffany’s” (desayuno en
Tiffany’s), era difícil de traducir en los años sesenta, cuando se desconocía
la existencia de la joyería neoyorkina. El título elegido fue una forma acertada
de asociar el hábito de la protagonista con el lujo de la insignia de la quinta
avenida. Al mismo problema se enfrentaron en Francia, con consecuencias más
surrealistas. Nombraron a la película “Diamants
sur canapé” (diamantes sobre el sofá), que no aludía al poético desayuno de
la protagonista, pero evocaba la lujosa atmósfera de la que se quería rodear. Curiosamente,
la novela de Truman Capote en la que se basa sí fue traducida literalmente (“Petit-déjeuner chez Tiffany”). Pero, más
allá del envoltorio, el contenido sigue siendo el mismo: la historia de una
mujer que pretende esconder con excentricidades un alma perdida. Y la deslumbrante
actuación de Audrey Hepburn no sólo honra a su personaje, sino que perdona
cualquier desliz de sus traductores.
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