Unos
minutos después, todo cambia para siempre. Ya no hay vuelta atrás
posible ni lugar para el arrepentimiento. Hemos vencido al vértigo y
hemos saltado al vacío. El viento silba en nuestros oídos y todo
sucede demasiado rápido. Pronto sabremos qué hay tras esa ideal
imagen con que tanto hemos fantaseado. Lo hemos arriesgado todo sin
saber si ganaremos la partida. Atrás quedan los miedos y las dudas.
Nunca sabremos si es la mejor decisión, pero nos pertenece tanto
como sus consecuencias. Aunque nuestro cuerpo tiene demasiadas
razones para estar asustado, se prepara para la mayor prueba a la que
nunca se ha enfrentado. Nuestro avión acaba de aterrizar en un país
desconocido y no tenemos billete de vuelta.
Como
un astronauta que abandona el planeta, sentimos que, tras la
aceleración que nos pegó al asiento durante el despegue, llega la
ingravidez. Nos vemos flotando en un mundo nuevo, experimentando, tal
vez por primera vez, lo que significan la independencia y la
libertad. Nos hemos liberado de las ataduras que nos coartaban en
nuestro lugar de origen y susurraban al oído lo que debíamos hacer
en cada momento. Tenemos la impresión de que cualquier cosa es
posible, somos optimistas y confiamos en lo desconocido. Este éxtasis
nos concede un poder que nunca antes había dirigido nuestro cuerpo:
una poderosa energía que nos inmuniza ante un eventual fracaso y
borra de nuestro vocabulario la palabra derrota.
Los
primeros días y semanas pasan volando. Todo está permitido en esos
instantes en que nuestra adaptación se convierte en un inmejorable
terreno de pruebas. Experimentamos para saber qué nos conviene y qué
no. No hay límites. Las únicas fronteras son las que cada uno se
impone, pero cuando esa decisión recae, por primera vez, sólo en
nosotros, ¿por qué poner barreras que dificulten nuestra
existencia? Erramos más de una vez, pero esa posibilidad está
incluida en las reglas del juego y nadie nos acusará por ello. Es la
única manera de aprender y comprobar lo que mejor sabemos hacer.
Caemos, nos levantamos y seguimos luchando, mejor armados para la
victoria. Dependiendo del país de acogida en que nos encontremos,
nos pueden acordar pequeñas licencias destinadas al recién llegado,
segundas oportunidades que reconocen la titánica lucha que
mantenemos, palmadas en la espalda y palabras de aliento para que no
perdamos la esperanza. Cada reconocimiento, cada éxito, cada nuevo
logro conseguido es una razón para seguir intentándolo, para no
tirar la toalla y afrontar el inevitable cansancio.
Los
meses, aunque se suceden de forma imperceptible, no pasan en balde y
sirven para evaluar nuestros esfuerzos. Entonces nos damos cuenta de
que las cosas no han sido tan fáciles como el éxtasis de los
primeros días nos pudo hacer pensar. Los caminos de los distintos
expatriados se separan. Unos llegan más lejos, se aclimatan mejor a
las nuevas condiciones y consiguen el trabajo soñado. Para otros la
adaptación es más difícil y las oportunidades se les escapan de
las manos. El azar entra en juego y, por desgracia, los que más se
esfuerzan no siempre reciben la mayor recompensa. Unos alcanzan
cierta estabilidad con un trabajo que nunca imaginaron ejercer, pero
se ven lastrados por una decepción y una nostalgia cada vez más
fuertes. Otros se sienten satisfechos por ser capaces de
desenvolverse en unas condiciones desfavorables y convierten ese
orgullo en el motor de sus vidas. Unos encuentran el amor, aunque no
den con el trabajo que les motive. Otros disfrutan del éxito
profesional, pero se sienten vacíos por dentro.
Todos
tienen la impresión de haber dejado en su país de origen algo que
nunca recuperarán. Muchos volverán para buscarlo, aunque un regreso
no asegure reencontrar vidas pasadas. Otros seguirán en el
extranjero, pero verán la vuelta como una meta a largo plazo que
justificará las difíciles decisiones que deberán ir tomando. Unos
continuarán con sus vidas sin mirar atrás, intentando mantener un
necesario equilibrio y dejando que sea éste el que decida cuándo
comprar el definitivo billete de vuelta, si acaso sigue siendo una
posibilidad. Y todos ellos, marcados para siempre por ese primer
salto al vacío y la ingravidez de los inicios, guardarán en su
interior un alma guerrera, capaz de reconstruirse en cualquier
situación, de invocar esa mágica energía que lo hace todo posible
y que, sin saberlo, les acompañará siempre.
Singapur, 01/05/2014
Mirar hacia arriba, hasta donde alcanza la vista, es un ejercicio imprescindible para fijar nuevos objetivos y observar, con admiración, lo que todavía no podemos tocar.
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