Creamos
barreras que limitan nuestra libertad. Nos perdemos entre obstáculos
que suponen un laberinto donde, una vez dentro, olvidamos que existe
una salida, así como la necesidad de encontrarla. Se interponen
entre nosotros y el mundo real, lo que de verdad importa. Es nuestra
derrota y es su victoria, la que querían quienes edificaron los
muros que nos impiden ver el sol, quienes dijeron que eran
imprescindibles. Necesitan controlarnos, porque somos muchos y se
puede abusar más fácilmente de quien tiene los ojos vendados.
Impunemente. Lo han hecho desde hace tanto tiempo que es imposible
distinguir la verdad. Si asumimos estas trabas y perdemos nuestros
derechos, ¿cómo podremos quejamos de su existencia y reclamar la
vida que una vez nos perteneció? ¿Cómo podremos salir de nuestra
celda sin puertas ni ventanas?
Cada
país tiene sus métodos de control, de abuso de poder, de creación
de ilusiones que garantizan la impunidad de un sistema defectuoso.
Los he sufrido en España, pero también en Francia. Uno de esos
procedimientos es la excesiva burocracia que invade nuestras vidas.
Pasamos demasiado tiempo haciendo colas, yendo de una institución a
otra, rellenando formularios cuya utilidad desconocemos, enviando
correos a entidades oficiales que no dudan en rechazarlos para pedir
más papeles, recopilando documentos y firmas hasta que llega un
momento en que olvidamos por qué hacemos las cosas. Nos preguntamos
por qué no puede ser más fácil, por qué perdemos tanto tiempo de
nuestras vidas en intrincados trámites sin sentido. Reprimimos las
ganas de dejarlo todo cuando el funcionario de turno nos dice que el
papel que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir no tiene el sello
que necesita o la fecha adecuada (en Francia, un papel de más de
tres meses no sirve para nada). Al fin y al cabo él no tiene la
culpa y sólo es la última pieza de un sistema cuyos responsables
permanecen en la sombra o cambian tan a menudo que es imposible saber
quiénes son.
En
el país galo saben que tienen una administración muy compleja y lo
asumen. A veces incluso bromean diciendo que son los campeones de
Europa de papeleo. Así es, pero no parecen querer dejar de serlo.
Tal vez suponga la supresión de demasiados puestos de trabajo que
nadie sabe para qué sirven, pero permiten que el amigo o el familiar
de no se sabe quién se gane la vida confortablemente. Recopilan
montañas de papeles en carpetas atiborradas para justificar su
sueldo. Y nosotros, al otro lado de la mesa, nos volvemos locos
rellenando nuevos documentos y perdiendo el tiempo que necesitaríamos
para encontrar un sentido a lo que no lo tiene. Muchos trámites se
hacen ahora por internet, donde rechazar un documento es todavía más
fácil y errores informáticos o confusas páginas web complican lo
que deberían simplificar. Ya he contado en otras ocasiones mis
dificultades para reunir los documentos necesarios para una boda o
para votar desde el extranjero (por extraño que parezca es más
complicado que casarse) y últimamente he tenido que enfrentarme a la
inscripción de un nacimiento, que ya contaré más en detalle.
"Pensaba
que la administración francesa era complicada, pero esto es peor
todavía". Esta frase la escuché en boca de un francés que
esperaba su turno en el consulado de España en Lyon. No hace mucho
tiempo tuve que ir para hacerle el pasaporte a mi hijo. Esperé más
de veinte minutos, a pesar de que desde hace unos meses sólo se
puede ir con cita previa para agilizar los trámites. Esperar con un
bebé de apenas dos meses no es fácil, sobre todo si tiene hambre y
empieza a llorar para demostrar la capacidad de sus pulmones. Cuando
llegó mi turno pensé que sería un trámite fácil y rápido, pues
en este caso ni siquiera se pueden tomar las huellas dactilares, pero
nada más lejos de la realidad. Mi mujer y yo (pues la presencia de
los dos padres es necesaria para los menores de edad) firmamos hasta
tres formularios distintos y no pude disimular mi sorpresa cuando vi
uno de ellos, pues me obligaba a indicar el municipio en que mi hijo
votaría. Si no puedo decir qué será de mi vida dentro de dos años,
¿cómo voy a saber dónde estaré dentro de dieciocho? Miré a mi
hijo, que lloraba desesperado mientras su madre preparaba un biberón,
y después a la funcionaria, preguntándole qué sentido tenía todo
aquello, porque yo no lo veía. Se limitó a decir que si no
rellenaba el papel, no tendría el pasaporte. Entonces recordé la
verdadera razón por la que estaba en el consulado: conseguir esa
pequeña libreta granate que nos permitirá volar, romper ataduras,
olvidar lo que nos limita y descubrir el mundo que existe al otro
lado del laberinto en que vivimos.
Sede de la ONU, Ginebra, 09/06/2012 |
No hay comentarios:
Publicar un comentario